Cuando Pinocho empezó a encontrar sus propios chistes no tan graciosos, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo raro estaba sucediendo. Cuando comentó que su esposa tenía que conducir, porque su licencia había sido suspendida, la tercera vez que lo pillaba la policía manejando borracho, y se moría de pánico con ella al volante y llovían los improperios, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo no andaba bien.
Siempre que le recuerdo, es con una sonrisa gigante en su cara, su nariz grande y colorada – por eso el apodo- y con sus preguntas impertinentes. Niño chico metido entre los grandes, gracioso como pocos, peleador y molestoso, soportaba estoico, cuando pequeño, los golpes de su hermano mayor, torpe y burlón. El nieto preferido de su abuelo, que le celebraba su cumpleaños monumental y hasta las tantas, porque aún era verano, porque podía y porque este chiquillo de moledera lo molestaba hasta el infinito si no había fiesta.
El mejor cuentacuentos entre los amigos, invitado infaltable de cualquier fiesta o tomatera, con una habilidad para hacer reír y reírse de su audiencia que no tenía comparación. Todos le querían como cercano, era la alegría misma verlo llegar y todos esperaban que abriera la boca y empezara a hablar, porque hablando iba saliendo el cuento, el chiste, el comentario soez pero gracioso, que lo convertía en parte fundamental de cualquier velada, con su repertorio inagotable y su inagotable sed por más alcohol. La gracia le salía por los poros, sano y borracho y se sentía feliz de ser esta especie de «partyman» incansable y necesario para que cada evento o reunión funcionara como debía ser.
Robaba la sidra embolletada, las gallinas y los huevos de sus abuelos y les daba de comer y tomar a un sin número de amigotes que se le pegaban como lapas de vez en cuando, terminando en los lupanales más abyectos del pueblo; llegando al amanecer, radiante y pestilente, a tomar desayuno al hogar familiar. Consentido por la madre, la abuela y cuanta mujer se le pusiera por delante, porque era encantador por todos lados.
La única que jamás lo consintió fue su mujer, niña todavía, sin mucha idea de lo que era un matrimonio. Salió de la casa paternal para irse a vivir con él, en calidad de esposa ya embarazada, a un elegante departamento en el centro de la ciudad universitaria, tratando de conciliar ser madre, dueña de casa, cónyuge y estudiante, sin disfrutar lo primero y rogando no perder nada de lo último. Pinocho fue obligado a casarse, por la hija, el qué dirán y el honor familiar y porque ya estaba bueno de jarana y de desorden, si tenía que ser un hombre responsable algún día y si su padre se había enderezado con el matrimonio, a él le tocaba su parte también. Claro que todos los amigos conocíamos las marramucias del padre y nos causaba gracia que de ese tigre tan rayado esperaran un blanco gatito.
Cuando dejó de acudir a las fiestas de los más cercanos y declaró que se concentraba en su carrera, todo el mundo se le rió en la cara y nadie creyó que podría terminar de estudiar. Dijo, la última vez que lo ví, que como cuentacuentos valía menos que como estudiante y que si no sacaba su título iba a tener que cantar en las micros para mantener a su familia. Hubo una risotada general. Pinocho fue el único que no se rió.
Tiempo después de esa velada, los perros del abuelo empezaron a ahuyar desatados en las noches, en una seguidilla de lamentos que nadie se explicaba. Escapaban por los agujeros más recónditos y terminaban debajo de las casas de los vecinos, gimiendo inconsolables, aferrándose a las viejas fundaciones de las casas del barrio, renuentes de salir y de volver a su casa. Esto sucedió por tres días.
Esa mañana, antes del alba, un tiro se escucharía en el vecindario. Nadie le daría importancia porque el vecino, militar retirado, gustaba practicar disparando a sombras y árboles cuando regresaba de sus fiestas. Sin embargo y mientras tomábamos desayuno, anuncia una voz en la cuadra que Pinocho está muerto, en el baño de su casa, con una bala en la cabeza disparada por él mismo, con la pistola del abuelo.
Llegó la policía y los familiares. Los amigos más cercanos se acercaron tímidos, pensando que el gran bromista iba a salir por la ventana cubierto por una sábana blanca y con salsa de tomate en la cabeza para gritarles en su cara que eran todos una manga de brutos…. Pero no fue así, y en cambio salió la madre transfigurada por el dolor; el hermano cabizbajo, el padre histérico y la abuela hablando incoherencias porque no podía ser cierto que su niño regalón yaciera botado como estaba, con los sesos regados en el baño.
Los hechos siguientes se confunden en la memoria, porque el dolor tiene esa particularidad. El día del funeral la procesión será interminable, todos los que han estado lejos se las arreglan para venir a acompañarle. Siguen como fantasmas la carroza arreglada con flores. El dolor trastoca las caras de los dolientes y por todos es sabido que tanto la abuela como el padre, avanzan en un estado de sopor artificial, creado por la cantidad exorbitante de calmantes que el doctor les ha administrado, para contener la histeria que provoca la sinrazón del horrible cuadro que tienen grabado en sus cabezas. Su madre, que tanto le defendió, malcrio y apoyó, avanza vestida de blanco, con los surcos de lágrimas marcados en su cara, su ojos azules aguados por el llanto y sin embargo, más entera, más firme su paso, decidida a acompañar al hijo al lugar donde ha decidido quedar. Porque él decidió terminar sus días en la casa de sus más hermosos recuerdos, acompañado por aquellos quienes siempre le adoraron y que, sin embargo, le habían empujado por muchas razones a tomar esta decisión.
La policía reconstituiría la historia y diría en el informe que Pinocho tomó un bus desde la ciudad universitaria, ebrio todavía, en la mitad de la noche y se bajó a tres kilómetros del pueblo, antes del amanecer. Caminó esa distancia y llegó a la gran escala de piedra de la casa familiar, donde tantas veces rodó, de pequeño por descuidado, de grande por borracho; se quitó sus zapatos, que quedaron perdidos entre las azaleas y una vez dentro, silencioso y decidido, tomó la pistola del abuelo y en paz después de tanto tiempo, no le costó nada apretar el gatillo y descansar. Los olores, las risas, sus perros, su hogar ahora le protegían. Era totalmente feliz. Había encontrado al que se había ido y no iba a ser ahora que iba a perderlo.