Gran Tienda Aquitania, le ha sonado siempre como un nombre a recordar. De más allá de este pueblucho olvidado se acercan tímidos los lugareños a preguntar por cortes de tela de diferentes tipos y clases. Desde osnaburgos hasta sedas. De todo hay. De todo se vende. Las grandes piezas se apilan en la pared de madera oscura, dispuesta especialmente para ello, donde se mezclan los colores, como en un popurrí surrelista.
Esteban había visto a su Europa original modificada en su esencia por todos los cambios drásticos y extremos que se han suscitado en este loco siglo diecinueve que comienza. Hubiera querido que todo haya permanecido igual, pero era inexorable este sino. Se decidió a viajar hasta este confín, donde ahora es respetado y escuchado, es parte de la comunidad entera y puede mandar a todos al demonio, si le place, porque puede y porque es un don.
La tienda ha ido lentamente dando frutos, como lento ha ido avanzando este pueblo perdido en mitad de la nada, en este país extraño, misceláneo y complejo, donde el que más se esfuerza termina sin nada y el que más arteramente procede llega al final de la partida. Es como ese juego extraño y enredado en el que participó en aquel puerto lejano, al final del globo, donde llegó, como primera parada de su viaje, apostando lo que no tenía y llenándose las manos con el dinero de aquellos que cazaban indios patagones o zorros por igual suma y se divertían mostrando sus pelos pegados a sus rifles.
Por una partida de truco, como se enteró Esteban se llamaba el famoso juego, arribó a este pueblo abandonado, con la carga de telas que pertenecían a otro hombre, que se tomaba la cabeza a dos manos porque no era posible que este desarrapado le hubiese quitado el fruto de su inversión por saber blufear mejor que él.
Avanzó el joven español, en un viaje de antología, por bosques infinitos, hasta llegar al pueblo de sus sueños, con el río verdoso y eterno, a su frente la cañada y el antiguo fuerte español justo ante sus ojos. Había visto esta premonición mientras dormía y no se atrevió a tentar al destino, dejando la carga en algún otro lado, o simplemente rematándola al mejor postor.
Siempre habían sido comerciantes en su familia, por lo que no le iba a costar gran trabajo establecer un negocio. Pero su naturaleza transhumante le gritaba que no debía permanecer por largo tiempo en este lugar. Esto de las telas era nuevo para él, pero mientras iba viajando, iba inspeccionando cada corte, cada tipo y de alguna manera mágica iba entendiendo el valor, la constitución y el alma de cada una de ellas. Así como los campesinos se comunicaban con sus bestias, él llegó a comunicarse con sus telas. La necesidad tiene cara de hereje, repetía, mientras examinaba cada pieza y parecía que la pieza le entendía y le aceptaba plenamente.
Atravesó el puentecito patético que juró reconstruir algún día, porque el pánico macabro de su cruce le provocó un pavor que jamás logró superar, y se instaló en el Hotel Unión. Qué nombre más pomposo para una posadita de campo, miserable y exigua, pensó en cuanto entró, pero cambió su idea rápidamente cuando Eugenia, la hija de los dueños, le ofreció algo de beber. Atrás había quedado su esposa y sus tres hijos, perdidos en la gran ciudad de su tierra natal. Con estas comunicaciones tan rudimentarias no había sabido de ellos en meses, que luego se transformarían en años. La vista del lugar le pareció perfecta, la vista de Eugenia mucho más. Cuando se entrevistó con don Alfonso, el recién electo regidor y le consultó por la posibilidad de un arriendo decente para establecer su comercio, se asombró de lo bien que fue tratado, a todas luces un caballero, dijo el hombre, cuando terminó de servirse el tercer vino y le indicó lugares, nombres, valores y todo lo necesario para poder triunfar ampliamente. Por supuesto estaba cordialmente invitado a quedarse en el Hotel por el tiempo que estimase pertinente y él tomó este ofrecimiento al pié de la letra. Al cabo de tres meses de juergas ininterrumpidas, mientras lograba poner en marcha su tienda, se enteró de las conexiones de poder en el pueblo, de cómo había funcionado esta historia desde el principio de los tiempos y de la fantástica cantidad de posibilidades que habían en este río revuelto constantemente por las pasiones, las mezquindades y la naturaleza humana.
Le agradaba profundamente la vista de su negocio, en aquella casa gigantesca que rentó por casi nada, aunque tuvo que invertir buenos pesos para reparar los pisos, que estaban hechos una miseria, pero la madera de calidad abundaba en este lugar y su fama de gentil caballero, que le causaba tanta gracia como las reverencias que le hacían las putas en el bulín de don Nicanor, de donde se convirtió rápidamente en cliente distinguido. Ellas juraban que él iba a malgastar su dinero pagándoles por sus favores, pero, no, señor, él no pagaba por placeres que un hombre puede obtener de gratis. Le costaba trabajo entender cómo esta manga de campesinos brutos eran capaces de gastarse fortunas con estas mujeres que les extraían hasta la médula.
Esteban se ganó un lugar de prestigio rápidamente y era consultado sobre diferentes asuntos en el pueblo. Era testigo presencial también de los acontecimientos y trataba de adelantarse a los hechos. Sabía que su buena suerte en el truco no podía ser eterna, sin embargo, se hacía buen amigo de sus escasos amigos y mantenía muy buenas relaciones con todos. Mostraba su particular sentido del humor en fiestas y reuniones, contaba chistes de grueso calibre en la casa de Nicanor y se daba por convidado a la reunión del Círculo Español que se celebraba cada tres meses en la capital de la provincia, donde todos los dones ibéricos se quitaban sus máscaras, asumían sus humildes orígenes, tomaban vino en botas, hacían palmas con el flamenco, escupían en el suelo, comían todos del mismo perol con guiso de conejo y se morían de la risa de ser considerados ciudadanos íntegros en esta sociedad tan torcida y falsa, que ellos habían inventado, en los albores de los tiempos de la conquista. Eran muchos como ellos, de distintas nacionalidades, quienes entraban por las ventanas de este país y a la vuelta de los años, eran considerados aristócratas y señores. Esteban se deleitaba de todo ello, sentía que era su oportunidad de tener el éxito con el que jamás se iba a topar en su tierra. Se recordaba de su mujer y sus hijos y en cuanto tuvo ganancias, les mandaba dinero mensualmente. Nunca recibió una nota de vuelta.
Que personaje ! me resulta muy entretenido, muy buena la historia
Realmente da la impresión de estar viviendo el relato, es fácil identificarse con el personaje. Bueno y transportador.-