Noche de Verano

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La noche se había tornado insoportable. El calor del verano entraba por todos los rincones de la casa. Había sido un día extenuante. Todo sucedía de la misma forma una y otra vez. La luz de la luna hacía brillar cada superficie e iluminaba cada habitación. Las ranas croaban desatadas y nerviosas y los pájaros nocturnos aleteaban en eternas rondas por el espacio.

No había un rincón en su habitación en que el aire no fuera asfixiante y denso. Se dio muchas vueltas apartando las sábanas, abriendo la ventana. El lejano rumor de la ciudad le alcanzaba por momentos, en ráfagas que hubiera jurado que eran el viento. Habían intentado invadirla por segunda vez. El humo de la pólvora recorría el aire en todas direcciones, haciéndolo más denso e irrespirable. Se escuchaba a lo lejos baterías de cañones. El calor seguía arreciando, como si fuera mediodía.

Se levantó en silencio y sigilosa recorrió los metros desde su habitación hasta el baño. Su camisón vaporoso le acompañaba en una visión fantasmal, mientras en el horizonte se veían relámpagos de fuego. Tenía miedo, como todos los demás, pero no había conseguido dormir. Abrió la puerta con cuidado y se desnudó. La claridad de la noche le hacía ver su silueta sin necesidad de luz. Cogió su cabello en un moño alto y de pié, empezó a llenar la vieja palangana de loza. Tomó una esponja y lentamente dejó correr el agua por su cuerpo. Todo se redujo a este minuto. Los recuerdos, el miedo, el sopor, el estío, los relámpagos y el fuego, todo desapareció en este breve instante y mientras las gotas de agua bajaban por su cuerpo en carreras desatadas, perdiéndose entre el calor de sus miembros y el pulso de su sangre. El calor iba cediendo por segundos y por otros, volvía desde su interior. Seguía recorriendo con cuidado sus carnes desnudas ayudada de la esponja y seguía sintiendo que las gotas le invadían y le refrescaban, alegres. Las ranas seguían croando afuera desatadas, esperando el vital elemento en sus charcas, secas y polutas. La aves nocturnas seguían dando giros eternos por la noche, mientras la luna iluminaba no sólo la habitación, sino sus sentidos por completo.

La palangana conservaba el frío del agua por minutos largos y exquisitos, mientras la esponja seguía absorbiendo y dejando caer, a lo largo de sus extremidades, la incomparable textura del líquido vital.

Los cañones escupían pólvora, humo y miedo. Las carreras silenciosas de las gotas de agua siguiendo los recovecos de su espalda, le ayudaban a evadir el horror que se cernía en el horizonte. Era todo tan incierto. Sólo su figura existía con seguridad, sólo el agua le devuelvía la cordura, le tranquilizaba y le daba esperanza. Croaban las ranas, graznaban las aves nocturnas, los relámpagos de pavor se dibujaban en el horizonte, la luna iluminaba todo. 

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Amanecer en Barajas

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Era la primera vez en la vida que viajaba a la capital o a ningún otro lugar. Nunca había estado siquiera interesada en visitar la principal urbe de su país, pero los días presentes eran de una rareza indescriptible y todo aquello con lo que siempre soñó se iba haciendo realidad con una certeza abismante y descarnada. Estaba aterrorizada por dentro.

Tomó el bolso de viaje, demasiado aparatoso e inmanejable y lo llenó con demasiadas cosas que nunca llegó a usar en su destino. La sola idea de cruzar el mar era impensada. Se perdía en su propio pueblo, ¿cómo iba a llegar a Europa si era incapaz de articular un viaje a la capital? Llegar ahí era el comienzo de la travesía.

El hermoso ángel que había tocado su corazón una tarde, al final del verano, dos años antes, estaba ahora muy lejos, pero antes le había propuesto que viajara a su país encantado. Tú puedes hacerlo, eres muy valiente y yo estaré esperándote. Este espacio entre nosotros debe achicarse porque quiero sentir tus abrazos. Vale la pena el intento, no temas que yo estaré ahí.

Había mandado los fondos, había indicado la mejor forma de hacer la travesía, pero no la convencía del todo. Era sólo una niñita ingenua que creía que sabía todo lo necesario para volar entre las nubes. Ahora tenía que probar que realmente era capaz.

