Espirales

Una espiral es una curva que se inicia en un punto central  y se va alejando progresivamente respecto del centro, a la vez que gira alrededor de él. Normalmente se define como una función que depende de dos valores: el ángulo del punto respecto al eje de referencia y la distancia desde este punto al punto central en base al ángulo.

Helena espera que sus alumnos tomen nota de esta definición y sin plena conciencia de este acto, va analizando lentamente la premisa. Hace años que frecuenta a Martín, incluso antes de haber siquiera pensado en estudiar. Son transparentes el uno al otro, no hay mentiras ni dobleces, no hay caretas ni poses. No las necesitan, se conocen desde siempre.

Ese es su punto central, la experiencia de todos estos años. Han pasado grandes cosas juntos, han hecho sus vidas por su lado, alejándose de este centro que se volvió difuso alguna vez, cuando cayeron en cuenta que no era tan perfecto lo que ellos tenían, esperando mucho y no disfrutando nada. Sin embargo siempre han girado sobre ellos mismos, de algún modo se las han arreglado para mantener el contacto, actualizar la agenda, conocer el detalle de la vida, la comidilla incluso. Eso los mantiene conectados.

Helena rápidamente elimina estas conclusiones de su mente y se apresta a terminar la clase. No espera nada realmente de Martín. Entiende su realidad, acepta su posición y por qué no decirlo, goza hasta un punto de este poder conferido por el tiempo, de verle solamente y saber qué, cómo y por qué piensa.

Alguna vez quizo cerrar esta ventana, porque era dolorosa y no le llevaba a ninguna parte, pero este sentir es más fuerte que ella . Es más decidor que cualquier cosa. Se ven ocasionalmente y se aman cuando tienen oportunidad, con el cariño envestido por el tiempo compartido, la experiencia mutua y el calor de la pasión, que los subyuga porque es.

Martín, en el intertanto de la vida, contrajo matrimonio, agregando un pero extra a esta relación. Hubo respeto por el compromiso y el nuevo estátus, pero no hubo mesura en la pasión que los embargaba cada vez que estaban cerca. Al cabo de un tiempo, se visitaban como siempre, como si este hecho fuera un detalle menor, sin importancia.

Helena sabe que Martín no dejará de ser quién es por ella. Es tan claro y tajante este hecho que no se atreve ni siquiera a discrepar mentalmente. Su posición y su trabajo demandan su entera presencia y el solo sueño de dejar este sitio es impensado y absurdo. Está en su esencia ser pragmático y organizado. Está en la formación de Helena entender teoremas y explicarlos.

Han habido minutos en lo que ella ha sucumbido al sentimiento y ha dicho cosas que jamás debió pronunciar. Han habido minutos en los que él quisiera olvidar todo y congelar el tiempo en este tiempo, en este segundo perfecto en que son uno y no hay nada más.

Se verán siempre, de esta misma manera, sabrán como acompañarse en la distancia y sin duda serán aquel punto del ángulo que se determina por el eje de este amor extraño y encantado, que sigue a pesar de todo pronóstico y lógica, sólo porque es.

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La Doctora

 ….Y la alianza ganadora es….. la roja!!!!!!! Saltan todos en un solo impulso y se abrazan fascinados, extasiados, felices simplemente. Había sido una larga semana, pero todos la esperaban con ansias. Era la única semana del año donde el personal del Hospital Base se permitía un rato de distención, donde todo era tomado a la chacota y se deponían las hostilidades, el cansancio, los sinsabores y todo este melancólico sopor de estar rodeados matiné, vermout y noche por el dolor y el sufrimiento. La Doctora Paulina Andrea Fuchlocher Gantz se convertía en la reina indiscutida de la alianza.

La Doctora Fuchlocher estaba acostumbrada a ser reina, no porque se sintiera ufana o engreída, sencillamente siempre lo había sido. Hija única de sus padres, mejor alumna del Colegio de Monjas, mejor amiga, reina de la semana del colegio innumerables veces, abanderada por excelencia, alumna estrella, lumbrera, mejor estudiante de la promoción de la Universidad, Maestría en Anatomía con honores, Jefa de Residentes del Hospital Base. Todo en la vida de la Doctora brillaba con el éxito y la felicidad. Todo había sido magnánimo, exorbitante. Su vida se había ido por un tubo y la palabra felicidad era un cliché repetido a lo largo de su existir. Eligió medicina, por ser una carrera respetable, acorde con su nivel académico y social, con sus profundas convicciones y su educación católica, apostólica y romana, que le hacían desear frenar el sufrimiento humano y agradecer al Creador de esa manera por toda la dicha que rebalsaba su vida.

La Doctora Fuchlocher era bien conocida en el Hospital. Amable siempre, incluso en los peores turnos y bajo las peores condiciones. Grata con los pacientes, simpática, de sonrisa amplia, vestir sencillo, manos suaves y que no estaban siempre en los bolsillos. Mujer decidida y apacible, cariñosa y preocupada, el ángel de la bondad, Florence Nightingale representada en carne y hueso por esta pueblerina de vida acomodada, que no le importó cambiar su tierra simple por esta gran ciudad, donde el sufrimiento era dos veces más cruel, las llagas dos veces más grandes y las recompensas dos veces más hermosas.

El sueño recurrente de la Doctora sin embargo no era el horror de la sala de emergencia, sino los gritos de su padre cuando conoció al que era su marido, el conocido oftalmólogo, de presencia humilde pero cercana, el doctor Díaz. ¡¡¡Es un don nadie!!! – bufó el padre descontrolado- está contigo sólo por tu posición y por tu plata, que no te fijas que te ha mirado por tu auto y tu departamento. Es un muerto de hambre, explotador, sinvergüenza. A la primera de cambio te hace un hijo y viene a instalarse en esta casa. No te eduqué en las monjas para que te encatres con un pinganillas como este.

Váyanse – gritó el padre – ambos váyanse. No te crié para que termines casada con un pobretón. No entras más a mi casa. Te maldigo, por estúpida, por mujer y por crédula. No haber tenido un hijo, por la misma mierda, me hubiera ahorrado este dolor de mi corazón..

Se alejarán los amantes, ya casi titulados y se dirigirán a la humilde casa del futuro doctor Díaz, en el corazón de la Trapananda, sin teléfono, sin comodidades, pero con un profundo amor. Paulina Andrea conocerá la vida sencilla sin dobleces ni lujos, el gozo del calor de la estufa calentita en invierno y el agradecimiento sincero de la comunidad que desde hace veinte años señorita nos tiene abandonados el gobierno sin siquiera una aspirina en esta posta perdida que usted tiene tan bonita…

Se titulan y postulan a becas de especialización. Casados ya, apoyados secretamente por la madre de Paulina quien se niega a perder el nexo con el único sol de su existencia, la única razón de su vida fingida e injusta, cubriendo por años su cara con maquillaje y acallando las comidillas del pueblo que siempre hablaron de malos tratos e infidelidad en su espléndido matrimonio. Nada de aquello importa ya, cuando Paulina confiesa que está embarazada. No cabe en sí de gozo la madre y por medio de artes y triquiñuelas convencerá al padre renuente a apoyar a esa hija enamorada que ahora da a luz un varoncito, heredero sin duda de la estampa del abuelo.

La vida siempre será gélida en este punto y el ahora doctor Díaz se negará sistemáticamente a visitar a los suegros, aunque le debe una profunda gratitud a la madre de Paulina, pero rehúsa a doblarle la espalda al padre déspota, arrogante y cruel. Permite, sin embargo que sus hijos visiten a sus abuelos, no faltaba más, no había pasado cinco años en la universidad y dos de especialización, para convertirse en un bruto intransigente.

En alguna parte de la historia, Paulina pierde el hilo del amor infinito que profesaba a su marido y que ahora por momentos parece ahogarle. Sólo los niños le mantienen alerta y decidida, además de su querido Hospital. Hay días, sin embargo que su dolor es tan intenso, que se esfuerza doblemente por sanar el ajeno, echando mano sin medida al escuálido dispensario del recinto y colmando las manos de los pacientes, viejos, mujeres y niños, arrojados por la enfermedad a la consulta de la dulce Doctora. Es tanto su propio dolor, tan grande, tan artero y cruel. Ella no está preparada para este sufrir en carne propia el abandono, el desdén y el olvido del hombre maravilloso que se convirtió en el centro de su existir, más allá de toda prudencia y medida, al que se le entregó una noche lluviosa de invierno, en su departamento de soltera, contra todos sus principios, porque era sin lugar a dudas el amor de su vida. Ella nunca se preparó para fracasar, nadie nunca la advirtió siquiera sobre esta posibilidad. ¿Cómo? Si su destino era brillante y luminoso, amplio, recto, fácil, ideal. La vida misma le sonreía y ella sólo debía sonreír de vuelta.  Pero la realidad que vivía era tan palpable y bestial, tan terriblemente verdadera que nublaba sus recuerdos más hermosos y sólo le hacía volver una y otra vez a la escena esquizofrénica del padre gritando obscenidades, mientras los echaba de la casa como ladrones y canallas.

La sentencia del divorcio debe ser firmada por ambos, acota el doctor Diaz y Paulina contra todos sus reflejos, estampará su rúbrica temblorosa en este papel escrito que dice que lo que ella creyó que era para siempre ya no lo es más. Que todo lo que había creído en su vida, que había sido el pilar fundamental de su existir, ya no lo es más. Que aunque muchas veces intuyó la cruel verdad del matrimonio de sus padres, admiró la estoica resolución de su madre de permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Eso es lo que ella había prometido, eso es lo que ella esperaba, pero ahora con su firma en este papel, en blanco y negro, sellaba otro final.

El dolor de su alma le persigue y redobla sus esfuerzos por ayudar a los pacientes, quienes le visitan incansables y agradecidos, le traen más parientes y amigos desde el otro lado de la ciudad para que la amable Doctora haga su magia maravillosa y de paso les regale las medicinas que están tan caras por amor de Dios. Le siguen, le esperan, le acosan, la aturden con preguntas y la Doctora se da paciencia de responder siempre lo mismo, como una gastada poesía, que ni siquiera la convence a ella, pero deja contentos a sus pacientes. Nadie habla tan bonito como la Doctora.

