La Doctora

 ….Y la alianza ganadora es….. la roja!!!!!!! Saltan todos en un solo impulso y se abrazan fascinados, extasiados, felices simplemente. Había sido una larga semana, pero todos la esperaban con ansias. Era la única semana del año donde el personal del Hospital Base se permitía un rato de distención, donde todo era tomado a la chacota y se deponían las hostilidades, el cansancio, los sinsabores y todo este melancólico sopor de estar rodeados matiné, vermout y noche por el dolor y el sufrimiento. La Doctora Paulina Andrea Fuchlocher Gantz se convertía en la reina indiscutida de la alianza.

La Doctora Fuchlocher estaba acostumbrada a ser reina, no porque se sintiera ufana o engreída, sencillamente siempre lo había sido. Hija única de sus padres, mejor alumna del Colegio de Monjas, mejor amiga, reina de la semana del colegio innumerables veces, abanderada por excelencia, alumna estrella, lumbrera, mejor estudiante de la promoción de la Universidad, Maestría en Anatomía con honores, Jefa de Residentes del Hospital Base. Todo en la vida de la Doctora brillaba con el éxito y la felicidad. Todo había sido magnánimo, exorbitante. Su vida se había ido por un tubo y la palabra felicidad era un cliché repetido a lo largo de su existir. Eligió medicina, por ser una carrera respetable, acorde con su nivel académico y social, con sus profundas convicciones y su educación católica, apostólica y romana, que le hacían desear frenar el sufrimiento humano y agradecer al Creador de esa manera por toda la dicha que rebalsaba su vida.

La Doctora Fuchlocher era bien conocida en el Hospital. Amable siempre, incluso en los peores turnos y bajo las peores condiciones. Grata con los pacientes, simpática, de sonrisa amplia, vestir sencillo, manos suaves y que no estaban siempre en los bolsillos. Mujer decidida y apacible, cariñosa y preocupada, el ángel de la bondad, Florence Nightingale representada en carne y hueso por esta pueblerina de vida acomodada, que no le importó cambiar su tierra simple por esta gran ciudad, donde el sufrimiento era dos veces más cruel, las llagas dos veces más grandes y las recompensas dos veces más hermosas.

El sueño recurrente de la Doctora sin embargo no era el horror de la sala de emergencia, sino los gritos de su padre cuando conoció al que era su marido, el conocido oftalmólogo, de presencia humilde pero cercana, el doctor Díaz. ¡¡¡Es un don nadie!!! – bufó el padre descontrolado- está contigo sólo por tu posición y por tu plata, que no te fijas que te ha mirado por tu auto y tu departamento. Es un muerto de hambre, explotador, sinvergüenza. A la primera de cambio te hace un hijo y viene a instalarse en esta casa. No te eduqué en las monjas para que te encatres con un pinganillas como este.

Váyanse – gritó el padre – ambos váyanse. No te crié para que termines casada con un pobretón. No entras más a mi casa. Te maldigo, por estúpida, por mujer y por crédula. No haber tenido un hijo, por la misma mierda, me hubiera ahorrado este dolor de mi corazón..

Se alejarán los amantes, ya casi titulados y se dirigirán a la humilde casa del futuro doctor Díaz, en el corazón de la Trapananda, sin teléfono, sin comodidades, pero con un profundo amor. Paulina Andrea conocerá la vida sencilla sin dobleces ni lujos, el gozo del calor de la estufa calentita en invierno y el agradecimiento sincero de la comunidad que desde hace veinte años señorita nos tiene abandonados el gobierno sin siquiera una aspirina en esta posta perdida que usted tiene tan bonita…

Se titulan y postulan a becas de especialización. Casados ya, apoyados secretamente por la madre de Paulina quien se niega a perder el nexo con el único sol de su existencia, la única razón de su vida fingida e injusta, cubriendo por años su cara con maquillaje y acallando las comidillas del pueblo que siempre hablaron de malos tratos e infidelidad en su espléndido matrimonio. Nada de aquello importa ya, cuando Paulina confiesa que está embarazada. No cabe en sí de gozo la madre y por medio de artes y triquiñuelas convencerá al padre renuente a apoyar a esa hija enamorada que ahora da a luz un varoncito, heredero sin duda de la estampa del abuelo.

La vida siempre será gélida en este punto y el ahora doctor Díaz se negará sistemáticamente a visitar a los suegros, aunque le debe una profunda gratitud a la madre de Paulina, pero rehúsa a doblarle la espalda al padre déspota, arrogante y cruel. Permite, sin embargo que sus hijos visiten a sus abuelos, no faltaba más, no había pasado cinco años en la universidad y dos de especialización, para convertirse en un bruto intransigente.

