El Incensario

Son las siete de la mañana y en la iglesia las primeras campanadas anuncian la hora y el llamado del Padre Francis a que acudamos a tomar la comunión y luego preparar la misa de las nueve y media, la más importante, la más popular y concurrida.

El Padre Francis nos ordena y nos arenga como a un ejército. Los «Soldados de Dios» él nos llama y se preocupa personalmente de que nuestros trajes estén planchados, nuestros zapatos bien brillantes y nuestro espíritu dispuesto y animoso para recibir al Señor y dar testimonio de su gloria, como había sido en un principio y por los siglos de los siglos amén. Somos sólo una banda de chiquillos revoltosos, pero es tan efectiva la prédica del Padre que nos transformamos sin darnos cuenta y damos inicio a nuestra ceremonia. Preparamos todo como en un gran espectáculo teatral, nos damos ánimo unos a los otros y  vamos tomando nuestras posiciones. 

Martin es el mayor de nosotros y es el encargado de llevar la gran cruz dorada, cuando vamos en procesion con el Padre Francis alrededor de la iglesia. Además, es quien carga el incensario de bronce, gigante y tenebroso. Tiene el papel que quisiéramos todos, porque es el de más responsabilidad, movimiento y protagonismo. El resto de nosotros estamos estáticos o a veces nos desplazamos hacia el interior de la capilla a hacer tareas rutinarias y de poca importancia. Limpiar las copas, traer el agua, trasladar las hostias, nada comparado con el encanto de mover el incensario, como un arma bencida por Dios para llenar la iglesia entera de su aroma.

Tanto le gusta al Padre, adora el olor del incienso, tan penetrante y denso, incluso él huele a incienso puro. Dice que es el aliento del mismo Dios sobre nuestras cabezas, que purifica los espíritus y porqué no decirlo, le da un cierto dramatismo a la ceremonia. Hijos, debemos usar las herramientas que el Señor ha puesto en nuestras manos, en la lucha contra los protestantes, evangélicos y oscurantistas. Todas, hijos míos, todas.

Avanzamos en fila hacia el altar, serios, plenos de fé y con el estómago lleno sólo con la hostia consagrada y el traguito de vino que el Padre Francis nos convida para darle un aspecto saludable a nuestras mejillas y cumplir con el rito fundamental de recibir del cuerpo y la sangre de nuestro Señor. La iglesia está abarrotada, es domingo en la mañana y es pleno verano. La más importante de las misas en este horario y todos los personajes más importantes del pueblo concurren a la prédica del Padre Francis, el más querido, el más respetado y porqué no decirlo, el más creíble de todos.

Empezamos la celebración. El gran órgano atrona con los himnos y las alabanzas. Cantamos Aleluya. Se demora el Padre, alarga los ritos y avanza la hora. Sube la temperatura en el exterior y la vieja iglesia de adobe empieza a crujir. Se siente el calor por todos lados, pero el ánimo de nuestra grey está intacto. El Padre Francis sabe como cautivar la audiencia.

Se inicia el rito de la comunión y el Padre ordena a  Martin llenar el incensario hasta el tope, soplar a todo lo que den sus pulmones y lograr una llamarada macisa y espectacular. Avanza hijo, confiado, no temas nada, llevas el poder del Señor en esa gran mole de bronce. -Bendíce a todos con el álito sagrado del incienso- , le ha dicho el Padre muchas veces y Martin histriónico, avanza, dando varias vueltas a la iglesia, haciendo aspavientos, poniendo cara de ser el mismo emisario de Dios y llenando todo el edificio con el humo enceguecedor, que se vuelve denso y espeso junto con la humedad que escapa de los cuerpos de los fieles, ya transpirando como locos, porque afuera deben haber por lo menos 40º a la sombra. Sus estómagos vacíos, les hacen ver líbidos y transparentes. Muchos se abanican y se muestran agotados.

De pronto, en el climax de la ceremonia, se escuchan unos golpes secos en la iglesia. Tratamos de mirar curiosos y asustados. Atrona el órgano. Ora el Padre Francis en latín y al darnos vuelta para hacer la reverencia al altar, vemos entre la humareda como van cayendo desfallecidos los cuerpos de algunos feligreses, vencidos por el calor, la levantada, el ayuno y la humareda densa y pestilente que se ha aposentado en todo lo ancho de la iglesia.

El Padre hace un alto y así aprovechan los familiares de levantar a los caídos y llevarlos a la puerta. Al abrirse, entra una brisa suave. El Padre Francis, totalmente posesionado de su personaje, dirá que es el aliento de Dios que nos acompaña esta mañana.

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