El Hogar

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La lluvia cae y golpea con fuerza. El techo de zinc antiguo, grueso y oxidado, reproduce en su eco metálico, amplificando el sonido del agua. Me arropo en mi cama y veo tras la ventana, de pequeños marcos de madera, entre las hojas del árbol de arce, como sigue cayendo esta ducha inesperada desde el cielo. Se forman pozas en la calle, de aguas color café, que se revuelven y se juntan caprichosas en medio del aguacero.

Me despierto esta mañana con el olor de la casa de mi infancia, aquella en la que empiezan mis recuerdos. He soñado con el invierno frío, gris, mojado y amenazante de mis memorias. El cerco desvencijado y cubierto de líquenes. Las piezas altas y la casa sonora, en verano por el calor, en el invierno por el viento que la hacía cimbrarse resistiendo a la inclemencia del tiempo. Recuerdo mi habitación, perdida en una antigua mansarda, obra del diseño voluntarioso del carpintero que la construyó, dejando este pequeño espacio habitable sólo porque sí. Era calurosa en el estío, plena de luz de luna en las noches y con una inmejorable vista a la calle que daba perfecto panorama de los Romeo que llegaban a mi ventana.

La casa estaba construida con las arcaicas técnicas del sur de la nación, con maderos amplios en sus bases, vigas y soportes, mañío, pellín y  laurel eran las cubiertas exteriores e interiores, de gruesas tablas, puestas en filas ordenadas y perfectas, algunas torcidas por el tiempo y por la caprichosa venida abajo de la casa que, después del gran terremoto, había perdido su esbeltez y gracia. Puertas gigantes, colosales, oscuras, pesadas, con vidrios pequeños, que dejaban ver sólo las estrellas o la lluvia, apenas el sol y la luz. Los pisos irregulares, en la planta principal gruesos y colorados, con ese tono perdido de la madera muchas veces encerada, muchas veces raspada y mucho tiempo vivida. Olía a tierra apisonada, a cera, a calor, a leña, a humedad contenida, al viento, al pasto del verano, a los pequeños grillos que se escondían misteriosos entre sus pliegues, debajo, muy debajo, donde la tierra no había sido tocada desde los albores de la construcción.

Nunca usé llaves en esta casa. Las cerraduras inmensas, medievales. Los picaportes pesados, cubierto de herrumbre, negros por el calor de las manos que miles de veces les tocaban, haciendo mover sus mecanismos con la memoria y precisión de las máquinas sencillas. Daba la sensación que nada les corrompía, que el hogar estaba seguro y protegido, sólo por su existencia vetusta y primordial.

El exterior estaba resguardado por el antiguo mirto, verde, perenne, frondoso, extraño, con vida. Lleno de pequeñas gotas de agua y de ligeras perlas de escarcha en los inviernos interminables de mi niñez. Lleno del polvo del camino, del olor del tren de carga, que pasaba muy junto al cerco de madera, provisto de sus graciosos techitos de tejuelas, grises por el tiempo, el sol y las estaciones. Cada delgada tablita del cerco contaba su historia propia a las arañas que anidaban entre sus esquinas y ángulos, a los abejorros que chocaban torpes por la prisa y a las pequeñas mariquitas que escalaban presurosas y esperanzadas, sin destino, para darse cuenta de pronto que podían volar.

Mi padre luchaba contra el pasto siempre invasivo, siempre creciendo entre sus flores mimadas por hermosas, coloridas y frágiles. Cuidadas con esmero y alegría, eran pequeñas victorias conseguidas a la dureza del terreno, a los miles de caracoles de tierra que gozaban del festín y se escondían en los coligües apoyados contra el cerezo gigante y espeso que se extendía año a año, como un árbol de cuento.

Estaba todo ahí. Bastaba ver la puerta pintada de celeste por alguna razón secreta e inverosímil, los grandes ventanales de seis vidrios, apoyados perezosamente en la pared de machimbre de tres pulgadas, para sentir la seguridad, anticiparse al calor, a los olores familiares, a la fragancia de los cocos de eucaliptus quemados con cuidado en la estufa a leña, a un lado del cañón, donde mi padre, de tarde en tarde, se apoyaba, calentando sus manos.

