El amplio vestíbulo de la estación de trenes se llena de transeúntes a medida que el gran reloj va marcando los minutos. Uno tras otro los convoyes arrivan, cubriendo el lugar con su carga sonora y colorida. Rápidos y sin mirar atrás, los pasajeros colman el espacio, lo cruzan y se van por aquellas puertas gigantescas que parecen abducirlos a la ciudad.
Entremedio de la muchedumbre que intenta hacerse un lugar, se escucha con dificultad un sonido gutural. Extraído de la tierra misma, monótono y perturbador, va tomando su posición en la maraña de sonidos que inunda la estación. Retumba, penetra, golpea y sigue avanzando entre la estructura misma, para lograr ubicarse en el inconsciente de las personas. Como un analgésico de toscas notas, como una flauta gigantesca y primitiva, avanza el sonido llenando los espacios más recónditos del lugar. Suenan las campanas de la catedral y complementan el ruido sedante, pegajoso y primigenio que persiste en el ambiente.
Avanzan, como un ola humana que se va renovando a la llegada de cada convoy. Avanza también este sonido áspero e inquietante hasta adentrarse en cada piedra y ventanal de la estación. Suenan nuevamente las campanas. Atrona el didgeridoo, ronco, hosco, profundo, por gracia de los pulmones del joven que se muestra completamente extasiado con su propio sonido. No le importa que el suelo es duro y frío. Sopla en un trance otorgado sólo por este instrumento, que le hace alejarse miles de millas de este lugar, olvidar a la gente y el entorno y no darse cuenta siquiera de las monedas que caen ruidosas a su sombrero. Añora praderas rojizas y secas, árboles de eucaliptus que nunca ha visto y finalmente la unión con la naturaleza originaria y absoluta que le confiere el derecho de insuflar el didgeridoo. Ha tocado en muchos lugares, en las calles, en bares, en pequeñas galerías e incluso en las iglesias, pero no hay comparación con esta acústica surrealista, aumentada hasta el infinito por el rumor de la carga que trae cada convoy y la actividad misma de la estación. Le place estar aquí y llega, cada día, muy temprano. Se retira antes del atardecer, como un hombre prehistórico, ansioso de no perder la luz del sol antes de llegar a su morada.
Sigue con la monotonía de su tema, exhalando con dificultad, a veces, con pasión otras. Se detienen algunos para observarle, pero él no les ve. Sigue profundamente hipnotizado con su propio prodigio, con su propio descubrimiento, con su propio ser. Sigue tocando, en un viaje sin rumbo ni destino; siguen los pasajeros de los trenes viaje hacia otras realidades.