Esa mañana se despide de sus hijos con un beso largo y cariñoso. Se dirige al Hospital, por las mismas calles que lo ha hecho por los últimos cinco años. Verá furtivamente el box de atención del amable doctor Díaz y a la vuelta del pasillo, entrará al suyo. Cierra la puerta con llave y se detiene un minuto nada más. Recoge de su cajón la llave del autoclave y con frialdad extrae el escalpelo. Se tiende relajada en la camilla, y lento pero certero abre un corte en su arteria femoral. Sabe bien lo que hace y sabe bien que el dolor físico no será nada comparado al alivio de su corazón. Lento va perdiendo la conciencia. «Una hemorragia en la femoral es casi narcotizante», recuerda a su maestro de Anatomía, dictando la clase. Recuerda a sus amigas, el calor del abrazo de su madre y su despertar en la cama soleada el día de su cumpleaños, con su primer traje de princesa. Mira a su alrededor y sus hijos le esperan para la fiesta, junto con sus amigas del alma. Sus padres se abrazan juntos. Ella es la reina de la celebración.

Atrapando el Aire

Existe este sentimiento pegajoso y molesto que brota de su corazón cuando ella menos lo espera. Ahora conoce como él piensa, a dónde va y  quien es. Ha logrado atrapar el aire que se escapaba de entre sus dedos en la cálida atmósfera del verano. Está todo tan claro ahora, casi demasiado.

No hay sorpresas ya, y ella resiente de ese grave error, que le parece imperdonable y básico. Dónde él ha estado es la tierra del dolor y la frustración, de los recuerdos contenidos y las explicaciones forzadas y pragmáticas que no son suficientes. Ella siente su espíritu y le llama en silencio. Tranquiliza su propio corazón escucharle hablar y sentir. Ella también viene de vuelta, pero se confiesa más entera, la experiencia la asume con otra mentalidad.  Son tan distintos, pero tan similares.

Él es energía, palabra, hechos, ideas. Ella es sentimientos, espacios, quietud. La pasión se ha repetido en el tiempo con regularidad. Se acostumbran a ella, como se acostumbran a la naturaleza de sus cuerpos. Dejarán de verse por un tiempo prolongado y aún así, al verse, acercarse y sólo olerse, estarán nuevamente conectados.

Eres mi hermano y mi amigo, dice ella en la despedida. Eres mi amante y mi mejor compañera, reconoce él silencioso y complicado. Así se verán más adelante. En una mezcla de roles sin sentido para nadie, sólo para ellos.

-Envenenarás mi mente y mi corazón- dice ella, haciendo dramático el adiós -cada vez que te recuerde, será la misma bocanada de aire tibio del verano que nos conocimos…

-Ven acá – dice él decidido – Esto es lo que queda de mí, aprovecha ahora -afirma pegándola a su sexo. Ríen divertidos. Comparten la noche como siempre. Se alejarán silenciosos al amanecer, al aire suave de la madrugada, donde todo es puro y fresco, sus olores confundidos, como la vida.

Los Cigarrillos

¿Mary, necesitas algo? Pancho inquiere rápido y urgente. Van al centro a la velocidad de la luz y Gregorio no espera a nadie. No hay tiempo para grandes listas ni encargos interminables. ¿ Te traigo cigarrillos? Es todo lo que se le ocurre a Pancho y todo lo que Mary atina a aceptar. La verdad es que algunos le quedan, pero nunca están de más. Además, Mary no es una gran fumadora, sin embargo, cualquier cosa que relaje la tensión de vivir con su marido, le ayuda.

Mira, que bueno que a Pancho se le ocurrió preguntar, si casi no me quedaban. Esto de estar sin cigarrillos me pone nerviosa, porque a veces, cuando Gregorio se pone «nerviosito», tú sabes, realmente no hay quien lo aguante.

Si ayer sin ir más lejos tuvo un round con una de las chicas. Le dijo hasta para su abuela. ¡Qué bruto que es! Es su hija. Me tengo que haber fumado unos seis cigarrillos al hilo, después tenía un dolor de cabeza, no te imaginas. Es que es tan terrible, si nada acepta, nada entiende, tiene que ser todo como él dice. Yo les he advertido a mis hijas que no sacan nada con alegarle, pero a veces son porfiaditas y ahí es donde quedan las grandes. No, si es terrible. Pero, ¿quieres una taza de té? Estos tienen para rato. Gregorio con Pancho se entretienen y seguro pasan al café. Hay varias partes que solo no iría ni llorando. Si es cobarde, ¿sabes?. Ahora me doy cuenta.

Prende uno de sus cigarrillos de «emergencia» y aspira la bocanada con avidez. Siente que se relaja, pero yo sé que los recuerdos son muchos, la realidad es tan brutal y tan inmensa. Mary no dice nada. Nada más agrega. Sólo queda en silencio, por un rato que para ella es eterno. La casa está en paz, el hombre de sus pesadillas y de su vida entera está por el momento lejos. Pancho tiene el poder de tranquilizarlo, ha dicho Mary muchas veces y por eso espera con ansias nuestra llegada.  A veces es complicado estar en esa casa, entender todo, aceptar la situación, verlo desde afuera solamente. Mary es una víctima, pero sobre todo es una sobreviviente. Hay tanto que yo sé, pero hay tanto que ella se guarda en su corazón. Imagino que los recuerdos son tan decidores y crueles, no puede traerlos sin perturbar la aparente calma que ahora goza, al menos por este rato.

Pronto regresan los paseantes. Entran muertos de la risa. Mary ríe también. Es como si de nuevo estuviera en la casa de los papás de Pancho, al amparo de la Pestañita, sintiéndose distendida y más segura. Incluso bromea con Gregorio. Parecemos casi normales. Pancho le entregará los cigarrillos y no me sorprenderá enterarme que Mary no maneja dinero, no tiene ni un peso en su cartera, para nada, ni siquiera para tomar un taxi. Gregorio ha sido minucioso y detallista. Ni un peso, y la firme convicción que no los necesita. No sabría que hacer con ellos.

Fuma otro cigarrillo, esta vez con más calma y placer. Nos tomamos el té tranquilas. La miro desde el fondo de mi alma y siento que es tan víctima de sí misma, como de la vida que ha llevado, del hombre que le ha tocado y del tiempo que ha vivido.

La Canción

Se acercan lentamente en un abrazo esperado por ambos. Ruedan despacio por la alfombra mientras la cadencia de la canción que más les representa suena de fondo, suavemente:

«I gave you all the love I got
I gave you more than I could give
I gave you love
I gave you all that I have inside
And you took my love
You took my love
Didn’t I tell you
What I believe
Did somebody say that
A love like that won’t last
Didn’t I give you
All that I’ve got to give baby

I keep crying
I keep trying for you
There’s nothing like you and I baby

This is no ordinary love
No ordinary Love
This is no ordinary love
No ordinary Love

When you came my way
You brightened every day
With your sweet smile

Didn’t I tell you
What I believe
Did somebody say that
A love like that won’t last
Didn’t I give you
All that I’ve got to give baby

This is no ordinary love
No ordinary Love
This is no ordinary love
No ordinary Love

Keep trying for you
Keep crying for you
Keep flying for you
Keep flying I’m falling»

No hay más que agregar. Todo lo demás lo inicia un beso, al arrullo de la música que se extingue.

Amanecen abrazados, se besan furtivos y delicados. Ella abandona la habitación.

El Boticario

Termina de esterilizar los frascos para la mermelada y de pronto queda suspendido en un recuerdo, uno que hace mucho no le buscaba. Está de pié, subido arriba de dos cajones de madera, con el logo de la Compañía Sudamericana de Vapores, con sus pantalones cortos, sus bototos grandes y sus manguitas arremangadas al borde de esta gran artesa atiborrada con frascos color ámbar. Le pagan dos chauchas por frasco limpio y seco. El boticario del pueblo le ha contratado porque le ha causado pena su expresión de abandono, los varillazos marcados en sus piernas flacas y su determinación de pobre queriendo ser alguien.

Con esa pinta, me tinca que es recogido, ha pensado el boticario y le causa gracia que el mocosito sea tan caballero y decidido. Le ha advertido que debe tener sumo cuidado con los frascos, que debe ser prolijo y minucioso, pero entiende muy pronto que los avisos están de más. Este niño tiene algo distinto, una luz especial. Pero el boticario no tiene mucho tiempo para análisis, con lo cara que está la vida y con las escasas condiciones de higiene y sanidad, le llueve la clientela, que prefiere a todas luces una pastillita de don Enrique que ir al médico del pueblo, que de seguro les cobra un disparate y los deja igualito como llegaron.

El muchachito es avispado y voluntarioso, rápido para los mandados, honesto con los vueltos, inteligente y silencioso, cuando debe. María Elena, su mujer, le encuentra gracia a este alemancito pobre que tiene tanta fuerza de espíritu en un cuerpo tan chiquito.

Lento avanza en la escala de la botica, primero de lava frascos, luego de mandadero y repartidor, hasta que un día, en que el boticario está tan atareado, le pide con urgencia que pese las dosis de las drogas que debe usar en veinticinco cremas iguales, para la misma enfermedad, que igual número de pacientes vendrán a buscar antes del mediodía. Con pericia, maneja las delicadas balanzas y afina el pulso para no perder ni un gramo. ¡Por la chupalla!, dice el boticario, ¡tengo que irme con cuidado contigo, me vas a quitar el puesto ligerito!! Ríen ambos en complicidad, como sucederá tantas veces a lo largo de los años venideros.

A la vuelta de la esquina las hermosas niñas Bomballet se pasean graciosas y risueñas. El joven boticario, ahora ascendido a dependiente, mira con especial interés a una de ellas, y aunque las hijas de don Enrique, que le quieren como a un hermano, le advierten que son fatuas y cabezas hueca, el muchacho no hace caso y decidido como ha sido toda su vida, determina que aquella se convertirá en su esposa.  

En el correr de los años así será, y por esa decisión deberá abandonar el pueblo y a su querida hermana, emprender el rumbo a mejores horizontes que con cuatro críos que alimentar más la mujer poco dada a los afanes de la casa y la suegra como compañía perenne y hacendosa, le darán, en un articulado bastante extraño, la vida perfecta que siempre soñó.

Atrás queda don Enrique, su botica de pueblo, las hermosas balanzas de bronce que él tanto quiere, por lo exactas, lo divinas, lo apacibles; los frascos molestosos y amigables y el cariño de una familia entera que lo acogió como a un hijo, le dio las alas para volar solito y que ahora le veían partir con pena pero con orgullo, porque el niño flaco y mocosiento era ahora todo un Boticario, perfectamente capaz de curar una pulmonía con pócimas secretas tan bien aprendidas que incluso dormido podría prepararlas. Con un aire tan sincero y cercano, que si no estaba don Enrique era el preferido por la clientela, que le esperaba por horas, porque de sus ojos verdes emanaba toda la fuerza del saber, todo el don del que cura, como un hechicero medieval, apuesto y sencillo.

