Plegaria

prayer

No me siento feliz al llegar a mi casa, me has dicho de golpe y sin que te lo haya preguntado. Me has dado a entender que lo que debía ser tu hogar es un circo barato en el que moran, sin orden aparente, libros, muebles, recuerdos, vajilla, cajas vacías, espacios recónditos y un largo además.

Te escucho y trato de ponerme en tu lugar. Imagino las superficies queridas bajo el amparo de este caos que enuncias con vehemencia y no logro concentrar mi atención en tus palabras. No logro indagar para dónde va  esta queja encubierta, esta forma de evasión , ¿qué te molesta?, ¿qué es lo que te choca? ¿Qué quieres, finalmente?

Al amparo de los años compartidos, trato de explicarme tus preguntas y tu malestar, trato de interpretar tus dichos y entrar en tu pensamiento despacito y sin que me notes, para poner mi oído en tu alma atormentada por la tristeza y la sensación de los años pasados y los sueños no cumplidos. Siento, finalmente, que el desorden que tanto te molesta es el que, de modo figurado, pasa la cuenta por tus logros, metas y futuro. Escucho tus palabras, me sumerjo en tus pensamientos. Exhalo conclusiones que no vienen al caso compartir y no consigo ver el caos que enuncias con vehemencia.

Te digo, mira el vaso lleno, y creo firmemente que eres capaz de verlo, si te lo propones. Pero lo que te propones siempre ha escapado de mi entender y mis oídos son incapaces de procesar el idioma que viene de tu alma, cuando entras en ese estado de negación.

Escucho tu voz nuevamente, tus inflexiones, tus expresiones y me pierdo en lo que me hablan tus ojos.  Entiendo que estás en mitad de muchas cosas, que el tiempo avanza inexorable  y que siempre caemos en su cuenta, cuando menos lo esperamos. Entiendo que no hay seres perfectos y nunca he esperado eso de ti.

Quiero que el dolor no te toque, que la aflicción no te venza, que tus visiones sean sólo sesgos de tus miedos, que sigas soñando y me sigas deslumbrando cuando no quede nada más que ofrecer, excepto tu compañía.

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La Habitación

Hubo un tiempo en el tiempo donde todo resplandecía de la mano de Lucía, que fregaba con escobillas de esparto y jabón de lejía hasta que los semblantes se reflejaban en las tablas del piso. Se esforzaba como si esta casa fuera de ella y no paraba en su empeño hasta ver las superficies brillando. Entonces, estaba todo dispuesto para las tertulias y las visitas de los amigos; para las cenas y para las noches de lectura en compañía de un cognac y un habano.

El papel decomural mostraba sus grandes flores de colores deslavados, con su fondo de color manila. Pensamientos, rosas y jazmines se armaban en intrincados ramilletes que cubrían las paredes, dándoles el tinte que los habitantes de la casa necesitaban. Las vigas del techo se mostraban desnudas y plenas de  tallados, con historias y hechos conocidos sólo por la mano del carpintero, que tuvo a bien disponer su creatividad en cada una de ellas, haciendo un mapa imaginario que empezaba en la sala y terminaba, como era debido, en los dormitorios.

Los muebles fueron encargados a Europa. Los más expertos artesanos reprodujeron para todas las habitaciones exquisitos decorados que le hacían honor a las maderas que los sostenían. Todo olía a madera y calor. Todo estaba entremezclado con la cera de abejas que Lucía se empeñaba en frotar en cada ropero, cama, mesa, silla, arrimo, escritorio y biblioteca. Incluso las ventanas, con sus grandes postigos de bronce, recibían de vez en cuando una pulida con aquel paño de lana que amenazaba con desarmarse, pero que, en sus sabias manos, revivía una y otra vez.

La cama estaba dispuesta contra la pared al lado del ducto de la chimenea que subía desde el primer piso. Desde la ventana, entraba la luz de la mañana clara y sensible, cegadora en verano, amigable en invierno. El escritorio se adosaba a la pared contigua y todo olía con la brisa de la tarde que se colaba presurosa por entre los vidrios. La bacinica de porcelana descansaba callada y dócil, invariable, debajo de la cama. Todo tenía su espacio reservado, su parsimonia prevista, sus horas encantadas.