Del horno salía el pan recién horneado, los pollos asados del día domingo y sólo cuando estábamos dormidas, los kuchenes y galletas que mi madre, en silencio y con cariño preparaba, quedándose en pié hasta las tantas para vigilar su cocción.

Nunca sentí frío ni hambre. De grande sentí dolor y miedo al futuro, Soñaba sueños enredados y me despertaba la imagen familiar de la ventana, con las ramas del árbol raspando delicadas, tratando de volverme a esta realidad. No quería dejar ese lugar. Mi existencia entera se basaba en esas paredes viejas y opacas, en el espacio colosal que hacía que cada uno de nosotros tuviera tantos metros cuadrados que era muy posible sentirse solo al final y nos buscábamos. Era el lugar ideal para los juegos de mi infancia, era el sitio ideal de mis memorias de adolescente, con recovecos escondidos, con espacios armados nuevamente de la nada, donde sólo la imaginación les hacía cobrar vida, como un castillo encantado, disimulado detrás del espejo.

El patio inmenso, con los añosos árboles frutales, la huerta eterna y húmeda, con menta, habas, alcachofas y maíz. El pequeño orégano abriéndose paso entre la maleza y las manzanas y ciruelas que caían impertérritas en un ritmo conocido sólo por ellas, cubriendo la superficie con su perfume, con sus jugos y con las danzas perdidas de las abejas que se esmeraban en llevárselo todo.

El cerco amenazaba con caer aquí y allá, pero por obra y gracia de los alambres enterrados al suelo, se mantenía incólume y digno, excepto cuando el viento norte arreciaba sin piedad y era ahí cuando la familia se juntaba muy cerca de la estufa y salía con decisión y valentía a hacerle frente, para volver a poner en pié y recuperar el honor perdido de la valla añeja que amablemente nos protegía.

Cuando abandonamos el hogar, tiempo después que mi adolescencia estaba completa, cerramos todas las puertas, aspiramos por última vez los olores familiares y mantuvimos el recuerdo contenido en nuestras mentes, que aparece de tanto en tanto en mis sueños y en los de todos los que alguna vez moramos esta casa. El mirto ya no existe, ni ninguno de los árboles frutales que llenaron de dulzura nuestras tardes. El cerco desvencijado fue reemplazado por un monstruo de cemento y piedra, que no cruje con el viento, que no altera el pensamiento de los que duermen, que no deja pasar los abejorros ni las mariquitas, sino que se alza como una frontera infranqueable que no permite mirar al exterior, curiosear, esconderse de ser preciso, ver pasar la primavera, dejar avanzar el viento, esconder la cara de la lluvia.

La casa entera fue objeto de rapiña de carpinteros y jornales que, dicen llevaron tabla por tabla, viga por viga en un interminable viaje de antología, trasladando por partes mis recuerdos y desperdigándolos en el horizonte.

La vieja plaza aún me llama familiar y divertida. Aún siento que a dos cuadras de ahí está mi hogar, el de mis sueños, el de mi infancia, el de mis memorias. Aún tengo el olor de mi habitación, de las piezas compartidas, de la eterna galería y del patio infinito y gigantesco, que se alzaba protector y mágico a la luz del verano y a las fantasías más diversas de los que alguna vez moramos ese hogar.

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6 comentarios en “El Hogar

  1. Tu casa sin duda tenía más ventajas que defectos, ej: sus habitaciones estaban separadas del resto de la casa y de tus viejos.
    Que bueno que hayas logrado emocionar a alguien con tu relato, pero hacer que alguien se identifique y reconozcan en el errores propios es muy difícil. Sigue, please, sigue.

  2. Muchos recuerdos, muchos momentos sencillos y a la vez hermosos: qué felices éramos ahí… recién ahora ya adultas tomamos conciencia. ¡Qué tonta adolescencia! a mi me daba mucha vergüenza esa casa… pero ahora me pasa igual que tu cuando paso por la plaza: verdaderamente ese era nuestro hogar.

  3. Que hermoso relato, que lindos recuerdos de algo tan hermoso como es el hogar, escribes lindo, al leer da la impreción de estarlo viendo todo en estos momentos.
    Lindo hogar y maravillosos recuerdos.-

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