La gran ciudad universitaria lo espera y largos turnos y satisfacciones como boticario altamente recomendado en la mejor droguería. Cría a sus hijos con pequeños lujos que se permite de tanto en tanto y suplica a todos ser graduados universitarios, no importando romperse el lomo trabajando, porque el trabajo engrandece, el esfuerzo premia, la constancia, el tesón, la visión, la honestidad y el amor.

Frente al lavaplatos, en la cocina de su departamento en el centro de la ciudad, con la inmejorable vista a la Marina, evalúa su vida desde el humilde mocosito lavador de frascos y considera que ha cumplido. Los hijos han crecido, son exitosos e independientes, poco les ve, pero eso no importa. Su amada esposa ya fallecida. Ese dolor artero aún le golpea de cuando en cuando, pero es tan sabia esta vida, que en el mismo camposanto donde iba a llorar su pena, ha encontrado ahora a esta nueva compañera, que es amiga y confidente, que labora codo a codo con él porque creen en lo mismo y por la chupalla, como no haberla conocido antes.

Mira en retrospectiva y esta vista le satisface, en general. Todo ha sido como había sido planeado, tal vez su pobre madre, aquella de la que no tiene recuerdos, le ha protegido todo este tiempo, para compensar en esta vida lo que no pudo hacer por causa de la muerte o tal vez sea que todo es como una botica, siempre hay un remedio para cada dolor, lo importante es saber la dosis justa y la fórmula perfecta.

El corazón se le hincha de dolor y de dicha, muchas veces, con este pensamiento y con muchos otros de su vida.  Una de sus nietas le dirá, besando su mano suave y cálida, que es porque el caballero más buen mozo de toda la ciudad ha amado y le han amado demasiado. Él reirá coqueto y agradecido. Todo está en orden, sólo falta partir.

Lobito

¿Quién va a ser la primera para destapar la pipa? Así era la pregunta y así empezabamos a fumar yerba sin prisa  y jugando, riéndonos cada vez más alto. Lobito se transportaba automáticamente, a la primera pitada, a un estado ideal y era ideal cómo se veía. Estaba hecho para esta vida. Sus ojos azules como el oceáno se llenaban de un brillo que nunca supimos si era producto de la alucinación o el reflejo de la luz de la luna, su cabello crespo y rubio, todo un desafío para la genética, le convertía en la perfecta imagen del vagabundo yanqui, buscando fortuna y un buen lugar para ver las estrellas. Su único temor era la llegada de la policía, que tomaría a su persona como el de mayor edad, y sin dudarlo siquiera le sentenciarían como traficante, alcahuete y hasta pedófilo. Por eso y sólo por esa razón, Lobito trataba de bajar las risas y bromeaba seriamente que iba a tener que responder en la comisaría por tener un grupito de adolescentes junto a él «dro gán do se».

Las cervezas para separar la lengua del paladar, pastosa por tanta yerba, llegaban prontas y la consigna era no dejar rastro alguno de ellas a nuestro alrededor. Disfrutando la música de Woodstock,  la escena era perfecta, su chaqueta de mezclilla desteñida y ajada, nuestras risas contenidas, el pelo al viento de la madrugada; el paraíso hippie a pocas cuadras de la plaza de armas, en una noche cualquiera, con el canto de las aves nocturnas y el sonido amigable del río, que corría quieto a nuestros pies, aunque a veces, en medio de la volada, lo veíamos tan cerca y amenazante, pero era sólo eso, parte de la subida, parte de la alucinación con la mejor yerba de la región, cultivada con esmero por Lobito, en su propio campo, a escasos metros de su casa.

Una vez la policía antinarcóticos fue advertida de una plantación de proporciones. Lobito tomó el incidente con calma, no era su propiedad, era la del vecino, nos contaba siempre en medio del viaje, y estaba lleno de la más hermosa y verde marihuana, pero fuera del perímetro de su cerco. – Pregúntale al vecino – dijo, haciéndose el simpático, pero al detective no le causó gracia y sin pensarlo dos veces le llevó a la oficina, para ficharlo y tomarle su declaración. 

Desde entonces Lobito decía que estaba funado. No pudo sacar su título de agrónomo que tantos años de jarana y fumaderas le había costado, amén de la carga de yerba que vendía como si nada entre sus condiscípulos, hijos de los más circunspectos personajes de la región, que les importaba un pito que los niñitos fumaran como chinos, con tal de tenerlos tranquilitos y que terminen el semestre, ¡no faltaba más!. Incluso Lobito era hijo de uno de los más grandes terratenientes de la zona, conocido por su afición a las peleas de gallos y las mujeres ajenas, que finalmente dejaría a la familia en la calle por los malos negocios, la codicia de los amigos, la mala suerte con los cresta roja y una que otra querida que le absorbió hasta la médula mientras pudo. Sin embargo, la madre de Lobito se mantuvo incólume. Digna y decidida, conservó parte de la herencia de sus padres, por medio de artimañas de leguleyos, presencia y buena voluntad y cuando nos conocimos era lo único que quedaba del latifundio monumental. Fértil tierra decía Lobito, la mejor a la redonda, pero ¡por la máquina! que complicación levantarse temprano para subirse arriba del tractor y empezar a preparar los campos para el maíz y las papas, fundamentales para encubrir su negocio de contrabandeo y la mejor razón para mantenerse limpio, fuera del alcance de un problema mayor a ser sólo consumidor.

Una vez, un verano le vimos bajarse entre una nube de polvo del viejo tractor, con el torso desnudo, bronceado como un actor de cine. Era ver al mismo Eros entremedio de esa polvareda, ¿a quién no le gustaba fumar una pitadita de sus labios rosados y suaves? Que tire la primera piedra la que opine lo contrario.

Samba pa’ ti escuchábamos, a todo lo que daba la radio de la vieja camioneta. Luego era el turno de Bob Marley y apostábamos a que esa noche sí que nos íbamos con él al mismo infierno, porque era dulce, transparente, hermoso y salvaje al mismo tiempo, todo junto con el alucinante y pegajoso sabor de la yerba entremezclada en nuestras bocas.

La última vez que supe de él estaba mucho más al norte, cultivando papas por montones, vendiendo a los grandes consorcios, todo un empresario, con hijos hermosos y hippies como él y una mujer menuda y saludable que acariciaba sus cabellos enredados y olorosos a polvo del camino. Qué vida, mi amigo, que increíble viaje.

Nuestro Bebé Maestro

Llegaste pequeñito y rosado, desde el hospital regional, causando la conmoción más grande en la vida del hogar. Nada estaba preparado, nada hacía pensar este cambio tan gigante en todas nuestras vidas.

Viniste al mundo producto de la porfía y el empeño de tu madre, la última de nosotras, y del profundo amor que nadie se atrevió a suspender, porque nadie creyó que fuera posible,  una mocosa apenas pudiendo sentir tanta decidora pasión. Se ocultó por varios meses, sin dar noticia ni seña, preocupando a los padres, alertando a los vecinos, poniendo los nervios de punta en la familia, que tal como habíamos soñado, era partida en dos por esta máquina demoledora que se llamaba destino.

Arribaste envuelto y calladito, pero al minuto siguiente llorabas con furia y nadie sabía muy bien donde se apretaba ese botón mágico para hacer el silencio necesario para verte, olerte y tomar tu pequeña mano y entender que sí, efectivamente, estabas vivo.

Aprendimos de a poco y sin darnos cuenta, porque la vida tiene esa particularidad, al amparo de los hechos consumados, cuando sencillamente eran infructuosas las prisas para cambiar el pañal o los cuidados para no resfriarte. La casa entera se acomodó despacito y sin dar señas aparentes a tu presencia infantil. Muchas cosas fueron transmutadas en la medida de la necesidad y todo giraba en torno a ti. Eras nuestro bebé maestro.

Aprendíamos lenta y torpemente las artes de ser tu guía, cuando eras tú en realidad el que guiaba, sorprendente y cariñoso, dulce, suave, ideal. Acostumbrado a cinco mamás, en vez de sólo una, como el resto de los mortales, te dabas maña para pasar de brazo en brazo, para estar despierto hasta las tantas o sencillamente para dormir regalón y divertido en el regazo de cualquiera que estuviera disponible.

La mamá de alambre y la mamá de toalla era nuestro experimento, sin embargo, nos peléabamos, en silencio, para ser siempre la de toalla, la que acuna, la que abraza, la que pasea sin descanso y la que simplemente se agotaba contigo en los brazos, sintiendo suave como el sueño te iba embargando y lentísimo cambiaba tu respiración. Al mirar con detención, el pequeño torbellino estaba totalmente aplacado y una expresión plácida acompañaba tu dormir. Era entonces que el hogar se llenaba de tu suave respirar y se hacía mullido y cálido para arrullarte.

Creciste de a poquito y en contra nuestra. Acostumbradas a tu olor de recién nacido que duró más allá de todo pronóstico, te fuiste haciendo grande y de grande aprendías, explorabas, sentías, olías, buscabas, tomabas, descubrías y finalmente hablabas. Sabiamente fuiste mostrando lo esencial de la vida a nuestros ojos asombrados y sinceros que buscaban sólo protegerte. En tu mirada estaban todas las nuestras, en tu sonrisa todo nuestro corazón. Eras nuestro bebé maestro.

Me viste llorar una vez, desconsolada y tu insistencia de pequeño abrió la puerta. Preguntaste intrigado y sólo pude contestarte la verdad, sin embargo la verdad que me lanzaste fue tan aplastante y decidora, aún recuerdo tus palabras suavecitas y tus manos pequeñas limpiando mis lágrimas saladas – Las personas que se quieren están juntas- me dijiste y enseguida me tomaste de la mano y me diste una luz que no esperaba, una esperanza que no quería, una decisión que no pensaba.

Hoy ha pasado mucho tiempo desde entonces, creces con preguntas y matices, con dolores y con alegrías. Vemos tus progresos y tus victorias, las celebramos juntos, en esta constitución extraña de la vida, un bebé con cinco mamás. Eres parte gravitante, sin embargo, de mi propia vida, rio contigo desde el fondo de mi corazón, lloro el destino que nos ha tocado, como esa tarde cuando me descubriste asolada por la pena. Eres mi pequeño sol, mi orgullo, mi mayor preocupación. Hemos descubierto el mundo juntos, hemos cabalgado en el viento con los volantines, roto el límite de velocidad con la bici, descubierto tesoros submarinos en el lago y de tarde en tarde perturbas mi concentración con los juegos de computador que tanto te entretienen. Será porque siempre ganas y has aprendido tan pronto que en esta vida no siempre se puede. Eres todavía mi bebé maestro. 

La Mamá de Pancho

Mary siempre quiso mucho a la mamá de Pancho, mi marido. Se conocieron cuando Mary era apenas una jovencita y venía despertando del sueño de haberse casado con su príncipe encantado y estaba cayendo en cuenta que era una gran pesadilla, pero la presencia de la mamá de Pancho le ayudaba a evadirse del dolor de esta conclusión.

