El Príncipe

El Príncipe está sentado en la baranda del jardín que domina la colina. Una cálida tarde de primavera le saluda e ilumina sus ojos curiosos y alegres. El Príncipe está contento. Al pié de la colina sus dos hijos, juguetones, regresan cuesta arriba acompañados de los perros. La escena es ideal. Una voz le dice: tu corazón les ha sacado una fotografía.

El Príncipe, desconcertado, mira a todos lados, buscando esa voz y de pronto recuerda, un mismo tiempo, esa misma baranda y la voz de esa criatura pequeña, inusual, valiente, que le hablaba desde lo profundo de sus sentimientos, que le abrazaba con fuerza y que llenaba la cara del Príncipe con una inagotable sonrisa.

Haber seguido siendo Príncipe había sido de las decisiones más difíciles de su vida, haber seguido viviendo en función de miles de fantasmas que moraban la casa, de decenas de otros, que como él, llevaban el mismo nombre y que habían luchado una vez por mantener las cosas como eran. Pero las cosas cambiaban, escuchaba de esa voz, la vida inevitablemente te toma, te alcanza. ¡Basta! decía el Príncipe. No puedo soportarlo, yo me debo a mi nombre y a mi casa, a mis fantasmas, a mí. Hay más allá que todo eso, decía esa criatura pequeña , inusual, valiente, que había viajado desde el otro lado del mar, sólo para poder tocarle. El Príncipe le miraba, arrobado y sólo podían fundirse en un abrazo.

Las pesadillas asolaron al Príncipe desde el mismo inicio y siempre quizo escapar. Pero no podía, estaba atado. Quizo alguna vez romper con todo, cambiar su nombre y su cara, eliminar para siempre sus recuerdos y los fantasmas que moraban en aquella casa, lo intentó, casi lo logró.  Pero el deber de ser quién era, el infortunio de creer ser responsable por vidas anteriores fue causa de la profunda pena del Príncipe. Vió alejarse a esta criatura, pequeña, inusual, valiente, lentamente, y vió rodar las lágrimas por su cara y sentir como quemaban la suya… Un profundo dolor lo embargó, pero ya no había nada que hacer.

Me voy, dijo la criatura, porque tú lo has decidido, porque no tengo nombre, reino ni fortuna, por eso pides que me vaya y yo acepto tu decisión. El Príncipe tardaría años en entender que aquella era otra manera de amarse. Sí, porque se amaban, aunque eran tan distintos, pero aquella criatura había llevado la luz al alma del Príncipe, le había dado una sonrisa amplia, una dicha que no conocía. Pero los fantasmas fueron siempre más poderosos. Perseguían al Príncipe, sin descanso…

Vuelve a mirar por la baranda, al camino, y se da cuenta que jamás, en su vida va a volver a tener esa felicidad que alguna vez alcanzó sin darse cuenta, que le envolvía, que le daba energía. El Príncipe cavila, en silencio, todo estuvo ahí, la felicidad misma le tocó, le envolvió y no quería soltarle. El Príncipe se negó entonces y se niega ahora. Debe seguir siendo quien es, debe seguir. Mira a su alrededor y los mismos gladiolos que fueron plantados por la pequeña criatura, le sonríen ahora con pena. La misma ventana donde ella aparecía en las mañanas, estirando sus brazos, está ahi. De algún modo, todo sigue igual, pero concluye : Ciertamente, jamás será la misma felicidad.

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