A la vuelta de los años, cuando la familia abandonó lentamente la casa, sólo esta habitación fue permaneciendo entera, con sus muebles y su papel decomural, hasta que el paso de los años fue cobrando lentamente sus cuentas y llevando por delante cada espacio, cada decorado y cada tinte consigo en un viaje sin retorno. Ya no estaba Lucía para salvaguardar la dignidad de  pisos y artefactos. Se había marchado mucho antes, sumida en el sopor mortal de las fiebres que causaban estragos.

La pátina en los vidrios fue creando visiones fantasmales que se colaban junto con el viento que entraba por las rendijas, ensanchando sus cavidades cada vez más. El papel decomural fue colapsando, por efecto de la humedad que interfería molestosa aquí y allá, hasta dar paso al alma de la pared, donde había morado la suave malla de arpillera, por años protegida, dormida y de pronto violentada por los elementos.

El polvo se iba acumulando en todos lados y sólo la vieja bacinica se mantenía en su sitio. Los pisos perdían lentamente su color rojizo y daban paso a un gris desaliñado que tocaba con tintes nostálgicos toda la habitación. La cama, dispuesta contra la pared, porque nadie se atrevió a moverla, seguía allí, como aspirante eterna al nido de las termitas y las salpicaduras de la lluvia que iba cobrando cada vidrio del ventanal, en cada temporal.

Cuando vinieron los carpinteros a demoler finalmente esta habitación y la casa por completo, de alguna parte perdida en las paredes y a fuerza de los martillazos, brotó un rosario, por años buscado, siempre recordado, que cayó dramático al lado de la bacinica, aún incólume, llena del polvo de los años, como si sus antiguos inquilinos hubiesen convertido sus humores en finas partículas, como sus recuerdos.

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Revelaciones

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Había soñado con esa escena varias veces, a lo largo de estos años, en imágenes difusas, como espectros cortados.

Además de la secuencia del minuto final en su vida pasada, que, con la ayuda de Mercedes Pilar y su propia porfía, apuró en entender; soñaba invariablemente con la escena de un plato con sal que se iba diluyendo en su propia humedad.

Veía una cama cubierta con una colcha de colores y el plato claramente dibujado debajo. La habitación era regular y no tenía dibujos ni pinturas, sólo una pequeña ventana a un costado le daba toda la luz que podía recordar. A veces, parecía que la sal cobraba vida y por alguna razón oculta se volvía más y más líquida, como si quisiera volver a su estado primigenio, de regreso al mar.

Mercedes Pilar quedaba siempre tan impresionada por estas visiones como por cualquier otra que llegara a sus sueños o a su entorno. Ceramista de profesión, artista por esencia y dotada de esta extraña capacidad para ver  más allá de lo evidente, que la perturbó desde que tuvo uso de razón porque jamás creyó que fuera posible, hasta el minuto macabro que vio en televisión exactamente la misma escena que había venido soñando por días.

Cuando se conocieron, Mercedes Pilar no pudo evitar comentarle lo que veía tan evidentemente en su semblante perdido  – Tu vida ha empezado mucho antes de este tiempo. No te asustes, que suele suceder. Lo he visto algunas veces, pero nunca tan claro como ahora. El amor te ha arrastrado a esta vida. Es el amor el que te dará las respuestas que buscas a las preguntas que moran en tu conciencia –

No tenía miedo. La verdad de las palabras de Mercedes Pilar le hicieron sentir que el comienzo estaba más cerca de lo que ella imaginaba, que sólo bastaba un poco de paciencia y la señal adecuada. Ahora, este plato con sal no le decía mucho a ninguna de las dos.

Estaba claro que el deseo de volver al origen era su propia conciencia llamándola. Estaba claro, también, que esta historia estaba escondida y más enterrada por el tiempo en donde se había iniciado. Mercedes Pilar se esforzó en buscar respuestas.

Un día dieron con la clave de todo, cuando ambas vieron la colcha de colores justo frente a ellas.

Ser

tormenta

Hago una tormenta en un mar de posibilidades y aún no sé adónde voy a llegar con mi existencia, aún no sé dónde convergen mis apreciaciones ni hacia dónde va mi destino. ¿Lo tengo? ¿Quiero tenerlo?