Con la Pestañita – así la llamaban porque tenía unas pestañas gigantes- lo pasábamos muy bien, siempre tan alegre y risueña. Me llenaba la cartera con leseras, bromista y pícara, era muy simpática. Cocinaba cosas que ya no se hacen, todo muy rico, y preparado por ella. Se amanecía cocinando, a la empleada la tenía para los puros mandados y para hacer el aseo. Pancho era sus ojos, tan contenta que se ponía cuando llegaba a darle un beso en las tardes y Pancho tan desordenado y bueno para el leseo. En eso salió a don Pancho que era igual de trasnochador y farrero. Salía y se perdía por días, pero la Pestañita no reclamaba nada, nada decía, ni una sola acusación ni una copucha. En ese tiempo yo estaba tan aburrida con Gregorio, pero con la Pestañita nos consolábamos, me escuchaba reclamar no más, nunca dijo una palabra de su marido. ¿Te acuerdas que te conté que íbamos a la peluquería y lo pasamos del uno? Ibamos a tomar helados y café a los mejores restaurantes de la capital. Ella era muy divertida y malcriaba a mis hijas, les dejaba jugar con su neccesaire, que era gigante, la pobre andaba como con cinco kilos de cosméticos, de todo tenía muchos, «varios» decía ella. Las niñitas se pintaban como monas y le sacaban todas las cosas de la cartera. Se echaban sus perfumes, que también tenía como veinte y lo pasaban muy bien, se morían de la risa y la Pestañita les enseñaba a decir groserías, después de grandes les enseñó a fumar, ella fumaba como loca unos cigarrillos mentolados que eran tan perfumados, andaba pasada a cigarrillo por más perfume y mentolado que usara.

Pobre Pestañita, nunca se quejó de don Pancho, era bien jodido el viejito, muy amigo con Gregorio, por eso Pancho cayó tan bien. Tenía un pekinés me acuerdo, que lo cuidaba montones, gastaba fortunas en el perro, se llamaba Marabú. Mi suegra, doña Pepa también tenía uno, pero no era tan lindo como el de la Pestañita. Ella tan pícara una vez le dió chocolate laxante al perro de doña Pepa, no te imaginas la diarrea que tuvo y ella se reía calladita. Le voló la cabeza a doña Pepa jugando canasta, ves que la pobre vieja no tuvo un minuto para el juego, preocupada del perro y la embarrada que tenía debajo de la mesa…

Conversaciones

Es la primera que se sientan a conversar como dos personas normales, sin que la pasión los domine de buenas a primeras. Es increíble todo el tiempo que ha pasado y sin embargo, ella sigue sintiendo cosquillas en su estómago cada vez que está cerca de él. Esta no es la ocasión para hablar de romance ni aventura. Un trágico suceso los convoca y explica la importancia de su encuentro; un amigo común se ha suicidado y ellos han quedado, como todos los demás que  conocían al occiso, estupefactos, choqueados, con un profundo sentimiento de la sinrazón de la vida y lo trágica de esta decisión.

Se hace rotundamente inexplicable y circulan diversas versiones, que es típico  en sucesos como estos. Cómo pudieron ser tan ciegos y cómo pudo ser tan absurda la decisión es la pregunta recurrente. Intercambian opiniones, él se molesta por la liviandad que ella le asigna al tema, porque creen distinto. Él siempre se ha empeñado en luchar, en no abatirse y esta decisión que ha tomado su amigo, le parece tan increíble. Ella es más pragmática y opina que mientras no se junten todas las piezas, que será bastante improbable en un futuro; nadie sabrá exactamente el por qué. Así discuten dialogadamente y concluyen innumerables cosas, ese día y los venideros, que acercan sus almas, más que otra cosa.

Es así que ella descubre que en minutos de sin razón, como este día en particular, su presencia será el mejor catalizador. Él nunca lo ha mencionado, sin duda nunca lo dirá. Pero existe un punto de referencia, una causa y un efecto. Muchos llaman amistad a este nexo. Ellos no saben cómo llamarlo todavía, probablemente no lo nombren nunca.

En un futuro próximo él dirá que la esencia del amor está basada en la palabra Amistad, ella pensará entonces qué afortunados somos de llamarnos de esa forma. Sin embargo, no estará segura si es bastante o muy poco, así como hoy no está segura si la decisión trágica del amigo fue acertada en su esencia o un arranque irracional producto de una situación insostenible. Así concluye, que la fuerza del espíritu muchas veces no es suficiente, así como en este momento no le es suficiente ser amiga.

La Empleada

Mary está totalmente feliz. Ha llegado por fin su empleada, a ayudarle con el quehacer diario. Es increíble lo mucho que le cambia la cara cuando la mujer hace su entrada, como si nada, a las once de la mañana o rayando el mediodía.

Mary me ha dicho muchas veces que no le importa, con tal que llegue.  Gregorio sale muy temprano todas las mañanas, como ha sido su costumbre estos cuarenta años, regresa a media mañana a tomar una ducha y luego vuelve a salir. En todo este lapso, Mary está sola en su casa, prende el televisor, prepara una taza de té y un par de tostadas y espera paciente a que llegue la empleada. Por años ha sido su costumbre estar hasta mediodía en bata, le es más cómoda la vida de esa forma. Llama a sus familiares y prepara mentalmente lo que tiene que hacer para el resto del día.

Espera con ansias a la mujer, de ceño adusto y grave, de escasas palabras, que silenciosamente hará las tareas del hogar, en el mismo orden y con la misma parsimonia y quietud, dejando una estela de olores a desinfectante y cera para pisos a lo largo y ancho de la casa.

Mary siempre dice que la empleada es fanática de la aspiradora y la virutilla, y que si fuera por ella, se lo pasaría en ese trajín nada más, pero ella tiene que despertarla del encantamiento de la aspiradora e indicarle que también sería bueno que cocine alguna cosa y limpie los baños y que además haga funcionar la lavadora y se preocupe de colgar la ropa más tarde, porque Mary no puede. Una vieja lesión, producto de uno de los muchos rounds con Gregorio le ha dejado un perno de titanio en su brazo, que le dificulta muchos movimientos.

Cuando llega la empleada, le tengo que rogar que haga esto y lo otro -dice Mary contrariada- pero no sabes lo feliz que soy que llegue. Al principio llegaba a las diez y veinte, todos los días, pero ahora ya no le importa, y llega a las once o incluso al mediodía, se queja que la hija está embarazada y que tuvo que acompañarla al hospital o que tuvo un terrible dolor de cabeza – ves que le está llegando la menopausia-  y que no se pudo levantar , puras chivas yo creo, pero la verdad es que no me importa. Le pido una taza de té para cambiar el tema y si se pone complicada ahí me molesto un poco, pero tampoco la puedo retar, si la mujer es buena, es honrada y cocina en un ratito cualquier cosa, me deja la loza limpia, prepara la mesa para que tomemos el té y deja algo para comer en la noche, ya sabes cómo es Gregorio. Mis hijas dicen que debería ser más enérgica con ella, pero ¿qué le voy a decir? si en una de esas se molesta y no vuelve más y ¿ahí qué hago? . Ahora está tan complicado encontrar a alguien y ella es de confianza. Si ahora las mujeres prefieren trabajar en las plantas de proceso, congeladas, y por turnos -ves que se lo pasan fumando y chinchoseando con los hombres- que trabajar en las casas, puertas afuera. Cuando mi hijas eran chicas nunca tuve este problema, siempre tuve empleada puertas adentro, si se iban sólo porque Gregorio se ponía «nerviosito» muy seguido y les decía hasta para su abuela cuando estaba con trago.

Es que me muero sin empleada, esta casa tan grande y yo ya no puedo sola, no tengo la misma energía de antes, limpiando, raspando, no;  ya no puedo  y además hay que tenerle el almuerzo listo al caballero justo a la una, sino, no sabes la que se arma… Al fin y al cabo, la mujer algo coopera, y es honrada y tengo alguien con quien conversar en la mañana…

La Despensa

Mary nuevamente ha ido a la rápida al supermercado. Este constante sube y baja en que se ha convertido su vida es agotador , incluso para mí que soy espectadora.

Ella confecciona la lista apurada y en el camino, ya que nunca sabe en qué momento Gregorio le pasará a buscar para llevarla, a las carreras por la ciudad, como si la vida de alguien dependiera de eso. Llegan al supermercado y Gregorio se pierde en los pasillos, empujando el carrito con una velocidad de locura. Rápidamente selecciona diferentes productos que Mary, a escondidas debe devolver, los que pueda,  porque tienen docenas de los mismos guardados en la despensa.

Todo aquello que ella realmente necesita, es pasado por alto sistemáticamente, una y otra vez en las vueltas raudas de pasillo . Mary quisiera mirar, comparar, rebuscar, pero Gregorio es mucho más veloz y es el que maneja el dinero, así que debe apresurarse, coger lo que alcance de su lista sin demora e instalarse junto a él en la caja, antes que salga disparado con mercadería y todo y la deje abandonada en el local.

Llegamos con Pancho, mi marido, esa tarde, como de costumbre a comer, y sorprendo a Mary acomodando las bolsas de la compra en la cocina. Le ayudo en su tarea y me cuenta…

Este Gregorio tan acelerado, mira si otra vez trae estos porotos de tarro españoles, que son durísimos pero le encantan, tengo más de siete latas en la despensa, no me escucha, trae y trae, no le importa nada. Es tan exagerado, mira más litros de bebida y carne, si tengo el refrigerador lleno de carne. No pensará dársela al perro, está tan huevón este viejo últimamente. Más cecinas, si ayer no más tiré no sé cuántas que se vencieron, menos mal que hay plata para comprar, ¿tú no quieres llevarte algo para tu casa? Mira, yo te hago una bolsa más rato y te llevas parte de estas huevaditas, que nadie se las come y no sé por qué tan cargante de seguir comprando. ¡Si es porfiado!.

Ahora van a querer comer algo y la empleada no me dejó nada preparado, como yo salí apurada, la mujer aprovechó y se escapó no más, si ni la loza dejó lavada. ¿Hagamos unos huevos con salchichas? Tengo salchichas para darle a un ejército, mira si está lleno el freezer con salchichas.

Cocina rapidamente las salchichas mientras yo preparo los huevos. Estamos casi listas cuando Gregorio entra a la cocina, todavía con las migas de las magdalenas que tanto les encantan y que seguramente tiene por montones y declara que no quiere huevos, tiene ganas de comer un bistec y que mejor salgamos a cenar afuera.