En alguna parte de la historia, Paulina pierde el hilo del amor infinito que profesaba a su marido y que ahora por momentos parece ahogarle. Sólo los niños le mantienen alerta y decidida, además de su querido Hospital. Hay días, sin embargo que su dolor es tan intenso, que se esfuerza doblemente por sanar el ajeno, echando mano sin medida al escuálido dispensario del recinto y colmando las manos de los pacientes, viejos, mujeres y niños, arrojados por la enfermedad a la consulta de la dulce Doctora. Es tanto su propio dolor, tan grande, tan artero y cruel. Ella no está preparada para este sufrir en carne propia el abandono, el desdén y el olvido del hombre maravilloso que se convirtió en el centro de su existir, más allá de toda prudencia y medida, al que se le entregó una noche lluviosa de invierno, en su departamento de soltera, contra todos sus principios, porque era sin lugar a dudas el amor de su vida. Ella nunca se preparó para fracasar, nadie nunca la advirtió siquiera sobre esta posibilidad. ¿Cómo? Si su destino era brillante y luminoso, amplio, recto, fácil, ideal. La vida misma le sonreía y ella sólo debía sonreír de vuelta.  Pero la realidad que vivía era tan palpable y bestial, tan terriblemente verdadera que nublaba sus recuerdos más hermosos y sólo le hacía volver una y otra vez a la escena esquizofrénica del padre gritando obscenidades, mientras los echaba de la casa como ladrones y canallas.

La sentencia del divorcio debe ser firmada por ambos, acota el doctor Diaz y Paulina contra todos sus reflejos, estampará su rúbrica temblorosa en este papel escrito que dice que lo que ella creyó que era para siempre ya no lo es más. Que todo lo que había creído en su vida, que había sido el pilar fundamental de su existir, ya no lo es más. Que aunque muchas veces intuyó la cruel verdad del matrimonio de sus padres, admiró la estoica resolución de su madre de permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Eso es lo que ella había prometido, eso es lo que ella esperaba, pero ahora con su firma en este papel, en blanco y negro, sellaba otro final.

El dolor de su alma le persigue y redobla sus esfuerzos por ayudar a los pacientes, quienes le visitan incansables y agradecidos, le traen más parientes y amigos desde el otro lado de la ciudad para que la amable Doctora haga su magia maravillosa y de paso les regale las medicinas que están tan caras por amor de Dios. Le siguen, le esperan, le acosan, la aturden con preguntas y la Doctora se da paciencia de responder siempre lo mismo, como una gastada poesía, que ni siquiera la convence a ella, pero deja contentos a sus pacientes. Nadie habla tan bonito como la Doctora.

Esa mañana se despide de sus hijos con un beso largo y cariñoso. Se dirige al Hospital, por las mismas calles que lo ha hecho por los últimos cinco años. Verá furtivamente el box de atención del amable doctor Díaz y a la vuelta del pasillo, entrará al suyo. Cierra la puerta con llave y se detiene un minuto nada más. Recoge de su cajón la llave del autoclave y con frialdad extrae el escalpelo. Se tiende relajada en la camilla, y lento pero certero abre un corte en su arteria femoral. Sabe bien lo que hace y sabe bien que el dolor físico no será nada comparado al alivio de su corazón. Lento va perdiendo la conciencia. «Una hemorragia en la femoral es casi narcotizante», recuerda a su maestro de Anatomía, dictando la clase. Recuerda a sus amigas, el calor del abrazo de su madre y su despertar en la cama soleada el día de su cumpleaños, con su primer traje de princesa. Mira a su alrededor y sus hijos le esperan para la fiesta, junto con sus amigas del alma. Sus padres se abrazan juntos. Ella es la reina de la celebración.

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6 comentarios en “La Doctora

  1. Los que nos quedamos todavía es porque no queremos irnos. La vida es lo único que realmente pertenece, todo lo demás es prestado y temporal.
    Gracias por los elogios y el tiempo invertido. A todos, gracias

  2. Una vez más nos vemos envueltos en la inmensidad literaria. Una vez más nos agobias con historias siniestras, pero tremendamente reales. Una vez más mis elogios y otra nube en mi corazón. Es tanta la gente buena que se ha ido que a veces me pregunto si nosotros nos quedamos a pagar algo.

  3. q penca la historia!! a mi me dio lata cuando me contaron, pero que iba a hacer, estaba enamorada hasta las patas del tipejo ese. una pena, sinceramente una pena…

  4. Los elogios nunca sobran, nuevamente te felicito por lo bien que escribes.
    Hace un tiempo, en los noticieros publicaron un caso similar al de la historia, en ambos, la falta de rescilencia les provoca practicar el harakiri para restablecer el honor perdido

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