Me despierto en un sobresalto que me vacía el alma y deja mi corazón pegado a mi garganta. Miro a todos lados y sólo veo la ventana y las delicadas hojas del árbol que me protegen desde que tengo memoria, aquella misma memoria que quisiera borrar de un soplido y poder empezar a llenar de nuevo, día a día, al amparo de la experiencia que me precio de tener.

Escucho con atención los latidos de la ciudad y los míos y no logran sincronía. Estoy, existo, soy, pero de una forma diferente, al amparo de la experiencia que me precio de tener.

Hago una tormenta en un mar de posibilidades y aún no sé adónde voy a llegar con mi existencia.

Abrazos

Abrázame fuerte, no te sueltes de mí, dice él entre divertido y serio. Aquí estoy, apriétame fuerte, antes que lo último de mí se vaya.

Escucho tu corazón, siento tu aroma en mi nariz y eres parte de mi ser, piensa ella mientras aprieta su espalda contra su pecho. 

Abrázame fuerte, dice él de nuevo, no me sueltes que esto es lo que queda, esto y nada más.

Ella le verá alejarse después de este abrazo, ser nuevamente el sorprendente, locuaz e interesante que siempre ha sido, quedarse con su olor perdido en sus sentidos y dejarle ir. Queda el abrazo grabado en su memoria. Recorre el panorama, huele el río y sentirá que está aquí, pero de alguna forma insólita y verdadera lo que queda es sólo el abrazo, eso y nada más.

Me ha llamado Hermosa

margaritas

Aprieta con emoción el ramito en sus manos. Las frágiles margaritas se van marchitando a medida que avanza en su camino. Aprieta los dientes también y no mide sus pasos. Pierde la huella por un segundo y un cardo infame le rasmilla los tobillos. No le importa, no lo siente. Sólo escucha aún en sus oídos las frases entrecortadas de este hombre que la ha llamado hermosa.

Tantas palabras bonitas, viniendo de la misma boca que la besa y la devora, la hacen sentir liviana y suave, como la espuma. Siente aún sus manos en su espalda y se esfuerza por borrar la sonrisa de su boca. Aprieta los dientes una vez más y sueña con una vida con él y por él. Le ha despertado, le ha hecho volver a vivir o tal vez nunca había vivido y es esta brisa que le enciende sus mejillas la llama del amor.

Nunca ha sido muy sentimental y nunca había sido tocada por la ternura o la emoción. Sólo él le ha despertado, le ha hecho sentir lo indescriptible, la ha hecho morar entre sus sábanas y recorrer su cuerpo que creía marchito, para hacerla vivir. Él le ha llamado hermosa.

Todo la amargura y la tristeza que moraban en su ser se han desvanecido. Todos los días oscuros e iguales se han perdido. Todos los abrazos que siempre vió ajenos, ahora están aquí. Sólo existe por su abrazo, sólo espera su contacto. Sólo espera las frases entrecortadas en sus oídos y el olor a humo y sal que emana de su piel.

Estaba tan cerca y nunca le había visto. Nunca había siquiera soñado con este encuentro y aún cuando todo está en contra, y él esconde un secreto del que se ha cuidado de mostrar,  ella sabe que le ama y es correspondida. Las historias de los cuentos y las novelas se hacen presentes en su vida ahora y, por primera vez, se siente plena y en paz. Era esta dicha la que esperó siempre. Sus besos y su abrazo, sus frases azucaradas y suaves, sus manos recorriéndola entera. Ella se le ha entregado en nombre de este amor inconmensurable que le brota de su pecho y no sabe cómo fingir que no existe. Él le ha pedido esta prueba y ella no ha dudado en entregársela. Están hechos el uno para el otro, ha dicho y no quiere perderla.  La ha llamado hermosa tantas veces que ha terminado por convencerse. Jamás nadie había tenido una palabra de amor para ella. Él se las ha dicho todas y más.

Camina por la vereda y apretuja las florcitas una vez más. Cae en cuenta de ellas y las mira con tristeza. El calor de sus manos las ha marchitado. Él le dirá que no importa, siempre la pradera está llena de ellas, como su corazón está lleno de su mutuo amor.

Se amarán en silencio en los tiempos venideros, hasta que él revele su secreto con crueldad y sin importar nada más. De nada valdrá todo lo dicho, de nada valdrá este amor que le consume. De nada valdrá que él la haya llamado hermosa.