Esa ha sido idea de Pancho, dice Mary contrariada, pero no se deja abatir. Sabe bien que su opinión poco importa. Cambia su sweater  y busca una chaqueta más elegante y , graciosa como es ella, bromea que hace dos años que no salen a comer juntos. Pancho me mira, me cierra un ojo y dice – Aprovecha Mary ahora, que con esta salida, por los próximos dos años estás sobregirada. Reímos todos y ella en especial, genuinamente divertida.

Salimos del brazo y vemos cómo Gregorio le da los huevos y las salchichas al perro. Mary me dice bajito – ves, si te digo este hombre más viejo, más huevón.

Era en Abril

Se conectan en un beso largo y jugoso. Se aman como el que escapa, como el que teme, como el que vive. Un tiempo que parece la vida entera precede este amor que para Christine es tan real como este momento. Thomas es un poco más prudente, o tal vez un poco menos crédulo. Es graciosa la sensación de ser abrazado, de sentir el amor, baby, en todos lados. De disfrutar los largos minutos de fabulosos masajes y de poder contarlo a sus amigos, como el mejor de sus hallazgos. Se precia de encontrar tesoros en el mundo, cree firmemente que Christine es uno de ellos.

Ha vuelto no hace mucho de uno de sus viajes, que ha sido más que todo una pérdida de tiempo, viejos fantasmas del pasado le atormentan y hasta este confín del universo no llegan, piensa Thomas. Christine le cuida, le escucha, le besa y le adora, como nadie antes en su vida, o como nadie que él recuerde de buenas a primeras, lo que es mucho decir.

Para ella es claro todo lo que sucede. Es más sabia, más segura, más terrenal. Está claro este destino, está clara esta voz que se alza hermosa desde su corazón y que honestamente habla por sus labios, cada vez que le dice a Thomas que le ama.

Todo va, hasta ahí, más o menos ideal,  pero ella ha advertido un problema que no esperaba, un hecho que no planeó y que sin embargo, se posa en su mente, aterrándola. Está embarazada. Ha caído en su propio juego, aplazando más allá de lo prudente las precauciones para estos casos, sin darse cuenta del mismo tiempo y ahora la sensación de haber sido tan estúpida y haber actuado como una adolescente invade su ser. ¿Cómo ha sido posible?, bueno, sabe bien cómo ha sido posible, pero no acepta el haberse equivocado, el haber confiado ciegamente en su cuerpo y negarse a la existencia de la irrefutable fuerza de los elementos.

¿Cómo le digo? ¿ Cómo lo arreglo? No puede tener este hijo, existen demasiados contras que se acercan amenazantes al pequeño ser, que se empeñó en alojarse escondido en su cuerpo. Tiene que ir al médico, esto no puede estar pasando. Hay un error y debe arreglarlo.

En la consulta, el médico se muestra amable y le alcanza un pañuelo desechable cuando la ve llorar como una adolescente, aturdida y choqueada por la borrosa fotografía del ecógrafo. Sí, concluye, estás embarazada. Ahora todo en tu vida va a cambiar.

Camina por varias horas en la ciudad, bajo la lluvia, pensando cómo conciliar las emociones, cómo dejar a todos contentos, cómo enfrentar este dilema. No, no puede, lo ve ajeno, perdido, innecesario, irracional. Sabe que Thomas jamás estará de acuerdo, y que su reacción sólo le confirmará lo que ya sabe que tiene que hacer. Las palabras del médico retumban en sus oídos, tratando de calmarla, diciéndole que pueden ir ambos la siguiente vez a ver las fotografías del embrión, y que mágicamente él aceptará, que es todo parte de la vida y que él no saca nada con quejarse ahora, que si tiene algo que decir, porqué no usó un preservativo, desde el inicio.

Christine llama a Thomas y se juntan en un pequeño bar. No es necesario el discurso que ella ya tiene preparado, Thomas con sólo mirarla sabe lo que está sucediendo. Evita las preguntas de rigor y se esfuerza en explicar su punto de vista y enfatizar que sobre este tema ya habían conversado y no me vengas ahora con el cuentito de los hijos, porque la pasamos muy bien los dos solos y con un bebé de por medio, ¿dónde quedo yo?.

Christine está perdida, no puede sobrellevar el estupor y la imagen de la pequeña mórula en su cuerpo la persigue todos los días. Se siente grotesca, aterrorizada, diferente, pesada, menos atenta, más hambrienta. No quiere nada de esto, no está preparada. Piensa incluso qué dirán sus padres al enterarse. Es todo tan extraño. Pero más extraño es lo que sucede la noche que duermen juntos y Thomas en mitad de la velada, despierta y le remece diciéndole que la intención de ella es atraparlo, que es lo típico que pasa en estos casos y que muchos de sus amigos habían presagiado este final, donde iba a tener que agachar su cabeza y rendirse a esta verdad. ¿No sabía ella acaso que él venía de vuelta de una situación similar, con bastantes bajas como resultado y que él había sido claro y enfático al señalar que por nada del mundo iba a repetirlo? ¿Era que no hablaban el mismo idioma?, ¿era que no había sido suficientemente explícito?

Christine no puede parar de llorar, y no puede creer que este ser miserable y egoísta es el hombre que ella tanto ama. No puede creer que el pánico nuble su conciencia y se permita tratarla como una traidora. ¿No era ella la única que le amaba con sus ángulos agudos y sus verdades asfixiantes? No , no puede traer al mundo a un hijo de este hombre débil, quebrado, enfermo y sin embargo tan cálido al mismo tiempo. Es una locura.

Contacta sin decir nada a nadie a Maribel, la jefa de obstetricia del hospital general de la ciudad. Se conocen desde antes y Christine sabe por fuentes no confiables que Maribel es una reconocida abortista, de impecable reputación y con un marcador imbatible de ninguna muerte ni menos infecciones por malos manejos. Se juntan en la mínima consulta y sin muchos preámbulos entran en materia.

Maribel le explica lo hermoso de la maternidad y cómo ella después de los cuarenta goza con su hija y de lo capaz que fue de disfrutar de toda la experiencia. Que siempre es necesario optar por la vida, que lo dice el Papa y está en la Constitución, pero que ,sin embargo y dada la condición de ella y su certeza y seguridad, por una cantidad bastante razonable y en un tiempo reducido, podrá deshacerse de este inconveniente. Maribel opina también que si fuera legal y voluntaria esta práctica, se evitarían tantos escarnios y sinvergüenzuras con niños y apenas adolescentes, pero desgraciadamente las cosas no son así, asi que no comentes nada y nos juntamos el viernes en la tarde para efectuar el procedimiento.

No hay más que agregar y Christine llama a Thomas para comunicarle la decisión. Sin dar mayores detalles, se juntan en un pequeño café y él le entrega un sobrecito con los valores para pagar. De pronto y de la nada, en mitad del café, un niño, hermoso, suave, sano, lleno de vida, se queda mirándola sin moverse. Le sonríe. Ella cae en cuenta de su cara y de sus ojos, es como si Thomas estuviera allí convertido en este pequeño. El niño sigue ahi, hasta que de pronto gente de otras mesas se levanta. El pequeño desaparece por encanto.

Ese día, Maribel aplicará sin vacilación un antibiótico en una dosis suficiente para curar un elefante,  que le dejará a Christine un escozor en la pierna por algunos días. Procede con seguridad y talento. Ya ha hecho esto tantas veces, ha perdido la cuenta cuántas. Le explica a Christine que no puede anestesiarla porque corren el riesgo de que no vuelva, y sería más caro y complicado con un profesional para dormirla. Así que de tripas corazón mujer, y considera que parir una criatura es un sufrir de días enteros, esto va a ser sólo unos minutos. El procedimiento es terrible, brutal pero certero. Lentamente Christine siente cómo, Maribel, ayudada de este instrumento, va haciendo desaparecer la casita que su pequeño había formado despacito. Cómo se va perdiendo el nexo con este ser que se había empeñado en quedarse para acompañarla, para hacerla feliz y sólo Dios sabe qué más, porque ahora ya no queda nada.

Qué terrible había sido soñarlo, que terrible había sido verlo por unos segundos sonriéndole y luego aceptar que no puede verle nunca más. Mentalmente había perdido perdón al bebé antes de venir y se esmeró en explicar todos los detalles, suplicándole que entendiera que, muchas veces, en el mundo de los grandes, las cosas son asi.

El dolor de su cuerpo pasará en menos de veinticuatro horas. El dolor de su corazón le acompañará largas semanas. Llorará en el hombro de Thomas muchas veces, hablarán, discutirán y siempre llegarán a la misma conclusión. Verá repetida la imagen del niño del café en muchas ocasiones, hasta que el dolor mismo ceda por simple desolación. Él le dice que la ama, porque ha sido valiente y que nunca logrará curar del todo su dolor, pero se esforzará, porque es lo mejor que le ha pasado en esta vida, o al menos que él recuerde de buenas a primeras, lo que es mucho decir. Christine le cuidará, le escuchará, le besará y le adorará, como el primer día, pero siempre en este abril tibio, tendrán este recuerdo compartido. Se abrazarán muy juntos y compartirán las memorias y las preguntas, revivirá ella el dolor  y lento se irá pasando al abrigo de su mutuo amor. 

Peluquería

Nos encontramos con Mary, como de costumbre, en la mesa del comedor de diario. Su casa, monumental, hermosa, en el mejor barrio de la ciudad. Una casa gigante que ha sido su prisión, su orgullo, su preocupación y la mejor forma, según me ha confesado, de evadirse, por todos estos años de los sinsabores que ha  vivido con Gregorio. Usa palabras inexactas para explicar su vida. Al principio no entendía ese empeño, pero con el tiempo me di cuenta que no era empeño ni deliberación. Era como ella sentía y creía. Mary es como esta casa, hermosa, cálida, distinguida, vasta, amplia y acogedora. También, como esta casa, ha sufrido mutilaciones y el paso del tiempo le ha restado valor a su belleza. Como esta casa, Mary ha sabido salir adelante al paso de los sucesos y encontrarse hoy frente a mí con una sonrisa sincera, un abrazo apretado y la mejor conversación. La que nos salva a ambas, porque, guardando las proporciones, mi vida es muy parecida a la de Mary.

Cuando era más joven, si ya te he contado tantas veces, Gregorio era tan celoso y complicado que no podía ir ni a la peluquería sola. Después de todo el lío de mi estadía en la casa de mis hermanas, había decidido él quitarme el auto y me desplazaba por la ciudad en puro taxi. Con las niñitas, a las compras, al colegio, médicos, si hasta a la peluquería iba en taxi, rapidito y con los minutos contados y a ciertas horas no más, porque más tarde o más temprano era una complicación.

