Abelardo Pérez Rivera, buzo mariscador de joven; carpintero de botes, patrón de nave menor, contrabandista, desdichado, alcohólico y buen gallo. Con un alma como el pan, confiable, entregado, fiel como un perro, borracho como él solo.
Su vida entera ha estado ligada a la mar, a ese océano que tranquilo te baña, y que le ha entregado el sustento a sus padres, sus abuelos y ahora a él, desde la primera vez que descubrió que de sus entrañas salían piures, picorocos, navajuelas, cholgas y choritos, todos condimentados con un poquito de limón y sal, eran capaces de darle a un hombre la fuerza de dos toros, reparar la mejor de las curaderas y alimentar a una familia por semanas. Nada había como el mar.
Una vez, en uno de sus viajes como contrabandista y «lobo» y en medio de su borrachera insistió a la tripulación de la panga que se acercaran a la playa, porque justo ahí hermanito estaban unos sacos de papas que le habían regalado, por honesto, por trabajador y por decente. Chillaban los muchachos ¡qué papas ni que ocho diablos, tai cura’o como manga, déjate de gueviar y volvamos mar adentro que nos pilla la patrullera con estos salmones robados y nos vamos todos presos! No, hermanito, decía Abelardo, si es ahí no más, más allacito, mis setenta saquitos de papas, como los voy a dejar abandonados… Tanto insistió que se acercaron a la playa, no hay nada más inútil que alegar con un cura’o. Bajaron en un botecito destartalado, con la borrachera viva y los nervios en bandolera, porque si los pillaba la patrulla estaban bien cagados y ni con los setenta sacos de papas iban a poder sacarse a los marinos de encima. Buscaron desesperados y no había caso, no encontraban nada. Abelardo cada vez más enojado, con la boca más seca y el dolor de cabeza por el griterío de los compañeros que no lo dejaban pensar con claridad. Al fondo, unos trescientos metros andando se encuentran con unos botes tapados con sacos de plástico. -¡Ahí ‘tan tus papas, guevón!- le gritaron los muchachos -ahí ‘tan tus setenta-.
De entonces quedó con el mote de Setenta y la verdad es que no le importa. Ya nadie sabe su nombre, excepto el dueño de la embarcación, que reconoce abiertamente su naturaleza noble y que no se demora nada en pasarle plata de su bolsillo para los proyectos de mejora que constantemente le hace a su hogar, porque Setenta es cumplidor y trabajador como bruto. En lo que se le encomiende es bueno, como cocinero, mecánico, patrón, maquinista, incluso hasta de buzo las hace a veces, lo que venga, si estamos todos juntos hermano, de aquí ganamos todos. Al cabo de unos pocos meses ya está pagado el patrón y con intereses. La única mala cosa son las borracheras.
-Setentita, hermano, déjate de patalear y duérmete -reclama el Guatón, tratando de acomodarse en la cabina- o te voy a tener que dar un palo en la cabeza, muy güeno cocinas, Setenta, pero puta que gueveas cura’o.
-Hermanito, ¿tienes un cigarrito?, que no puedo agarrar sueño. Se me vienen las paredes encima, veo todo negro hermano, y no puedo seguir durmiendo. ¿Me estaré volviendo loco? . Vamos a comprar una cervecita mejor, Guatoncito. Acompáñame que no puedo estar aquí encerrado. Mañana tempranito terminamos el motor y pasado nos vamos a tierra. Puta que estoy cabria’o.
Setenta añora su casa más que a nada en este mundo. Sátrapa y alcohólico, pero hombre de hogar al fin y al cabo. Preocupado hasta el máximo, hasta donde le da su escasa educación, busca mejorar su entorno y el de su familia. Sus dos hijas van a la escuela del pueblo y Setenta espera que sean profesionales. Su mujer, evangélica conversa, poco para en el hogar. Los deberes con la Nueva Iglesia Apostólica le llaman diariamente y aunque a veces no hay plata para el pan, el pastor cuenta con su diezmo aunque truene.
Setenta llega a su casita, que ha levantado con sus propias manos, que ha pagado trabajando como esclavo, arriesgando el pellejo con la maquinaria en mal estado y arrancando de la patrullera. Lo único que espera es un plato de comida calentito y el hogar colmado de las bendiciones de sus hijas y su mujer.
No hace más que entrar cuando la esposa se está poniendo el chaquetón. Hay culto esa tarde y el pastor no le permitiría faltar. ¡Tan bueno el pastor, Abelardo!. El Señor nos ha colmado de bendiciones con un pastor tan bueno. Sus hijas se retiran también acompañando a la madre y el pobre Setenta se queda abandonado como un niño, rumiando en su caldo frío y su hogar al descampado.
Pronto vuelve al bote. Llega saliente de caña , y en la primera parada, bajarán con Guatón a mariscar. No hubo tiempo para comprar provisiones. Ahí Setenta le cuenta su desdicha y al Guatón no le molestará acompañarlo, caminando cinco kilómetros, hasta el primer boliche destartalado a la redonda, para curarse como tagua, porque no hay riñones, pobre Setenta, lo único que más quiere es su casita y lo tratan peor que al perro. No hay derecho, quién le alegue que es borracho le planto un solo palo, porque si alguien tiene razones para curarse, ese es mi amigo Setenta.
¡Gloria a Dios. Gloria al Pulento!. Pobre huevón el tipo.
Te felicito nuevamente. Ya vas agarrando ritmo.
jijijijiji, q divertido, jajajjajjaaj….
Genial lo encuentro muy gracioso, el personaje es muy bueno y la forma de escribirlo mejor aun.-
Ladron y borracho, pero buen muchacho!!