Descubrimiento

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Miro mi cara en este espejo y por fin me siento cómoda con mi semblante. Por años he evitado verme, porque esta imagen no se ajusta a mis recuerdos. Siento que he vivido mucho tiempo y muchas vidas en un pasado nebuloso y distante que se escapa de mis memorias. Intento atraparlo, pero me evade. A veces logro encontrar una parte de esa historia, pero al igual que los arqueólogos, tengo que ir juntando los pedazos, adivinando hasta lograr entender el todo.

Es agotador y humillante. Es demasiado vivir. Quisiera sacarme estos recuerdos molestosos y concentrarme sólo en esta vida, pero el sonido de tu voz me persigue. Golpea mi mente como las olas del mar a los acantilados. Intento mantenerme incólume, pero me vences, no quiero seguir escuchando la música de tu nombre en mis sueños.

Me das esperanza desde la profundidad del pasado y la fuerza para buscarte. Quisiera no haber vivido tanto, quisiera haberme aferrado a tu mano y no haberte perdido. Quisiera tantas cosas de esa vida y de esta y siento que estoy en mitad de la nada. Te siento tan cerca que podría tocarte. Tu olor se desvanece de mis sentidos apenas toco esta conciencia. No quiero estar consciente. No quiero estar. Quiero perderme en tus abrazos, como sé que alguna vez lo hice. Quiero respirar en tu pecho agitado y olvidarme de mi cara, de mi nombre y de mi vida. Sólo tú. Sólo tú que permanezcas en mi ser, como sé que alguna vez lo fue.

Miro mi cara en este espejo y me reconozco por primera vez, como si de alguna forma mágica me hubiera pegado a esta imagen. Sueño nuevamente, incluso despierta, la noche macabra cuando dejé de vivir mi vida y me vine a vivir esta, que es prestada, que es ajena y sin embargo es real.

Percibo tu olor en mis sentidos, como una constante que no me deja. Como si te negaras a abandonarme, pero no te encuentro en esta realidad y sigo buscándote, porque sé que existes. Si yo he venido, siento que tú también.

No sueltes mi mano, sé que te rogué y por alguna razón incomprensible me soltaste. Ahora tenemos esta complicación que me quita la cordura y que me hace ver pequeños esbozos del pasado, atados a lugares que sé que he visto pero que no logro relacionar con nuestra historia.

Esta sensación incompleta me perturba y me enloquece. Quisiera volar a tus brazos y quedarme prendida a tus olores, hasta desfallecer de alegría sintiéndome, por primera vez en largo tiempo, en control de mi razón.

Regresa a mí, te he rogado tantas veces y sólo tus recuerdos acuden a mi mente. Cada vez más claros, cada vez más vívidos, cada vez más enteros. Sé que estás cerca, pero no sé si vas a lograr reconocerme. Tengo la esperanza más fuerte y perfecta del planeta, alimentada por la fuerza de la pasión que sé que nos subyugó un día. Te ayudaré a verme detrás de esta cara ajena y te amaré como sé que lo hice alguna vez.

El Faro

Quinientos veinticinco días en esta roca del demonio le habían demostrado tantas cosas sobre sí mismo, que estaba por creer que era otra persona. Había aceptado este trabajo como hubiera aceptado cualquier otro, dada las circunstancias y no había reparado en lo difícil que iba a ser solamente sobrevivir.

La roca se alzaba en medio del mar, cubierta por el océano y la suave bruma que producía la rompiente de las olas. Se mantenía allí por alguna razón misteriosa y se había quedado esperando que la tierra la alcance, como una dama orgullosa . Su trazo irregular le confería diversas formas a la imaginación de los lugareños, que le llenaban de poderes sobrenaturales. Detenía el mar, decían, con la fuerza de la tierra alzándose insolente frente a este océano vasto y atemorizante. Esa era Tilly. La miraban con arrobo desde la playa y muchas historias se contaban en su nombre.

«Debes llegar a lo alto de esa roca y permanecer ahi por cuatro días instalando el campamento. Una vez que ese tiempo pase, llegarán a relevarte y empezarán la construcción». Esa había sido la orden que cambiaría el resto de su vida, que le enseñaría lo frágil pero innegable que era el espíritu humano.