Pero cuando llegaba Pancho, todo se arreglaba. A mí al principio Pancho me caía pésimo, cabro chico metido entre los grandes, si se llevan como siete años con Gregorio. Ahora no se nota porque son viejos, pero entonces cuando se hicieron amigos, te imaginas, Pancho con diecisiete y Gregorio con veinticuatro, casado, y ya estaban mis dos hijas mayores. Pero qué les importaba, si salían y se perdían en las fiestas en la capital, y yo como tonta esperándolos en la casa de los papás de Pancho. ¿Qué le iba a alegar su mamá?, tan amorosa ella, si era su único hijo, les costó tanto tenerlo. Era su adoración. Pero el cabro de porquería, más malenseñado y metido entre los grandes, qué rabia. Llegaban de amanecida, haciéndose los chistosos, yo le revisaba los zapatos a Gregorio porque en ese tiempo se desarmaban bailando twist y llegaban sin suelas. ¡Cómo rabiaba!, qué tonta, no dejarlos no más, si al final a nadie hacían caso. Gregorio gastaba como país en guerra y se tomaban hasta el agua de los floreros.

Pero sólo con Pancho podía pasear en la capital, porque claro, metido a grande como era, le sacaba el auto a su papá y salíamos a dar una vuelta mientras Gregorio hacía sus negocios. Incluso me dejaba en la peluquería. Era tan buenmozo y dije. Como trabajaba en el laboratorio que importaba las tinturas, te estoy hablando tiempo después, si estos han sido amigos años; conocía a todas las peluqueras, si en ese tiempo no habían colas, que si hubieran habido igual lo hubieran perseguido. Tan buenmozo y simpático, pero metido entre los grandes. Qué mal me caía al principio.

Salíamos temprano con su mamá, otras veces,  y ella me ayudaba a cuidar a las niñitas, más bien las malcriaba, mientras yo aprovechaba de vitrinear y hacer algunas cosas. Terminábamos en la mejores peluquerías de la capital, haciéndonos los tratamientos más caros del salón, total, me decía la mamá de Pancho, si tienen para gastar en trago, que paguen la peluquería por lo menos.

Ahora voy rapidito, como entonces, pero me llevan mis hijas, de carrera, si alcanzo a teñirme apenas y a las perdidas, la peluquera me hace el peinado, que si no, salgo como bruja. En fin, todo para que no se pierda la continuidad…

Yo también te quiero

Se miran nuevamente, como el primer día y se hablan despreocupados y secretos. Nadie más alcanza en este espacio reservado para ellos. Se miran. Él expone teorías graciosas y profundas acerca de la vida, ella responde con sarcasmo, a veces, con atención las más, con risas que ambos comparten.

Ella discute que él no escucha, que no maneja más tiempo que su tiempo. Él se disculpa e inicia un largo discurso, que es cortado antes de empezar por un comentario que se hará oportuno y constante a lo largo de sus vidas. Ella dice – no quiero explicaciones, no soy tu madre.

Ríen ambos y él insiste en la explicación. Ella corta sus palabras con un beso y se abrazan en la oscuridad del living. Ella quisiera un mundo entero de rutas abiertas, grandes posibilidades de soñar juntos o de al menos preservar este momento por un rato más largo. Él lascivo y visceral, acaricia sus caderas, aprieta su espalda y ella retrocede incomprendida.

¿Qué pasa? Pregunta él, con expresión de abandono. Tengo sueño dice ella, debo volver. Quédate aquí, lo has hecho antes, sugiere risueño. Ella se levanta, hace un comentario, una mueca de ofensa, que parece una charada y se marcha.

Antes de cerrar la puerta, en la última chance antes de la despedida, él insiste en su oferta; ella volverá a insistir en la urgencia de dormir. Él acepta que esta vez ha perdido, sin embargo, no puede evitar el comentario: Yo también te quiero…

Sophie, de Bakú a Nairobi

Han viajado por días infinitos, con noches estrelladas, avanzando lentamente, recorriendo los bosques y campos, con sus sonidos de fiesta y sus colores. Sophie no se acostumbra a este constante movimiento y muchas veces se retrasa a la hora de subir al carromato. Todos ríen cuando ella tropieza con las faldas abultadas, tratando de alcanzar la caravana. Nayma, la niña que se empeña en llamarla  muñeca, se ha convertido en su sombra y es la que le llama con voz al cuello cada vez que se queda atrás.

Aunque amables y alegres, los gitanos también escapan de los horrores de la guerra. Tratan de alcanzar el mar. Necesitan un puerto libre que les permita seguir viaje más al sur, y poder zafarse de esta pesadilla en la que se ha convertido Europa entera.  Pronto Sophie se entera, que de no haber sido por un error de coordinación y producto de la escasa información que manejaban las tropas partisanas, ella estaría todavía en ese tren, rumbo al horror. También se entera que sus padres fueron asesinados sólo por haber comerciado exitosamente con los rusos blancos, enemigos de la revolución.

Sólo podía ser una locura todo lo que ocurría. Sólo podían ser las estrellas que se habían movido de su posición, como proclamaba el rey zíngaro, para explicar todos estos cambios que no eran para nada explicables.

Finalmente y después de muchas penurias, mucho miedo y muchos kilómetros, alcanzan el puerto de Bakú. El lugar luce desordenado y confuso. Es Sophie la que ayuda a organizar la barca donde ellos viajarán, haciéndose pasar por turcos. Necesitan cruzar este mar infestado de enemigos, oportunistas, soldados, contrabandistas, viudas, prisioneros y refugiados, todos en una sola amalgama de lenguajes que se confunden con el ruido del puerto.

El viaje es complicado y varias veces están a punto de ser descubiertos, pero el manejo impecable de Sophie salva sus cuellos, además de las monedas de oro que el rey zíngaro carga consigo, para callar cualquier rumor. Bajan decididos, retoman sus identidades y siguen viaje.

Sophie quiere parar, quiere bajarse de este carrusel que es la caravana, y por primera vez desde sus infantiles recuerdos, poder respirar la libertad. Planea ubicarse como costurera en algún pueblito fronterizo, ganar algo de dinero y tal vez volver a casa. Aún no sabe muy bien cómo, pero sabe perfectamente que si sigue la caravana, estará cada vez más lejos de la que fue. No ha sobrevivido al gulag ni a este viaje del infierno para terminar perdida en mitad de quién sabe dónde, con quince años, sin familia, sin raíces y sin hogar.

En Estambul decide finalmente parar, abandonar los carromatos, dejar a esta gente amable y graciosa que ha sido su nuevo contacto con la humanidad, fuera de los lazos terribles del gulag. Se ven lágrimas en los ojos de ellos, pero el rey zíngaro entiende sus razones, acepta que su destino es totalmente distinto al de la tribu y que ha cumplido con lo que le mandaron los naipes la noche antes que el tren de Sophie fuera bombardeado por error y ella emergiera aterraba pero entera para darles el número justo de viajantes que las cartas habían profesado.

Se despiden sin ceremonias, y nunca más se verán. El destino de la caravana es tan incierto en este mundo fantasmal y lleno de nuevos códigos, que Sophie , llena de tristeza, duda que podrán salvarse. Ella, en cambio se ajusta rápidamente a la vida en esta ciudad y por primera vez en mucho tiempo cae en cuenta de su apariencia y lo versátil que puede ser, dada la ocasión.

Aprende inglés, porque son los ingleses los que regentan esta tierra, encubiertos en protectorados y empresas de diversa índole . Aprende también las razones de esta guerra y lentamente va logrando ajustarse a los sabores y la diversidad de esta ciudad ancestral y perdida, que es sólo un paso, entre el horror y la salvación.

Se emplea como profesora de alemán de una pequeña niña inglesa y por algún tiempo vive con esta familia, distante y decorosa, que le asigna fríamente una habitación, un salario mensual y un lugar en la mesa de los empleados. Lentamente va conociendo el desarrollo de la guerra y lentamente va dándose cuenta que este mundo esquizofrénico no volverá jamás a ser el mismo. Por las visitas que se reciben en la casa, ella cae en cuenta que la estancia familiar puede ser recuperada, siempre y cuando no haya sido dilapidada por parientes ni empleados. Un amable caballero le ayudará en estos menesteres y le invitará a dejar Estambul y dirigirse a un lugar digno de su capacidad y tesón, un lugar donde todo el orden del imperio británico está intacto y donde todo este desorden ni siquiera roza a los caballeros que se entretienen cazando y cultivando café. Aquel es un espacio digno para ella. Allí puede encontrar fortuna y la libertad que tanto añora.

Sophie no se ha enterado todavía que esta tierra nueva, con las más hermosas puestas de sol, se convertirá en su hogar por los próximos 25 años.

Al llegar a Nairobi, de la mano de los niños Lower, sentirá por primera vez en su vida el calor tórrido y el sol en todo su esplendor. Por años gozará de esta tibieza perdida tanto tiempo y disfrutará de la amable compañía de esta gentil familia que le ayudará a curar sus heridas, olvidar las pesadillas y enfrentar el futuro con esperanza y decisión, aceptando su destino como causa y efecto de voluntades que no le pertenecen y que han moldeado su carácter para llevarla hasta este punto.

Ensimismada por estas cavilaciones, y ocupada con las clases de los niños, no repara en las constantes visitas de John McCallister, secretario del cónsul británico en Nairobi. Suave y cordial, escucha con atención cada palabra que intercambian y lentamente se le acerca, cada día un poco más, hasta terminar pidiendo su mano al señor Lower.

Los años con John serán los mejores de toda su vida, y lento entenderá que todo este largo círculo ha sido necesario para llegar a esta felicidad. Suavemente, como ha sido John desde el comienzo, le va devolviendo a la que perdió aquella vez en el tren y van logrando ver el mundo con otros ojos. Su único infortunio será no poder tener hijos, como siempre soñaron, pero John le dirá que no es realmente importante, porque se tienen el uno al otro.

El día que conocí a Sophie, John había fallecido hacía un tiempo y su cargo de embajador en Kenia le había reportado, además de incomparables recuerdos de viajes y diversión, un maravilloso departamento en el centro de Londres y valores por acciones del que había sido el negocio de la familia de Sophie, que John ayudó a recuperar.

Estar frente a ella es como estar frente a la realeza y la tibieza de sus ojos verdes y la dulzura de su voz no harían pensar jamás en todas las andanzas que tuvo que pasar para llegar a esta mesa sencilla, donde comenta sus experiencias sin dolor ya ; sin odio y con una profunda quietud, mientras acaricia lentamente a su querido gato Armandin.

