Las diez y veinte

Mary ha respirado agotada después de confesarme la historia de su escape, pasando por la casa de la costurera. Fueron años difíciles, recuerda ella, los que pasó en la casa de la hermana. Su cuñado, que las recibió alegre y distendido, al cabo de un tiempo se mostraba receloso y muchas veces complicado con la presencia de ellas en la casa. Eran cinco bocas extra que alimentar, además de los constantes ataques de Gregorio, quien no se cansaba de ir especialmente a la ciudad – no le fue difícil descubrir adónde habían partido- a gritar afuera de la casa como un poseído, a las horas más inesperadas y ejercer una autoridad por nadie conferida en transeúntes y vecinos. Incluso había algunos que culpaban directamente y sin reparos a Mary por intentar volver loco a este pobre hombre.

Lo peor de todo; recuerda Mary, era el teléfono. El constante repiqueteo, con la insistencia de un demente, sólo para proferir insultos y amenazas, en todos los tonos y a todas horas.

El cuñado de Mary, capitán de ejército a esa altura, dudaba entre mezclar su injerencia en el mando y ponerle las peras a cuatro a este hijo de la gran siete o soportar estoico los embates, confiando en que en algún minuto de su vida cesarían las letanías atosigantes y la cordura, por la que todos rogaban, se instalaría en su mente y podrían finalmente establecer los términos de una separación civilizada.

Gregorio intentó por todos los medios intimidarla. Amenazó, extorsionó, utilizó y suplicó echando mano de todas las artes conocidas, de los más influyentes personajes y finalmente de la fuerza bruta que le hacía entrar como una tromba, alentado por el alcohol, pasando a llevar cuánta puerta, mueble, decoración y demás que estuviera en su camino, para tratar de agarrar a SU mujer por el pelo y arrastrarla como un cavernícola de vuelta a la morada familiar.

Fueron cuatro años muy duros, me diría Mary más tarde. Todas sus posesiones estaban en casa y a ella mayormente no le importaban. Sólo quería descansar unas horas sin verle, sin su mórbida presencia en todos lados y su voz gritándole, rasposa por el trago, que hiciera su papel de esposa.

Lentamente y sin darse cuenta Mary se fue quedando sin parientes. Sólo su madre intentó ayudarle, pero la insistencia de Gregorio de destruir, proferir e intimidar era más grande que toda voluntad de ayuda. Donde ella fuera, este ser descontrolado la seguía con el firme propósito de hacerle la vida imposible. Urdía planes a través de abogados y leguleyos que amablemente se acercaban a Mary de la nada, para comunicarle que el buen señor Gregorio le ofrecía esto o lo otro a cambio de volver al hogar, consagrada a criar a las hijas y al cuidado de la estancia familiar. Él no movería un dedo, no le tocaría un pelo y gozaría de una independencia nunca antes vista, pero, de no ser así, la hundiría hasta el cuello y la aplastaría como una hormiga, usando todo su poder, todo su dinero y toda su influencia, hasta que lentamente sus hijas se alejarían de ella escupiéndole en la cara, por su falta de visión.

Mary estaba atrapada, estaba realmente cagada y no sabía qué hacer. En el íntertanto, vivía de la caridad de sus hermanas y cuñados y de su adorable madre, quién intentaba alejarla de todo mal y hacerle un espacio en esta sociedad tan fijada y cruel.

Pero ¿sabes? – dice Mary recobrando el aliento y volviendo de golpe a este tiempo- yo como tonta caí y le creí todas sus mentiras. Lo hice por mis hijas y por dejar en paz a mi familia. Poco duró te voy a decir, harto poco…

De pronto, movida por un resorte invisible, Mary mira el reloj y sobresaltada hurga en su cartera. De la nada saca una cantidad de remedios dignos de la mejor farmacia y empieza a separar las píldoras para Gregorio y me explica el propósito de cada una. El reloj marca las 10:20 de la noche y Mary, con una sonrisa, dice – No, este huevón tiene mucho que agradecerme. ¿Tú crees que alguien más se preocuparía de darle la pastillita, que la hora exacta y esas leseras? Con lo exagerado que es, es capaz de tomarse una tira entera. Si estos remedios, todos juntos, pueden matar a un caballo. El doctor me los dio y me dio a mí unas dosis y me dijo señora, usted las necesita más que él. Para soportar a este hombre tantos años y sin medicamentos, sólo Dios sabe cómo ha sobrevivido. Se dio cuenta de todo el doctor, me dice ella, riendo.

Enseguida parte rauda a buscar un vaso de leche y con la mejor de sus sonrisas,  irá al living a darle los remedios al que ha sido, por 40 años, su marido.

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