El delgado botecito se mece sobre las olas, como una pequeña cáscara de nuez. Los hombres se muestran recios, pero están aterrados. Tilly está cubierta de espuma y las olas que la envuelven sobrepasan su planicie. Se ve amenazadora y gigantesca. Se imaginan miles de terrores al llegar a sus acantilados resbalosos y verdes. Usan ganchos para adherirse a la roca, pero el mar es furioso y cruel. Les golpea a intervalos tan seguidos que les impide respirar. Están empapados. Faltan los mismos cuatro días que hace dos horas atrás.

Los recuerdos siguientes están ligados a la sal en su boca y la sensación de no haber estado seco jamás. Mira atemorizado como el sol se va escondiendo en el horizonte. Mira a su alrededor y sólo ve agua y la superficie porosa de la roca. Intentan llegar al único sector que parece más seco para pasar la noche.

Mira la luz del amanecer y respira contrayendo sus pulmones, tratando de evacuar toda el agua que ha recibido esta noche maldita. Perdieron sus carpas, perdieron parte de sus provisiones. La fuerza del mar les obliga a bajar sus cabezas y cuestionarse miles de veces en el día si vale la pena doblegar esta mole.

Siguen así por otros días que parecen no avanzar ni dejarles cumplir su cometido. De pronto, entre la bruma, divisan un mástil. Las olas golpean fuerte y la imagen se pierde por momentos. Dudan que logre alcanzarlos. Miran espectantes y nerviosos. Están hambrientos. Necesitan abandonar este purgatorio ahora.

Se esfuerza la embarcación, sube y baja acercándose peligrosamente a los remolinos al pie de la gran roca. Tilly no le dejará pasar. Enronquecen los hombres dando instrucciones a los del barco. Arrecia el océano, se pierde la luz del día. Desaparece el bote nuevamente. Se desesperan los hombres, quieren irse. Esto es peor que el infierno. No logran ver el barco. Por milagro uno de ellos avista un grupo escalando la pared de la roca. Tilly ha sido amable esta vez.

Se deslizan por la pendiente, dejando a sus relevos instalados tras ellos. Se pierden en el océano que los traga sin piedad. Salen a flote, vuelven a sumergirse. Alcanzan el barco. Son afortunados. Un café caliente y las instrucciones del capataz. Deben regresar a tierra y luego a la roca nuevamente. Así en intervalos de cuatro días hasta que hayan construido el refugio y luego las bases del faro.

Creyó volverse loco. Creyó convertirse en una criatura marina. Creyó que Tilly le hablaba y le obligaba a quedarse, a hacerse parte de su superficie, a sumergirse en sus remolinos, a perecer en sus contornos. Así por quinientos veinticinco días, con sus noches oscuras, con su bruma cubriéndolo todo, con esperanzas, con terror, con dolor, con muerte y con la silente sensación de la conquista que se acrecentaba cada día. La ansiedad de poder abandonar este lugar para siempre era el motor para todos ellos. Les obligaba a levantarse, a moverse y seguir construyendo, taladrando la roca, afianzando las bases, doblegándola. 

Al poner la última piedra, sin embargo, miró a su alrededor y comprendió que iba a echar de menos este lugar. Se ofreció como voluntario para cuidar el faro. Estaba obsesionado, no iba a ser capaz de vivir en ninguna otra parte de la tierra. Tilly le había conquistado. Ahora le pertenecía.

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Evadido

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Quiere escapar. Es la premisa que viene a su cabeza. Quiere escapar. Sentado, disfrutando la vista, no hay sosiego. Evadirse y bajar corriendo esta montaña imaginaria, como en el invierno, cuando se desliza desatado por la pendiente. Quiere escapar. Como un conejito asustado, atrapado en su propia estupidez, contempla sin mirar el panorama y la vista del reloj de arena sobre la mesa le perturba. Las noticias traen historias de otras realidadades. Entran por sus oídos y salen rápidamente sin afincarse en su cabeza. Sólo escucha su propio corazón saltando, tratando de traspasar su pecho, en busca de lo hermoso, lo sublime, lo abyecto y lo perverso que está afuera de este lugar.