Sophie, de Einsenstadt a Solovki

El recuerdo más antiguo de Sophie es la cama blanca, con las primorosas sábanas bordadas. La ventana ancha y el sol entrando a raudales y el piso de parquet que le daba un aire festivo a su habitación. El resto de la casa era fresca, soleada, cálida en invierno, con las grandes chimeneas siempre crepitando y  las cortinas de brocado, pesadas, gigantes, cubriendo a los grandes ventanales del viento y la nieve. Los olores de la casa, Sophie no los ha retenido en su memoria. Son como aquellos pájaros que, lento, se posaban en los jardines de su hogar y que se quedaban por largos intervalos entre las rosas y los tulipanes. Sólo recuerda su imagen, ni sus trinos ni su vuelo, sólo su imagen.

Sophie rememora también la tibieza del abrazo de su padre y el aroma de su abrigo de camello y marta. Era, de todo, lo que a ella más le gustaba, junto con sus pequeñas botas blancas de terciopelo y su adorable manguito de visón.

Los recuerdos siguientes son un poco menos placenteros, como diría Sophie alguna vez, cuando las memorias venían a su mente. Está en el tren, de regreso a su hogar; ya han cruzado la frontera y falta poco para disfrutar del chocolate caliente que su aya le prepara con ternura y con la leche más espesa y cremosa que puede encontrar. De pronto, la locomotora se detiene en mitad de la nada. Se escuchan gritos y voces. Su padre se muestra preocupado y nervioso, busca los documentos de identificación. Sophie escucha voces de hombres que repiten su apellido, urgando en todos los vagones. Tiene miedo. Entran al coche y a empellones sacan a su padre y su madre . Ella grita, desesperada. Sólo siente una bofetada salvaje que la hace rodar por el suelo. Pierde la conciencia, afortunamente dirá después, porque de no haber sido así le hubiera quedado el dolor perenne de ver a sus padres fusilados y sus cuerpos despedazados brutalmente, antes de ser arrojados en una fosa común. Todo en nombre de la revolución del proletariado.

Años más tarde Sophie logrará reconstituir la escena y tendrá al menos las razones porqué fueron masacrados, pero los recuerdos que siguen a su caída en el tren, están directamente ligados con el riel. Viajará por días infinitos, sin mucha conciencia del lugar o de la condición, arrumbada en una esquina del vagón de animales, junto con otras personas, de las que no recordará nombres ni rostros, sólo olores putrefactos entremezclados y frío, mucho frío.

Al bajarse del convoy, no sabe cuántos días o semanas después, el paisaje con el que se encuentra es fantasmal, los abetos cubiertos de nieve, el suelo escarchado y por primera vez, luz de día en sus ojos, pero no la quiere, la visión del horror es más fuerte que sus recuerdos. No está su madre ni su padre. No hay nadie conocido. Las palabras que escucha no son en su idioma. Nada entiende, nada se explica. Es separada y puesta en fila junto con otros niños, que serán conducidos a barracones distintos. Ninguno tiene a sus padres cerca y pronto formarán una pequeña cofradía que les ayudará a subsistir del frío, del hambre, la pena y la sinrazón de este infierno blanco y pétreo que es el gulag donde han llegado sin culpa ni motivo, en nombre de la revolución.

Sophie sólo recuerda, sin entrar en mayores detalles, que los trabajos, el esfuerzo sobrehumano, la crueldad y el hambre serán el día a día en este mundo nuevo al que ha llegado sin explicaciones ni cuidados. Sus nuevos amigos poco a poco se irán marchando, llegarán otros distintos, desaparecerán, algunos sin mediar advertencia, otros serán trasladados con ceremonia y protocolo, otros sencillamente amanecerán muertos en una gélida mañana de invierno o perecerán después de largos sufrimientos por la disentería, en verano.

Sophie es adoctrinada en las leyes del comunismo y en cómo delatar a sus más cercanos si conspiran contra el nuevo orden. A cambio de ello reciben mejores raciones de comida o ropa nueva. Acepta este destino, pero una luz de su interior , que a veces escapa por sus ojos verdes, le mostrará que esta no es la verdad y que debe sobrevivir, pero no rendirse.

Cuando Sophie cumple catorce años, es trasladada junto con otras jovencitas a un nuevo campo. Una nueva odisea se planta en su vida. Nuevamente es subida al tren de carga y sin llevar equipaje, emprenden el viaje sin aviso, sin mapa y sin destino. Viajan silenciosas, preocupadas, ansiosas algunas, inertes otras. El horror ha sido demasiado, el trabajo ha vaciado sus almas y una piedra se ha instalado en sus corazones. Sólo Sophie luce un poco más entera, delgada, sí, pequeña, sí porque la mala nutrición, las privaciones y los largos inviernos no fueron los mejores compañeros para su desarrollo y en el futuro caerá en cuenta que jamás será madre. Todo su ser fue congelado en ese campo espantoso, todo, excepto su voluntad, la misma con la que porfiaba por aprender cualquier oficio, por leer lo que llegara a sus manos y que en poco tiempo le llevó a entender y expresarse en ruso como cualquiera de los otros. Atrás había quedado su idioma y sus recuerdos, pero sólo atrás.

Eran trasladadas, se enteró, como muchos otros jóvenes de muchos gulag a lo largo de Siberia, hacia pueblos más al interior de la región. Una guerra se había desatado que amenazaba los cimientos mismos del comunismo, que tanta sangre le había costado a la nación. Era preciso proteger las bases, con la vida si era necesario. Sophie pensó que era la vida únicamente lo que tomaba el comunismo, así que daba lo mismo la razón, si morían como moscas en nombre de la revolución.  Los nazis, decían las fuentes, amenazaban con implantar un nuevo regímen, más cruel y despiadado. Eliminar a la madre Rusia de la faz de la tierra e instalar a sus gordos y rubicundos generales, que esterilizaban mujeres y hombres no rubios, para proclamar la raza superior. Así van escuchando y así se van llenando de horror. Así también Sophie va pensando, qué lejos ha estado de los hechos y del mundo, cuando escucha una explosión, luego otra y una tercera que retumba en el tren. En cámara lenta caerá el vagón y sin darse cuenta, casi en un sueño, verá la luz del día, los campos llenos de trigo, los rieles eternos y a lo lejos unos carromatos.  Sin pensarlo dos veces, sin mirar atrás, sin vacilar, sin miedo y sin dolor, sale disparada y se dirige hacia esas personas, que  acampan mansamente a corta distancia de las vías.

Llega frente a ellos y una jovencita grita sorprendida ¡es una muñeca!, ¡miren la muñeca que ha salido de ese tren!. Sophie entiende vagamente, ha escuchado ese chapuceo ininteligible alguna vez. Se acerca y pide, suplica en ruso, alemán y por señas, que la ayuden. El gigante tatuado que trata de calmar los caballos después de la explosión, la agarra por el pelo y la instala en el carromato, junto con la niña que la ha llamado muñeca. Pronto inician viaje, pronto Sophie se enterará que son gitanos y que ha sido salvada. Todo se mueve ahora. Todas las piezas se acomodan nuevamente en este traqueteo suave de la caravana.

Las diez y veinte

Mary ha respirado agotada después de confesarme la historia de su escape, pasando por la casa de la costurera. Fueron años difíciles, recuerda ella, los que pasó en la casa de la hermana. Su cuñado, que las recibió alegre y distendido, al cabo de un tiempo se mostraba receloso y muchas veces complicado con la presencia de ellas en la casa. Eran cinco bocas extra que alimentar, además de los constantes ataques de Gregorio, quien no se cansaba de ir especialmente a la ciudad – no le fue difícil descubrir adónde habían partido- a gritar afuera de la casa como un poseído, a las horas más inesperadas y ejercer una autoridad por nadie conferida en transeúntes y vecinos. Incluso había algunos que culpaban directamente y sin reparos a Mary por intentar volver loco a este pobre hombre.

Lo peor de todo; recuerda Mary, era el teléfono. El constante repiqueteo, con la insistencia de un demente, sólo para proferir insultos y amenazas, en todos los tonos y a todas horas.

El cuñado de Mary, capitán de ejército a esa altura, dudaba entre mezclar su injerencia en el mando y ponerle las peras a cuatro a este hijo de la gran siete o soportar estoico los embates, confiando en que en algún minuto de su vida cesarían las letanías atosigantes y la cordura, por la que todos rogaban, se instalaría en su mente y podrían finalmente establecer los términos de una separación civilizada.

Gregorio intentó por todos los medios intimidarla. Amenazó, extorsionó, utilizó y suplicó echando mano de todas las artes conocidas, de los más influyentes personajes y finalmente de la fuerza bruta que le hacía entrar como una tromba, alentado por el alcohol, pasando a llevar cuánta puerta, mueble, decoración y demás que estuviera en su camino, para tratar de agarrar a SU mujer por el pelo y arrastrarla como un cavernícola de vuelta a la morada familiar.

Fueron cuatro años muy duros, me diría Mary más tarde. Todas sus posesiones estaban en casa y a ella mayormente no le importaban. Sólo quería descansar unas horas sin verle, sin su mórbida presencia en todos lados y su voz gritándole, rasposa por el trago, que hiciera su papel de esposa.

Lentamente y sin darse cuenta Mary se fue quedando sin parientes. Sólo su madre intentó ayudarle, pero la insistencia de Gregorio de destruir, proferir e intimidar era más grande que toda voluntad de ayuda. Donde ella fuera, este ser descontrolado la seguía con el firme propósito de hacerle la vida imposible. Urdía planes a través de abogados y leguleyos que amablemente se acercaban a Mary de la nada, para comunicarle que el buen señor Gregorio le ofrecía esto o lo otro a cambio de volver al hogar, consagrada a criar a las hijas y al cuidado de la estancia familiar. Él no movería un dedo, no le tocaría un pelo y gozaría de una independencia nunca antes vista, pero, de no ser así, la hundiría hasta el cuello y la aplastaría como una hormiga, usando todo su poder, todo su dinero y toda su influencia, hasta que lentamente sus hijas se alejarían de ella escupiéndole en la cara, por su falta de visión.

Mary estaba atrapada, estaba realmente cagada y no sabía qué hacer. En el íntertanto, vivía de la caridad de sus hermanas y cuñados y de su adorable madre, quién intentaba alejarla de todo mal y hacerle un espacio en esta sociedad tan fijada y cruel.