El bus llegó con retraso al terminal de la gran ciudad. La amiga  que iba a facilitar su traslado por la gran urbe también llegó con retraso. Las interminables columnas de vehículos en la capital, a la hora de la congestión, amenazaban con frustrar todos sus planes. Llegaron raudas al aeropuerto, apenas con el tiempo mínimo para poder embarcar. La encargada de la mesa le conmina a correr, el avión está en la manga, es preciso que aborde ahora. No sabe qué hacer, sólo seguir el pasillo cuesta abajo y luego de esa esquina, el aire cambia de presión.  Apenas ha visto la ciudad, apenas la ha recorrido. El aire era denso y caliente antes, ahora se torna gélido y liviano. Todos los pasajeros la quedan mirando, cuando es dirigida, con rapidez, por la azafata, a su asiento, apenas después de haber dado el capitán la orden de abrocharse el cinturón. La cabina está repleta. Todos ellos regresan a su patria. Ella, a esta altura, ya se arrepiente del viaje y  no sabe a dónde va.

Despega la nave con el ruido de los jets y el cambio de presión le tapa los oídos, sólo el tiempo suficiente para extasiarse al cruzar la cordillera. El espacio que cruza su visión y las nubes algodonadas que se mezclan y se cuelan entre las ventanas. ¡Qué sensación! El zumbido de la cabina se mete en su cabeza y no puede concentrar la lectura, la postura o los pensamientos. El aire se torna escaso y extraño, mientras el paisaje sigue llenando de maravillas su visión y el avión sigue ascendiendo. En un cordón interminable de alturas, nieve, colores, espacios,  nubes y rayos de sol. Es todo tan nuevo y colosal, que apenas nota la presencia de los carritos con comida y la ansiedad de los otros pasajeros.

Las horas transcurren con el zumbido de la cabina y su cabeza no coordina muchas cosas, el aire es insuficiente y los acentos españoles se pegan a sus recuerdos. La noche cae lentamente y ha logrado encontrar una posición agradable para dormir, pero cierra los ojos y no logra conciliar el sueño. El zumbido es inevitable, el crujir de la cabina lo es más. El ruido de los otros pasajeros, sus humores, sus tensiones, llenan el aire y le perturban. Sólo se repite, tienes que estar ahí, tienes que estar ahí.

La luces de la cabina se encienden lentamente y la noche aún inunda el mundo. Esta visión se le grabará para siempre, cambiando la perspectiva de sus pensamientos y la naturaleza de su esencia. Mientras vuela, concentrada mirando, ve su semblante reflejado por el ventana.  A través del cristal, miles de pequeñas luces de casas, edificios y automóviles con personas que inician su día en distintas circunstancias. Ve claramente un auto con las luces interiores encendidas y piensa en ellos. Cuáles son sus sueños y esperanzas, mientras las suyas escapan por minutos de sus manos nerviosas, que toman el café con leche y los pequeños panecillos con jamón que le ofrece la azafata.

Dan instrucciones complejas respecto a quiénes ingresan y quiénes siguen viaje. Entregan papeletas de inmigración y retiran audífonos y frazadas. La voz del capitán indica que arribarán en quince minutos, siendo las seis menos cuarto y la temperatura exterior de menos dos grados. Busca su suéter con calma y se abrocha el cinturón.

Los pequeños autobuses sin puertas trasladan a los pasajeros desde el avión hasta el aeropuerto. El frío congela las caras y las voces. El lugar apenas inicia su vida. Algunas luces se encienden aquí y allá. Los comercios están cerrados. El agua corre en delgados hilos de los grifos en los baños. Se dirige con cuidado al piso donde está la puerta de salida de su próximo vuelo.

El sitio está vacío. El ventanal deja ver, apenas, las luces de la ciudad de Madrid, despertando sin ganas, de su sueño de invierno. Lento se viene el sol. Son las siete y quince. Su vuelo a Zürich sale a las diez menos cuarto. Abraza la mochilita con sus efectos personales y su ardilla de peluche. Repara en las personas que pasan, las instrucciones que salen de los altoparlantes y cómo, lentamente, el piso se va llenando de vida. No se ha movido de su asiento desde que llegó. El sol refleja en los alerones de las naves que van despegando y llena la loza que reflecta los rayos. Después de otra hora, anuncian la salida de su vuelo. Lentamente, se dirige a la puerta de embarque con su mochilita y su ardilla de peluche. Los hombres de negocios le miran curiosos detrás de sus lentes y entremedio de sus trajes de diseñador. Le espera lo impensado, le espera otra vida.

La Cuñada

Al tiempo que llegó la señora Pepa a vivir a mi casa, empezó a aparecer toda la parentela de Gregorio, sin ningún aviso ni invitación.  A mí no me importaba porque en ese tiempo teníamos empleada y se compraba de todo, todos los días. Habían tres enfermeras, además, cuidando a doña Pepa. La pobre vieja no podía hacer nada por sí sola. Se la repartían en el día a la pobre y la ayudaban en todo.

