Quien no te conoce, Mary, no se explicaría jamás esta suerte de jaula de oro, de falsa vida acomodada, que no es no está ni cerca de la palabra VIDA. Vives en un terror –desengaño que podría haber mandado a cualquiera al manicomio, pero de alguna parte sacas esperanza, empeño, voluntad.
Compartimos la cena y recuerdas divertida, al dejar caer tu tenedor:
– Federico botada los cubiertos al suelo, cuando la tía Anna almorzaba con nosotros, sólo para verla meterse debajo de la mesa. Vivía con un pánico horrible. Sabes? Ella había llegado desde Colonia, poco después que la segunda guerra mundial. Solterona, tenía su pieza en mi casa. Era la tía de mi madre, pero nosotros de cariño le decíamos tía. Muy asustadiza la pobre vieja, el menor ruido la hacía salir corriendo. Hablaba de los bombardeos y de la guerra. Si hasta el pito de las doce le daba un pánico, que te mueres. Salía despavorida y se escondía. Estaba como……¿Traumatizada?, digo yo. Sí, eso. Traumatizada. Me he vuelto tan olvidadiza con las palabras. Eso te pasa cuando llegas a vieja…
La tía Anna tenía dos perros salchichas, horribles y mal enseñados, que alimentaba con leche condensada y mantenía encerrados en su pieza. El pasillo entero olía a perro. Feos y desagradables, no caminaban, parecían gansos de lo gordos que estaban y la pobre vieja los cargaba por la casa, los sacaba a hacer caca y los volvía a entrar a su pieza. Traté de aprender alemán con ella, pero el olor de los perros era tan grande que aguantaba hasta el segundo verbo y de ahí salía corriendo. No, te juro que no podía.
La empleada que teníamos no podía sufrir a los perros ni menos a mi tía. Como buena alemana, era muy pulcra y mandaba a la empleada más que mi mamá. La empleada se quejaba de porqué no se fijaba en su pieza que olía a perro y encierro, porque jamás abría las ventanas.
Nunca supe muy bien lo que pasó, pero un día uno de los perros amaneció colgado en el patio. Siempre pensamos que había sido la empleada, aburrida de los tratos de mi tía, que tomó a uno de los perros y lo ahorcó en el cordel de la ropa. Pero fue muy raro, porque los perros no salían sino era con ella. A lo mejor se le escapó, pero sabes? la pobre vieja no lloró ni hizo el menor comentario. Solita, agarró un azadón y fue al final, donde estaba la camelia y le hizo una tumba a su perro. Al tiempo después el otro también murió, pero ese yo creo que se murió de gordo. ¡¡Estaba mórbido!!! Si mi tía le daba la misma dosis que era para los dos a este solo. Yo creo que se chaló…