Mira a su alrededor y planea una ruta. Planea una evasión dramática y silente, pero cae en cuenta que está solo. Quiere salir, pero no sabe adónde, quiere escapar pero no encuentra cómo. Sencillamente, abre la puerta de la habitación y respira aliviado. Este solo ejercicio le devuelve el sosiego. No hay rutina, no hay tedio. Es esta realidad la que quiere. Es la energía mágica que fluye de su ser la que necesita, aquella que le infla sus venas, que le hace pensar a mil por hora y que, de buenas a primeras, le hace reaccionar tan locamente. Quiere escapar, porque el sopor de los hechos le aplasta. Quiere deslizarse por la pendiente de la vida a toda velocidad y ser el dueño de su tiempo, pero a la vez estar a la deriva.

Regresa aliviado a las noticias. Cierra la puerta suavemente. Ahora se concentra. Ahora sabe dónde está.

El Bote

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Mary busca entre sus platos un cenicero. Esta disposición de las cosas en su casa del campo, como le llama, la desconcierta. No tuvo nada que ver, por alguna razón inexplicable y falta al respeto, pero ella francamente pasa por alto todo esto y se esmera en encontrar lo que busca.

Cuando lo tiene junto a ella, se da cuenta que hay otro en la ventana. Nos reímos divertidas y poniendo los dos frente a ella, disfrutamos el sol de la tarde, antes que las nietas regresen del agua y sus hijas empiecen a rezongar por los hechos cotidianos.

Conversamos sobre varios temas, saltando de uno al otro, sin orden ni suspenso, para no volver atrás. Mary no quiere volver atrás. Siempre me lo ha dado a entender. Sólo quiere que el día a día sea más sereno, que el tiempo avance lentamente y que pueda disfrutar de los escasos minutos de tranquilidad que puede robar. Por alguna razón sin sentido entramos en un diálogo que no tiene nada que ver con lo que hablábamos al principio, pero no me opongo ni trato de restablecer el tema anterior. Ella es así, divagante y sincera, honesta, graciosa, sin rencores, sin odios,  Mary simplemente.

Gregorio insistía en tener más hijos, pero yo ya estaba tan cansada de todo. Con las niñitas chicas, son cuatro, tú sabes, estaba hasta más arriba de la coronilla y más encima llegó doña Pepa a morir con nosotros. Pobre vieja, la trataron como la mona en la casa de reposo y vino a parar acá. Gregorio la trajo sin consultarme y se armó un despelote en la casa que ni te cuento.

Gregorio insistía. Yo creo que quería tener un hijo, pero estaba bueno de leseo, ya entonces estaba tan cansada de todo. Cuando iba al médico tenía que ir volando. Menos mal que Roberto, mi primo ya se había recibido de doctor y me ayudó a conseguir anticonceptivos. Era una locura. En ese tiempo no era como ahora. ¡Había que pedirle permiso al marido! Ahora las cabras tontas que quedan esperando guagua es porque quieren.

Me dieron unas pastillitas, me acuerdo, tan chiquititas, apenas las veía en la noche. Las tomaba a escondidas, para que Gregorio no se molestara. Venían de colores me acuerdo y yo las metía en un frasco de homeopatía, apurada y escondía el frasco. Si me preguntaba, tenía otro de los mismos y le decía que eran píldoras para el dolor de cabeza.  En ese tiempo me empezaron estas jaquecas horribles. A veces no podía ni moverme y las niñitas saltando encima mío, ¡qué tontera! Te imaginas con otra guagua…

Seguí así un buen tiempo, hasta que una amiga de Maryann, mi hija mayor, pasó unos días en la casa. Le comenté, porque ella estudiaba para matrona y casi se le cayó el pelo. Me dijo ¡tía, tiene que tener la pura escoba con las hormonas!, si cada pastilla tiene un color porque tienen una carga distinta que debe ser para el día específico del ciclo. ¡Vaya a ver un médico al tiro! 

Yo me morí de la risa y la cabra me miró como si estuviera loca. Fueron bien amigas con mi hija. Ahora parece que está en Francia.

El griterío de las nietas la interrumpe. Del mar aparece de pronto un bote a motor. Maryann viene a visitar a su madre, desde el otro lado de la bahía. Siempre le ha gustado hacer esas entradas tan espectaculares. Simpática y risueña, tiene una energía y un ángel únicos. La menos complicada de las hijas, muy, muy parecida a Mary.

