El Imperio del Cielo

Hugo Herman había nacido rosado y perfecto, una tarde de verano. El único hijo de la hermosa Leonie, hija de los más acaudalados señores del pueblo y del brillante Alexander, arquitecto de profesión, sobresaliente maestro, fundador de cátedra y escuela y pésimo marido.

El matrimonio se había convertido en una farsa antes de que Hugo naciera, y su madre aceptó este hecho como parte de la vida. Habían muchas como ella, profitando en la socialité, haciendo aspavientos de un perfecto enlace, cuando la procesión se llevaba por dentro. Sin embargo, Hugo Herman era todo su existir. Su vida entera se llenaba del gozo de ver este hermoso ser, perfecto en todas sus formas, ir creciendo lentamente y colmándola de dicha. Todo lo demás era superfluo, todo lo demás era aceptable y bienvenido, todo lo demás valía ampliamente la pena por este niño maravilloso al que adoraba día a día.

Creció el niño en la gran mansión de la familia de su madre, con los balcones de rejas decoradas con intrincados diseños de flores de lis, de puntas aguzadas y tenebrosas, en las noches; fantasmales en invierno. Gustaba de subir al techo y desde ahí la fantástica visión del río Rin y de las ruinas romanas le sobrecogía, cada vez de igual forma. Las grandes estatuas de la Sabiduría y la Belleza coronaban la nave de la casa y le parecían tan hermosas, delicadas, suaves y perfectas, que casi inconscientemente les hacía una reverencia antes de bajar a su habitación, al llamado de su madre, que le había buscado sin descanso y que él había visto pasar cien veces por los jardines de la casa.

El padre, cuando les visitaba, le pedía describir de memoria los salones, con las dimensiones de las habitaciones y el estilo decorativo del estuco dorado del techo, los tallados de los zócalos de roble  y la arquitectura de la época que correspondía al estilo de la casa, citando al menos cinco edificios que se le parecieran. Le solicitó tiempo después, además, poner cuidado en el gran vitral que estaban llevando a cabo por encargo de su abuelo y recordar cada figura que iba apareciendo en el ventanal, y los múltiples colores que en cada piso el sol traspasaba suavemente al encanto de los ojos maravillados del pequeño.

La casa olía a hogar, al perfume de su madre, a las riendas de cuero del abuelo, a leche fresca, a güpfeli crujiente. Nunca olió al padre, porque él no tenía un olor particular. Más adelante descubrió su olor en sus libros y en el tabaco de la pipa que tanto le agradaba, pero en esta tierna edad, el padre era inexistente a sus sensaciones; tan sólo un amigo de la familia que aparecía de cuando en cuando. Distinta era la tía Gerti, locuaz, divertida, solterona, animosa, rozagante y delicada, bañada en Agua de Colonia y rosas, que le llevaba a donde quisiera, a comer cuánto se le antojara, porque no cabía en su corazón tanto amor para dar. El pequeño Hugo Herman se había convertido en su predilecto, por su sonrisa, su adorable personalidad y porque nadie en todo el pueblo era capaz de comer tantos pasteles de crema de nuez como él.

Lo más increíble de la casa era el parque. Un jardín inmenso que daba vueltas por toda la propiedad, con un estanque para patos y los gigantescos pinos entrelazados. Ya estaban estos árboles antes que su abuelo viniera al mundo, en este lugar mágico y lleno de vida, donde en invierno la nieve adquiría formas inimaginables y ,en verano, el sol colmaba con toda su luz hasta bien entrada la tarde. Los jardines multicolores, con camelias, magnolias y rododendros eran los preferidos del niño y sus pequeños amigos, que se escondían en su interior y salían estornudando y escapando de los abejorros, en primavera.

Estaba tan bien diseñada la casa que su padre se jactaba que, de haber sido él el arquitecto, hubiera hecho exactamente lo mismo, porque no había nada que agregar, nada que cambiar o modificar. Era tal como decía el abuelo, die Himmelreich.

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