La que empezó a aparecer bien seguido fue mi cuñada, la hermana de Gregorio. La Nena era muy simpática en ese tiempo, después se puso pesadita, pero Gregorio le hizo tantas chanchadas. ¿ Quieres un café?

Mary parte a la cocina, sin que me dé tiempo de acompañarla. Miro sin mucha curiosidad las fotografías que cuelgan de las paredes, donde salen ellos en sus viajes. Me pregunto cuántas cosas tuvo que aguantar en todo el tiempo que estuvo con su suegra viviendo en la casa. Entonces, Gregorio tomaba bastante y en varias oportunidades la policía le detuvo por manejar con trago. Eso y varias otras cosas más.

La Nena era muy especial entonces, muy coqueta ella, sigue Mary. Como había vivido en la capital por harto tiempo, se creía la muerte. Llegaba acá con unos vestidos que te mueres lo lindos, pero delgaditos, como telas de cebolla, no sé cómo no se moría de frío. Unos abrigos tres cuartos a la última moda, taco alto. Le encantaba andar de taco alto. Usaba siempre taco alto.

En las mañanas, los fines de semana, le fascinaba ir a la caleta de pescadores que hay aquí. En ese tiempo no era como ahora, llena de suciedad y con esos locales por todos lados, donde venden puras leseras. Entonces, era como una playita. Llegaban los botes a cada rato, con la gente cargada con mariscos, carne, pollos, corderos vivos y verduras para vender al lado del muelle o llevar a la feria. Era todo muy bonito y muy limpio. Ahora es un verdadero basural, lleno de gente, roban a cada rato  y no se puede andar. Mucha gente se quedó con la imagen antigua de la caleta. Hasta un pintor se hizo famoso retratando al lugar. Arriba hay un cuadro ¿lo has visto?

A la Nena le fascinaba el marisco y partía tempranito, de punta en blanco, a la caleta. Me decía que le encantaba el olor del mar, pero yo creo que le gustaba que los pescadores le silbaran y le dijeran piropos. Era muy buena moza ella. Llegaba y ya tenía gente que la conocía  y la atendían.  Se largaba a comer mariscos ahí mismo. A veces iba con mi hija mayor, Maryann y llegaban todas chorriadas de limón y jugo de ostras, choritos y quién sabe qué otras leseras, muertas de la risa, cansadas y todas mugrientas. Se quedaban dormidas al tiro y ni tomaban el té con nosotros. La señora Pepa siempre se reía que la Nena era una loca y que así nunca iba a encontrar marido, pasada a cochayuyo y con los zapatos tiesos de arena y caca de caballo, porque se juntaban carretas ahí a descargar los botes de la gente que iba a la feria a vender verduras.

Eran otros tiempos, entonces, ¿sabes? Después que falleció mi suegra, la Nena con Gregorio se distanciaron. Empezaron a pelear por las propiedades y quedó la pura pelotera. Ahora ya ni nos llamamos.

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La Vidente

Era la primera vez que estaba ahí, pero antes ya había soñado con ese lugar. Varias veces. Recordaba claramente los pastos y los manchones de flores silvestres aquí y allá, el rumor de la colmena de abejas, que se había instalado sin permiso bajo las ramas del avellano. Estaba todo como lo había soñado, incluso las huellas de las botas de alguien, que habían quedado impregnadas en la charca que, ahora, era sólo un pequeño espacio petrificado.  La bolsa de plástico negra, perdida detrás de las matas de zarzamoras que, lentamente, le iban cubriendo, también estaba ahi. El contenido de la bolsa era lo que Mercedes Pilar rogaba no estuviera ahí.

Cuando tuvo su primer sueño y se hizo patente, se alegró tanto. Fue un día perfecto y dorado. Luego, estos sueños se fueron  haciendo más y más frecuentes, más y más reales. Le asustaban, le perturbaban. Andaba como una aparición, viviendo entre sus recuerdos, tratando de descifrarlos, pero muchos le hacían el favor de aparecer frente a sus ojos, con tanta exactitud que llegó a tenerles miedo.

Su alma de artista, que había nacido en ese espacio de su cuerpo, le llenaba de sentimientos difíciles de manejar. Lloraba por las esquinas y lucía una expresión agotada y pálida, demasiado realista para una niñita de cinco años.

