
Voy al correo, hermana, ¿necesita algo?. Sor Magdalena la mira con profundo cariño y sólo aprieta su mano y mueve su cabeza en señal de negación. Ha estado con ellas desde que tiene memoria. Por alguna razón incomprensible y desconocida vino a parar a la Comunidad de la Santa Cruz y ha viajado con las monjas a este pueblo abandonado, donde el Padre Teodosio hacía su labor de misionero con más voluntad que recursos. El viejo cacique le había regalado unas cuadras de tierra, porque toda esta gente de afuera se volvía loca con eso, no entendían que una vez que uno se muere, no queda nada, ni el recuerdo. Que el hombre estaba para acompañar a la tierra y no al contrario. Nunca los había comprendido, pero este cura de barba infinita, que les había traído medicinas a su gente, les trataba como iguales, y se esforzaba en aprender su lengua, tenía un espíritu tan distinto, que era imposible no quererle. Luego llegaron las monjitas y el sacerdote cambió. Todos los hombres cambian con mujeres alrededor, solía decir el viejo cacique, cuando saludaba al Padre, quien le estrechaba la mano avergonzado, porque en su ignorancia de hombre iletrado era tan sabio y complejo, que invariablemente tenía razón.
La Comunidad se levantó con esfuerzo y con alegría, porque las bendiciones del Señor eran infinitas en este pequeño poblado que los recibía con curiosidad y asombro. Pronto establecieron el colegio y en seguida el internado. María Isabel, quien había colaborado en cada etapa de este milagro, como lo llamaba el Padre, se hizo cargo del internado, más que todo porque nadie más se preocupó de este detalle. Organizó como pudo el ingreso y acomodo de las alumnas. Cómo poder dotar de lo mínimo a cada dormitorio fue un dolor de cabeza que le acompañó el primer año. Pero la cooperación de la gente era infinita, todos querían que sus hijas estuvieran a gusto y qué mejor que tenerlas con las monjas, aunque a veces no les entendían ni jota, pero era una muestra de elegancia y refinamiento comentar que las niñas estudiaban.
María Isabel había aprendido economía doméstica y alemán con sor Magdalena, aquella de mejillas siempre coloradas, de mirada dulce y piadosa, que la quería como a una hija; latín y matemáticas con sor Bernarda, gigante como su nombre, robusta, pero dulce; se conmovía con nada y muchas veces lloraba en Semana Santa la pasión de Nuestro Señor. Todas ella habían castellanizado sus nombres para hacerse más cercanas a las niñas, pero aún así eran lejanas. Todas eran suizas y habían cambiado su hermoso país por este viaje hacia una cultura nueva, tratando de lograr con disciplina, cariño y buena voluntad una transformación que sentían era necesaria en esta parte del mundo. María Isabel, cuando tuvo suficiente información y las habilidades mentales formadas en las lecciones de lógica y filosofía que le enseñaba el Padre, discrepaba en silencio de la labor de las hermanas. Sabía que era virtualmente imposible cambiar de un día para otro y que todas estas niñitas estaban aquí para ser preparadas para ser esposas, desdichados seres que tenían que aguantar lo peor, en la mayoría de los casos, en nombre de un matrimonio bendecido por Dios y unido para no ser separado por el hombre. Consideraba injusto este mundo donde vivían y se esforzaba vehementemente en que las niñas del internado tuvieran interés en otras materias, además de cocinar guisos y bordar punto de cruz. De alguna manera, admiraba a las hermanas, pero sentía que su visión del mundo estaba limitada por la cofia que usaban incluso para dormir. Había crecido con ellas y sus memorias estaban ligadas a ellas. No recordaba nada más que estas manos extranjeras que le enseñaban a vivir, cultivando huertas, haciendo pan, limpiando pisos con escobillas de esparto y jabón de lejía que le cocía las manos. Sor Berchman, la maestra de química, física y ciencias naturales, quien fue la única que se negó a castellanizar su nombre, trató de enseñarle primeros auxilios y convertirla en enfermera, pero fue imposible. La sola vista de heridas de cualquier tipo le provocaba escalofríos y su alma no estaba preparada para el dolor ajeno. Consultaba con frecuencia porqué era necesario infringir dolor para curar. Creía fervientemente que existían otras técnicas, menos primitivas y que debería haber alguna sustancia que curase el dolor o al menos lo mitigase. Investigó, se inscribió en cuanta revista de ciencia encontró y cuando se popularizó el uso del cloroformo, sintió que su espíritu estaba en paz.