Se abrazan. Maryann le deja un pequeño paquete con algunas cosas y se retira como una actriz de cine, saludando a todo el mundo, con una sonrisa de oreja a oreja. Mary sonríe también.

El Internado

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Voy al correo, hermana, ¿necesita algo?. Sor Magdalena la mira con profundo cariño y sólo aprieta su mano y mueve su cabeza en señal de negación. Ha estado con ellas desde que tiene memoria. Por alguna razón incomprensible y desconocida vino a parar a la Comunidad de la Santa Cruz y ha viajado con las monjas a este pueblo abandonado, donde el Padre Teodosio hacía su labor de misionero con más voluntad que recursos. El viejo cacique le había regalado unas cuadras de tierra, porque toda esta gente de afuera se volvía loca con eso, no entendían que una vez que uno se muere, no queda nada, ni el recuerdo. Que el hombre estaba para acompañar a la tierra y no al contrario. Nunca los había comprendido, pero este cura de barba infinita, que les había traído medicinas a su gente, les trataba como iguales, y se esforzaba en aprender su lengua, tenía un espíritu tan distinto, que era imposible no quererle. Luego llegaron las monjitas y el sacerdote cambió. Todos los hombres cambian con mujeres alrededor, solía decir el viejo cacique, cuando saludaba al Padre, quien le estrechaba la mano avergonzado, porque en su ignorancia de hombre iletrado era tan sabio y complejo, que invariablemente tenía razón.

La Comunidad se levantó con esfuerzo y con alegría, porque las bendiciones del Señor eran infinitas en este pequeño poblado que los recibía con curiosidad y asombro. Pronto establecieron el colegio y en seguida el internado. María Isabel, quien había colaborado en cada etapa de este milagro, como lo llamaba el Padre, se hizo cargo del internado, más que todo porque nadie más se preocupó de este detalle. Organizó como pudo el ingreso y acomodo de las alumnas. Cómo poder dotar de lo mínimo a cada dormitorio fue un dolor de cabeza que le acompañó el primer año. Pero la cooperación de la gente era infinita, todos querían que sus hijas estuvieran a gusto y qué mejor que tenerlas con las monjas, aunque a veces no les entendían ni jota, pero era una muestra de elegancia y refinamiento comentar que las niñas estudiaban.

María Isabel había aprendido economía doméstica  y alemán con  sor Magdalena,  aquella de mejillas siempre coloradas, de mirada dulce y piadosa, que la quería como a una hija; latín y matemáticas con sor Bernarda, gigante como su nombre, robusta, pero dulce; se conmovía con nada y muchas veces lloraba en Semana Santa la pasión de Nuestro Señor. Todas ella habían castellanizado sus nombres para hacerse más cercanas a las niñas, pero aún así eran lejanas. Todas eran suizas y habían cambiado su hermoso país por este viaje hacia una cultura nueva, tratando de lograr con disciplina, cariño y buena voluntad una transformación que sentían era necesaria en esta parte del mundo. María Isabel, cuando tuvo suficiente información y las habilidades mentales formadas en las lecciones de lógica  y filosofía que le enseñaba el Padre, discrepaba en silencio de la labor de las hermanas. Sabía que era virtualmente imposible cambiar de un día para otro y que todas estas niñitas estaban aquí para ser preparadas para ser esposas, desdichados seres que tenían que aguantar lo peor, en la mayoría de los casos, en nombre de un matrimonio bendecido por Dios y unido para no ser separado por el hombre. Consideraba injusto este mundo donde vivían y se esforzaba vehementemente en que las niñas del internado tuvieran interés en otras materias, además de cocinar guisos y bordar punto de cruz. De alguna manera, admiraba a las hermanas, pero sentía que su visión del mundo estaba limitada por la cofia que usaban incluso para dormir. Había crecido con ellas y sus memorias estaban ligadas a ellas. No recordaba nada más que estas manos extranjeras que le enseñaban a vivir, cultivando huertas, haciendo pan, limpiando pisos con escobillas de esparto y jabón de lejía que le cocía las manos. Sor Berchman, la maestra de química, física y ciencias naturales, quien fue la única que se negó a castellanizar su nombre, trató de enseñarle primeros auxilios y convertirla en enfermera, pero fue imposible. La sola vista de heridas de cualquier tipo le provocaba escalofríos y su alma no estaba preparada para el dolor ajeno. Consultaba con frecuencia porqué era necesario infringir dolor para curar. Creía fervientemente que existían otras técnicas, menos primitivas y que debería haber alguna sustancia que curase el dolor o al menos lo mitigase. Investigó, se inscribió en cuanta revista de ciencia encontró y cuando se popularizó el uso del cloroformo, sintió que su espíritu estaba en paz.