Pero ¿sabes? – dice Mary recobrando el aliento y volviendo de golpe a este tiempo- yo como tonta caí y le creí todas sus mentiras. Lo hice por mis hijas y por dejar en paz a mi familia. Poco duró te voy a decir, harto poco…

De pronto, movida por un resorte invisible, Mary mira el reloj y sobresaltada hurga en su cartera. De la nada saca una cantidad de remedios dignos de la mejor farmacia y empieza a separar las píldoras para Gregorio y me explica el propósito de cada una. El reloj marca las 10:20 de la noche y Mary, con una sonrisa, dice – No, este huevón tiene mucho que agradecerme. ¿Tú crees que alguien más se preocuparía de darle la pastillita, que la hora exacta y esas leseras? Con lo exagerado que es, es capaz de tomarse una tira entera. Si estos remedios, todos juntos, pueden matar a un caballo. El doctor me los dio y me dio a mí unas dosis y me dijo señora, usted las necesita más que él. Para soportar a este hombre tantos años y sin medicamentos, sólo Dios sabe cómo ha sobrevivido. Se dio cuenta de todo el doctor, me dice ella, riendo.

Enseguida parte rauda a buscar un vaso de leche y con la mejor de sus sonrisas,  irá al living a darle los remedios al que ha sido, por 40 años, su marido.

Pinocho

Cuando Pinocho empezó a encontrar sus propios chistes no tan graciosos, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo raro estaba sucediendo. Cuando comentó que su esposa tenía que conducir, porque su licencia había sido suspendida, la tercera vez que lo pillaba la policía  manejando borracho, y se moría de pánico con ella al volante y llovían los improperios, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo no andaba bien.

Siempre que le recuerdo, es con una sonrisa gigante en su cara, su nariz grande y colorada – por eso el apodo- y con sus preguntas impertinentes. Niño chico metido entre los grandes, gracioso como pocos, peleador y molestoso, soportaba estoico, cuando pequeño, los golpes de su hermano mayor, torpe y burlón. El nieto preferido de su abuelo, que le celebraba su cumpleaños monumental y hasta las tantas, porque aún era verano, porque podía y porque este chiquillo de moledera lo molestaba hasta el infinito si no había fiesta.

El mejor cuentacuentos entre los amigos, invitado infaltable de cualquier fiesta o tomatera, con una habilidad para hacer reír y reírse de su audiencia que no tenía comparación. Todos le querían como cercano, era la alegría misma verlo llegar y todos esperaban que abriera la boca y empezara a hablar, porque hablando iba saliendo el cuento, el chiste, el comentario soez pero gracioso, que lo convertía en parte fundamental de cualquier velada, con su repertorio inagotable y su inagotable sed por más alcohol. La gracia le salía por los poros, sano y borracho y se sentía feliz de ser esta especie de «partyman» incansable y necesario para que cada evento o reunión funcionara como debía ser.

Robaba la sidra embolletada, las gallinas y los huevos de sus abuelos y les daba de comer y tomar a un sin número de amigotes que se le pegaban como lapas de vez en cuando, terminando en los lupanales más abyectos del pueblo; llegando al amanecer, radiante y pestilente, a tomar desayuno al hogar familiar. Consentido por la madre, la abuela y cuanta mujer se le pusiera por delante, porque era encantador por todos lados.

La única que jamás lo consintió fue su mujer, niña todavía, sin mucha idea de lo que era un matrimonio. Salió de la casa paternal para irse a vivir con él, en calidad de esposa ya embarazada, a un elegante departamento en el centro de la ciudad universitaria, tratando de conciliar ser madre, dueña de casa, cónyuge y estudiante, sin disfrutar lo primero y rogando no perder nada de lo último. Pinocho fue obligado a casarse, por la hija, el qué dirán y el honor familiar y porque ya estaba bueno de jarana y de desorden, si tenía que ser un hombre responsable algún día y si su padre se había enderezado con el matrimonio, a él le tocaba su parte también. Claro que todos los amigos conocíamos las marramucias del padre y nos causaba gracia que de ese tigre tan rayado esperaran un blanco gatito.

Cuando dejó de acudir a las fiestas de los más cercanos y declaró que se concentraba en su carrera, todo el mundo se le rió en la cara y nadie creyó que podría terminar de estudiar. Dijo, la última vez que lo ví, que como cuentacuentos valía menos que como estudiante y que si no sacaba su título iba a tener que cantar en las micros para mantener a su familia. Hubo una risotada general. Pinocho fue el único que no se rió.

Tiempo después de esa velada, los perros del abuelo empezaron a ahuyar desatados en las noches, en una seguidilla de lamentos que nadie se explicaba. Escapaban por los agujeros más recónditos y terminaban debajo de las casas de los vecinos, gimiendo inconsolables, aferrándose a las viejas fundaciones de las casas del barrio, renuentes de salir y de volver a su casa. Esto sucedió por tres días.

Esa mañana, antes del alba, un tiro se escucharía en el vecindario. Nadie le daría importancia porque el vecino, militar retirado, gustaba practicar disparando a sombras y árboles cuando regresaba de sus fiestas. Sin embargo y mientras tomábamos desayuno, anuncia una voz en la cuadra que Pinocho está muerto, en el baño de su casa, con una bala en la cabeza disparada por él mismo, con la pistola del abuelo.

Llegó la policía y los familiares. Los amigos más cercanos se acercaron tímidos, pensando que el gran bromista iba a salir por la ventana cubierto por una sábana blanca y con salsa de tomate en la cabeza para gritarles en su cara que eran todos una manga de brutos…. Pero no fue así, y en cambio salió la madre transfigurada por el dolor; el hermano cabizbajo, el padre histérico y la abuela hablando incoherencias porque no podía ser cierto que su niño regalón yaciera botado como estaba, con los sesos regados en el baño.

Los hechos siguientes se confunden en la memoria, porque el dolor tiene esa particularidad. El día del funeral la procesión será interminable, todos los que han estado lejos se las arreglan para venir a acompañarle. Siguen como fantasmas la carroza arreglada con flores. El dolor trastoca las caras de los dolientes y por todos es sabido que tanto la abuela como el padre, avanzan en un estado de sopor artificial, creado por la cantidad exorbitante de calmantes que el doctor les ha administrado, para contener la histeria que provoca la sinrazón del horrible cuadro que tienen grabado en sus cabezas. Su madre, que tanto le defendió, malcrio y apoyó, avanza vestida de blanco, con los surcos de lágrimas marcados en su cara, su ojos azules aguados por el llanto y sin embargo, más entera, más firme su paso, decidida a acompañar al hijo al lugar donde ha decidido quedar. Porque él decidió terminar sus días en la casa de sus más hermosos recuerdos, acompañado por aquellos quienes siempre le adoraron y que, sin embargo, le habían empujado por muchas razones a tomar esta decisión.

La policía reconstituiría la historia y diría en el informe que Pinocho tomó un bus desde la ciudad universitaria, ebrio todavía, en la mitad de la noche y se bajó a tres kilómetros del pueblo, antes del amanecer. Caminó esa distancia y llegó a la gran escala de piedra de la casa familiar, donde tantas veces rodó, de pequeño por descuidado, de grande por borracho; se quitó sus zapatos, que quedaron perdidos entre las azaleas y una vez dentro, silencioso y decidido, tomó la pistola del abuelo y en paz después de tanto tiempo, no le costó nada apretar el gatillo y descansar. Los olores, las risas, sus perros, su hogar ahora le protegían. Era totalmente feliz. Había encontrado al que se había ido y no iba a ser ahora que iba a perderlo.

El castor y la comadreja

Cuando las comadrejas eran más chicas, poblaban la tierra. Habían millones y millones de pequeñas comadrejas que vivían en la pradera, y tenían sus pequeñas madrigueras donde vivían de dos y hasta tres pequeñas comadrejitas, la mamá comadreja y el papá comadrejón. Los comadrejitos eran más bien escasos, asi que cada vez que había uno en la familia era una tremenda celebración, aunque las mamás comadrejas prohibían en las fiestas Coca Cola y papas fritas.

Las pequeñas comadrejas jugaban en la pradera y el viento le agitaba los pelitos de sus cabezas, corrían libres y contentas, pero un día, escucharon un sonido atronador, y muchas risas desconocidas. Siempre las mamás comadrejas habían prohibido acercarse a desconocidos, pero las comadrejitas eran curiosas y esta pequeña Comadreja se acercó lentamente, para investigar.

Había un grupo grande de castores, todos risueños y molestosos, tomando Coca Cola de una caja grande que después la Comadreja supo que se llamaba cooler. De ahi sacaban también otras cosas divertidas, tenían que serlo porque se mataban de la risa, después de tomarlas o comerlas y andaban todos en boogie, con una pequeña colita de zorro, que después la Comadreja se enteró que era artificial y unas banderitas chicas colgando de la antena.

Era tan divertido y novedoso todo, que la Comadreja se fue acercando hasta que uno de ellos le habló. Le dijo, hola, yo soy Castor, ¿quién erís tú?. La comadrejita se asustó y apenas dijo su nombre, pero el Castor era super simpático y convidoso, inmediatamente le pasó unas papas fritas y Coca Cola, que la Comadreja rechazó, no quería que su mamá la castigara por esto también, pero el Castor se burló y le dijo: ¡bucha que eres regodiona Comadrejita.! ¿¿Querís andar en mi boogie mejor?? Y la subió rapidito, le dijo que no tuviera miedo, que era super chori y le pasó unas gafitas graciosas para que no le entrara polvo en sus ojitos. Era realmente super chori volar en este boogie, sentir el viento en los pelitos de la cabeza y este Castor era un amigo nuevo, entretenido y convidoso.

Cuando volvió a su casa la Comadreja, ya era tarde y la mamá comadreja la retó y la dejó castigada, sin comer, pero la Comadrejita tenía en su bolsillito un pequeño paquete de papas fritas que se comió escondidita.

Al día siguiente y los sucesivos se arrancaba de la casa para ver al Castor y jugar juntos en este boogie divertido, con el viento en sus cabezas y riéndose contentos.

Un día el Castor le dijo, sabes Comadrejita, nosotros tenemos que irnos, porque ahora se viene el invierno y nosotros construimos nuestra madriguera. ¿Qué es eso? preguntó la Comadreja. Es un lugar bonito, donde uno está calentito, duerme casi todo el tiempo y tiene comida cerca, porque el invierno es helado y uno no puede andar en el boogie. Yo quiero conocer esa madriguera dijo la Comadreja, decidida. Pero tienes que irte de tu casa y dejar tus hermanas comadrejas y tu familia. Yo no tengo problema, dijo el Castor, me gusta abrazarte. ¿Abrazar? qué es eso? Esto, mira, y el Castor la abrazó, por un momento largo y caluroso. La Comadreja quedó prendada del abrazo.

¿Me dices que durante todo el invierno nos abrazaremos asi?. Sí, dijo el Castor, así será. Y a partir de ese abrazo, que era caluroso y bonito, la Comadrejita decidió que iría con el Castor a su madriguera y en las noches largas de invierno, la Comadreja divertiría al Castor contando la historia de las millones de comadrejas que un día poblaron la tierra.