Se sentía encerrada y limitada por ser mujer. Evitaba pensar en la palabra «solterona» y se le llenaba el corazón de ensoñaciones cuando leía novelas románticas. Imaginaba su vida como aquellos escritos y se sorprendía muchas veces con la mirada perdida, recordando pasajes y haciendo de protagonista. Miraba a su alrededor, cada vez que estaba en el pueblo y la vista le provocaba un sentimiento de profunda desolación. No quería terminar sus días como la mujer que atendía el correo, amarga y sola, y cuando conoció a Margarite, esa noche de luna llena que volvía de la casa de una de sus alumnas, con las carretas llenas de cosas donadas para el internado, entendió que habían alternativas. Que era necesario luchar y no esperar que el Señor nos ilumine con su gracia y nos entregue todo en bandeja. Margarite era valiente y decidida. La hermana que nunca tuvo, con quien confidenciaban sus afanes y sueños. Ella le contaba de su pasado en Alemania, y de la vista espantosa que vió en los ojos de aquel pretendiente que tenía que desposar. Siempre concluían que preferían ser solteronas, antes que esclavas de hombres crueles y sin un ápice de dulzura ni sentimientos. Compartían las novelas y trataban de hablar en español lo más posible. Margarite insistía que si era la lengua de esta tierra, qué diablos hacía ella hablando con su acento de Westfalia, todos la miraban como bicho raro y nadie lograba entenderle nada, con la consabida frustración y desesperanza de encontrar alguien que realmente la amara.
Cuando María Isabel iba al correo, esperaba con ansias sus revistas y libros, y por alguna razón extraña, siempre esperaba algo más. Tanto desear que algo sucediera, pasó. Una tarde de invierno, cuando el correo se había retrasado porque los caminos estaban intransitables, producto de un aguacero que amenazaba con partir el cielo, esperó en la oficinita, redactando algunas líneas para el encargado de educación de la provincia y no reparó en las botas sucias y el olor a tabaco que inundaba la pequeña habitación, hasta que estuvo casi por derribarla de su asiento. Miró molesta y se puso de pié. El aroma del cigarro se erguía como un nubarrón, amenazante. Luego que la exhalación se disipó, pudo ver la cara de este hombre impertinente y rudo que casi la tumba porque no la había visto. Constantino Del Palmar, tanto gusto, fue lo único que atinó a decir, quitándose su sombrero de fieltro empapado. Su cabellos rojos en desorden y sus pequeños rulos saltando como resortes de fantasía, le hicieron olvidar su malestar. La mano gigante que estrujó la suya , estaba sudada o tal vez ensopada por el temporal y quedó por un rato más largo de lo prudente pegada a la de ella. Se miraron a los ojos y se congelaron en este segundo. Sus labios dulces y perfectos, su cuello amplio. Su pecho gigante y sus cabellos. El olor que emanaba de su ser era salvaje y primitivo, algo que jamás pudo olvidar y siempre buscó en los tiempos venideros. Ella no atinó a decir su nombre y él se despidió apurado, trastabillando por sus espuelas enredadas. La miró con dulzura y vergüenza, se disculpó y volvió a tomar su mano. Una gota de agua resbaló del ala de su sombrero y cayó en los labios de María Isabel. Apartaron sus miradas y él se retiró turbado. Ella se quedó prisionera de sus ensoñaciones, enrojecida de pies a cabeza por una ola incontenible de sopor y se dejó caer en el asiento nuevamente. Sus papeles estaban regados en el suelo. Él no había reparado en ellos y les aplastó con sus botas embarradas. María Isabel los recogió y un sentimiento de profundo desconcierto le embargaría por semanas. Cuando Margarite le consultó qué era, ella sólo atinó a decir: Constantino Del Palmar.