Se sentía encerrada y limitada por ser mujer. Evitaba pensar en la palabra «solterona» y se le llenaba el corazón de ensoñaciones cuando leía novelas románticas. Imaginaba su vida como aquellos escritos y se sorprendía muchas veces con la mirada perdida, recordando pasajes y haciendo de protagonista. Miraba a su alrededor, cada vez que estaba en el pueblo y la vista le provocaba un sentimiento de profunda desolación. No quería terminar sus días como la mujer que atendía el correo, amarga y sola, y cuando conoció a Margarite, esa noche de luna llena que volvía de la casa de una de sus alumnas, con las carretas llenas de cosas donadas para el internado, entendió que habían alternativas. Que era necesario luchar y no esperar que el Señor nos ilumine con su gracia y nos entregue todo en bandeja.  Margarite era valiente y decidida. La hermana que nunca tuvo, con quien confidenciaban sus afanes y sueños. Ella le contaba de su pasado en Alemania, y de la vista espantosa que vió en los ojos de aquel pretendiente que tenía que desposar. Siempre concluían que preferían ser solteronas, antes que esclavas de hombres crueles y sin un ápice de dulzura ni sentimientos. Compartían las novelas y trataban de hablar en español lo más posible. Margarite insistía que si era la lengua de esta tierra, qué diablos hacía ella hablando con su acento de Westfalia,  todos la miraban como bicho raro y nadie lograba entenderle nada, con la consabida frustración y desesperanza de encontrar alguien que realmente la amara.

Cuando María Isabel iba al correo, esperaba con ansias sus revistas y libros, y por alguna razón extraña, siempre esperaba algo más.  Tanto desear que algo sucediera, pasó. Una tarde de invierno, cuando el correo se había retrasado porque los caminos estaban intransitables, producto de un aguacero que amenazaba con partir el cielo, esperó en la oficinita, redactando algunas líneas para el encargado de educación de la provincia y no reparó en las botas sucias y el olor a tabaco que inundaba la pequeña habitación, hasta que estuvo casi por derribarla de su asiento. Miró molesta y se puso de pié. El aroma del cigarro se erguía como un nubarrón, amenazante. Luego que la exhalación se disipó, pudo ver la cara de este hombre impertinente y rudo que casi la tumba porque no la había visto. Constantino Del Palmar, tanto gusto, fue lo único que atinó a decir, quitándose su sombrero de fieltro empapado. Su cabellos rojos en desorden y sus pequeños rulos saltando como resortes de fantasía, le hicieron olvidar su malestar. La mano gigante que estrujó la suya , estaba sudada o tal vez ensopada por el temporal y quedó por un rato más largo de lo prudente pegada a la de ella. Se miraron a los ojos y se congelaron en este segundo. Sus labios dulces y perfectos, su cuello amplio. Su pecho gigante y sus cabellos. El olor que emanaba de su ser era salvaje y primitivo, algo que jamás pudo olvidar y siempre buscó en los tiempos venideros. Ella no atinó a decir su nombre y él se despidió apurado, trastabillando por sus espuelas enredadas. La miró con dulzura y vergüenza, se disculpó y volvió a tomar su mano. Una gota de agua resbaló del ala de su sombrero y cayó en los labios de María Isabel. Apartaron sus miradas y él se retiró turbado. Ella se quedó prisionera de sus ensoñaciones, enrojecida de pies a cabeza por una ola incontenible de sopor y se dejó caer en el asiento nuevamente. Sus papeles estaban regados en el suelo. Él no había reparado en ellos y les aplastó con sus botas embarradas. María Isabel los recogió y un sentimiento de profundo desconcierto le embargaría por semanas. Cuando Margarite le consultó qué era, ella sólo atinó a decir: Constantino Del Palmar.