El Hotel International Au Lac, ubicado en la mejor rivera del lago, parece un castillo medieval perdido en este pueblo veraniego, ruidoso y tórrido. Avanza la joven pareja por las calles que exudan la escasa humedad del ambiente y reflejan el calor del mediodía. Las aguas minerales, que se entibian antes de terminar de beberse, no han colaborado demasiado en esta jornada, donde la radio anuncia alegre que se esperan temperaturas infernales para uno de los días más hermosos del verano.
Siguen caminando por las calles empedradas, intentando buscar sombra y un lugar donde remojarse. Han viajado por largas horas y la felicidad que les embarga por estar juntos se deshace entremedio de sus dedos, agotados, cansados, perdidos entre el sudor y el gentío. El lago se abre maravilloso y fresco, las aguas darían el solaz perfecto al día caluroso, pero no es fácil acceder. En este pueblo, largo tiempo invadido por el turismo y las construcciones, no hay accesos al agua prodigiosa que ellos esperan aproximar.
Finalmente, aceptan que lo fantástico del viaje natural se ha perdido por esta vez e ingresan lentamente al hotel. Registran sus nombres y un viejo botones les ayudará con sus maletas. ¿Recién casados? preguntan en la recepción y ellos divertidos, asienten. ¡ Una champaña, per favore! grita afectado y cómico. De parte del hotel, felicidades y un descuento especial por su alojamiento, signore. Muchas, muchas felicidades y bienvenidos.
Ríen en complicidad, se ubican en su habitación, toman una ducha, bajan a a la terraza y la vista inmejorable del lago les llama nuevamente, así como el calor de la tarde les golpea de lleno en sus cabezas. Un sorbet de limón, por favor, indican al garzón. Amable y servicial, vuelve en cosa de minutos y se queda a la sombra de un olivo esperando por más solicitudes de la joven pareja.
La cena se sirve a partir de las ocho, les indican en la recepción nuevamente, una vez que la tarde ha llegado y el calor ha descendido. Ellos accederán a la gran terraza. Ella, apenas abrigada con una mantilla de seda y un vestido largo y veraniego que le contornea su figura. El menú es amplio, la vista maravillosa. La ciudad entera se puebla de tenues luces y se escuchan apenas los ruidos de la calle. Las embarcaciones en el lago han tomado la rivera y se guardan silenciosas hasta el nuevo día. De pronto, cae en cuenta la joven pareja que a su alrededor no hay nadie de su generación. Rodeados por doquier por antiguos y rancios personajes, la dama inglesa de la mesa de la izquierda, cubierta de joyas en sus diez dedos, gritándole sin descanso al viejo lord que intenta cabecear entre plato y plato. Los octogenarios yanquis, parloteando al fondo. El anciano francés y su hermana, prisioneros del tiempo y las enfermedades reumáticas, y varios otros por el estilo. Un promedio de edad de 80 años les rodea, sin que se lo hayan propuesto. El aire del atardecer aparece repentino, curioso y frágil, refrescando el ambiente y despertando por breves segundos al pobre lord.
Viene el primer buffet con ensaladas y un enjambre de diligentes garzones cubrirá su mesa, atosigándoles. Gallardos, bronceados, atléticos, italianos todos, con su dulce acento y su masculina presencia por doquier, como un ejército de abejorros peleando por la única flor fresca en este bosque fosilizado. Signora, sírvase signora. Más ensaladas, más vino, otra servilleta, ¿está bien esta luz? Signora, apagamos la vela si le ha molestado. Otro plato per favore para ella. Uno tras otro los garzones se dan maña para acercarse a su mesa, colmarla de atenciones, ignorar a su acompañante y a toda la concurrencia del comedor. Viene otro buffet y nuevamente el enjambre sobrevolando, luego los postres y por último y como si fuera poco, el maître se acerca y le ofrece una nueva atención.
Arrivederci signora, dicen ellos, uno a uno y en fila, como una línea de espadachines gallardos con ojos libidinosos, cuando se retiran finalmente de la terraza y del comedor. Avanzan exhaustos por esta muestra excesiva de amabilidad. Tanto signora esto, signora lo otro, ha acabado por colmarles. De pronto, una idea, la piscina del hotel, gigante, fresca y discreta, está abandonada a esa hora de la noche. Se dirigen sigilosos y se zambullen en silencio, disfrutando el agua aún tibia y la maravillosa luna que les alumbra juguetona. Nadan, dan vueltas, se abrazan, pero de pronto, de la nulidad del silencio, signora, signora ¿una toalla?….
La mañana siguiente, antes del desayuno y ya en el pasillo del hotel, los amables buongiorno colmarán sus paciencias. Intrusos y cargantes, aparecen de todas partes, llenándola de gentilezas y sonrisas coquetas. La leche, el café, el yogurt, la tostada, el panecillo, todo seleccionado para ella, todos saludando amables y sonrientes, todos rodeándoles agotadores finalmente de tanto y tanto buongiorno.
Se retiran del hotel esa tarde y el joven consultará qué clase de clientes normalmente acuden al hotel. El gerente se acercará y le comentará discreto que el público del establecimiento no es gente de su edad, sino todo lo contrario. Van y vienen en el año y muchos tienen sus habitaciones especiales y tomadas con mucha antelación. Eso explica muchas cosas, concluye el joven, mientras se acerca nuevamente el ejército solícito para cargar el mínimo equipaje y consultarle a la signora si había sido todo de su agrado. ¿Qué puedo decir? Sonríe ella divertida, ¿qué puedo decir?
Muy entretenido el relato, y muy divertida la aventura tambien, me gusto mucho
jijiji, divertida, a veces pasa que en un sitio donde se acostumbra cierta clase de público y llega otro se generan esas reacciones, muy divertidas x lo demás…
Buena como de costumbre, entretenida y bien relatada, lo haces muy bien.-