– Constantino Del Palmar, tanto gusto – decía, haciendo la reverencia de rigor y procediendo a ubicar su sombrero de paja de vuelta en la cabeza. Alto y fornido, espaldas anchas, manos grandes y callosas, barbas rojas y cabellos crespos que urgía de poner en su lugar. Lo llevaba siempre corto y mojado por la misma razón y le molestaba sobremanera que no hubiera agua fresca en la palangana de loza donde hacía su aseo personal. Tomaba el desayuno típico del campo, con huevos y pan fresco. El negro café recién molido le daba un aire misterioso a su semblante, cuando lo sorbía de a poco de su taza de aluminio.
La mujer que le había servido de esposa estaba hace dos años enterrada en el cementerio familiar, que daba a ninguna parte en particular, porque los muertos, muertos estaban. Había fallecido, mala cosa, dando a luz al décimo tercer hijo de la familia, que como varios de los anteriores no llegó a ver su segundo día. ¡Qué desgracia! pensaba cada vez que lo recordaba, porque le habían sobrevivido las puras hijas, que de poco y nada servían en las labores campesinas. Tienes que buscarte otra esposa, clamaba su hermana Lindana, cada vez que lo veía con la cara desencajada, rumiando su desventura, hablando solo, como un demente. Seguro era la falta de mujer, declaraba ella, pero Constantino la mandaba a callar a punta de garabatos y salía como una tromba, arrastrando la silla a su paso y cuanto estuviera por delante.
Montaba su alazán, su orgullo, su mejor amigo, el que le esperaba manso y fiel afuera de la casa de putas que frecuentaba con regularidad, aún en tiempos cuando la occisa estaba presente, porque hay mujeres para la casa y las otras están en los bulines, se reía malicioso entre sus peones, con los que compartía más tiempo que con sus hijas. Era lo único que sabía, la única forma conocida de vida que tenía, aunque su padre le había advertido tantas veces, no confíes en los cholos, son traicioneros y cobardes, te miran con respeto, pero a la vuelta de la esquina, si te pillan mal parado, te cagan. Por eso Constantino los mantenía a raya, pero a veces se le pasaba la mano y se desordenaba tomando con ellos la chicha de las pipas gigantes que eran de su padre, en las tardes, después de la trilla. Luego se arrepentía y los mandaba a todos al demonio. Agarraba los quintales de trigo recién cosechados y partía como un demente a venderlos al pueblo. No le importaba que el precio estuviera bajo, o que el camino estuviera como las reverendas, era no verles sus caras reclamando, lo que más le importaba evitar.
Cruzaban el puente sobre el río antes del mediodía. Veinte yuntas de bueyes juntaba, todas cargadas más allá de lo sensato. No le importaba, pero cuando empezaba a importarle era en la pagada del peaje por sobrepeso, que se le cobraba a cada agricultor, lloviera o tronase. – Dos pesos con cincuenta – decía monótono el hombrecito sin dientes que estaba al borde del puente que amenazaba con desplomarse. – No hay rebajas y no cobro a la vuelta – era todo su diálogo y Constantino se mordía la lengua, la tráquea, el esófago hasta llegar al estómago para no cantarle una sarta de elevadas que lo hubieran obligado a tener que cruzar quince kilómetros más allá, perdiendo todo el frescor de la mañana. Pagaba de malas ganas, cruzaban en filas y con sumo cuidado, mientras él acariciaba a su manco, y le hablaba quedo para que no tuviera miedo, porque si pasaban las carretas ellos ya estaban al otro lado.
Vendía, almorzaba y se iban. En el camino le hablaban los carreteros de las cosas de la vida y de los viajes, pero los mandaba a callar ligerito. Se encontraba con otros patrones como él que le dejaban más que invitado a bailes y cenas, pero rehúsaba de asistir. Eso de llegar bien vestido, oliendo a jabón gringo como los maricas y con una botella de vino fino bajo el brazo y la otra escondida en sus alforjas por si acaso, era francamente una falta de seso y un gastadero innecesario. Si tomar chichita era lo mismo, al final uno igual se cura como rana. Si el señor y el rajadiablos, a la hora de las copas, beben en la misma mesa. Darle plata a los franceses de la pulpería era una reverenda tontera. Gastando en zapatos finos, cuando las botas que hace el indio Miguel son harto wenas y durables. ¡Qué lesera! Mandar a las cabras a la escuela, como dicen las monjitas, es una pura pérdida de tiempo, además de los pesos que hay pagar por el internado. Yo me parto el lomo trabajando, me saco los riñones arriba del caballo, la chauchas ya no valen nada y una mujer que sepa leer, ¿qué beneficio trae? Puras leseras de los alemanes se les han metido en la cabeza, qué gente tan huevona, carajo.
Constantino nunca lo admite, pero mira de reojo a la señorita del internado. Le gusta verla caminar por la vereda polvorienta, pero no sabe qué decirle, no sabe cómo hablarle, acostumbrado a las bestias y los peones, acostumbrado a escatimar al grado summo, como un miserable, sin que gaste un cinco en nada que no sea de utilidad y en sus vicios. – Compañero – lo interrumpe un hombre en la calle – compañero, ¿tiene un fósforo? -¡¡Compañeros son los bueyes en el yugo, huevón!!. No me diga compañero que no estoy enyuntado con usted y aquí tiene el cerillo, pero espéreme un poquito que yo también prendo un cigarro con la misma mecha.
Buena y muy entretenida,no se sí sera cierta o no, pero la realidad es que es muy símpatica y amena, te felicito.-
Excelente , los relatos son lo tuyo, muy bueno
q entrete, muy corta si….