Con los años aprendió a vivir con estos sueños y a verles un lado amistoso y menos fúnebre. Desarrolló sus cualidades y pronto ya estaba en la universidad estudiando a los clásicos del arte y dejándose impresionar por su talento. Sus sentidos se regocijaban y aprendió a usar sus sueños para entrar en el alma de las obras. Era un viaje alucinante y maravilloso. Lucía entonces su semblante lleno de colores, radiante y fascinante, como sus creaciones, como sus sueños, como sus viajes imaginarios por el alma de los maestros del pasado.

Eligió la cerámica porque era la manera perfecta de hacer patente sus emociones. Durante toda su vida habían sido tan esquivas, lúdicas y etéreas. Quería un cable que la uniera a esta tierra y nada más literal que el trabajo con el barro. Sumergía sus manos en la arcilla y la sentía mientras iba modelando. Gozaba esta entrega del material a ella y de ella al material. Sus manos se envejecieron antes de tiempo, como su semblante y sus cabellos, pero su alma permanecía perfectamente en su sitio. Sus sueños seguían acompañándola día tras día y les daba vida a través de sus moldeados.

La policía abre la bolsa y la escena es exactamente igual a la que había soñado. Todo está ahí. El hedor del cuerpo, el terror de las caras, el desfallecimiento de la joven detective y ella, como una réplica de su propio inconsciente, mira sus manos, como en su visión y las compara con las de la víctima.

Ha sido mucho andar desde ese día y ha aprendido a manejar sus emociones, pero no deja de sorprenderle a veces las cosas que puede ver en este mundo. Ya no cuestiona nada y sólo deja que la vida haga lo que tiene que hacer, como ella. Disfruta de su oficio y al negocio le va muy bien. Vende con facilidad sus creaciones, aspira con placer los olores de los materiales y goza con el proceso de transformación. Su taller luce como una caverna teñida por el barro del tiempo, con miles de pequeñas partes listas para ser modificadas. Como la suave visión de un hormiguero que va lentamente moviéndose. El horno está a un lado y la sala de ventas en el exterior. Nadie entra al taller, sólo ella. Es la que dirige esta orquesta imaginaria, indicando qué hacer y cómo proceder. Ama cada pieza y disfruta de las texturas como la primera vez.

Hoy ha visto a esta mujer que le ha conmovido. Su alma está encerrada en un cuerpo que no reconoce. Busca una quimera que no sabe bien qué es. Confusión, duda, interrogantes. Todo en una sola alma es demasiado para  sobrellevar. Por favor no te vayas, le ha dicho y ella le ha mirado con intriga, desconfianza y curiosidad. Puedo ayudarte, quiero ayudarte.

Se sientan a tomar un café, en las tazas primorosas diseñadas, moldeadas y lacadas allí mismo, mientras ella, tímidamente, le va contando sus sueños y la desgracia de no tener una pista clara. Lo he visto muchas veces, dice Mercedes Pilar, pero nunca tan claro como ahora. Estás perdida en el tiempo de una era que no te pertenece. Has llegado aquí por obra y gracia de un amor inmenso que juraste defender y cuidar. No es posible vaciar esos sentimientos con la muerte. Por eso estás aquí. Déjame ayudarte. Cuéntame más.

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En el Balcón

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Despacio y sin hacer ruido, avanzo por la alfombra. He tratado de rezar en este ejercicio, pero no me sale. Un sentimiento de profunda desolación acompaña mis pasos. He intentado leer también, mientras camino, a lo largo de este pasillo que acompaña el ventanal junto al balcón. Mi casa entera está rodeada por esta maravilla. En primavera, el gran árbol de magnolia me deleita con su aroma y por eso dejo los postigos abiertos, mientras camino. La brisa que viene del sur acompaña mis pasos, pero no ha podido concentrar mi lectura. Voces me agobian, gritos, escenas de dolor, mucho dolor, mientras los pétalos de las magnolias caen silenciosos y  llenan  la fuente día tras día.

Es esta la mejor hora del día para mí. Todos han de pensar que he perdido el juicio. Caminar por donde sea se ha convertido en una obsesión. Lo hago todos los días.  A veces, me siento como una bestia en una jaula, a veces como una criatura del bosque. A veces, quisiera no sentirme, porque son tantos los recuerdos amargos que no sé dónde puedo dejarlos para que no me sigan persiguiendo. Es entonces cuando mando a desaguar la fuente y yo misma me cercioro que no haya algún recoveco secreto, donde pueda dejar mi dolor y mi desdicha.

El ático está lleno de manzanas, como cada año. En grandes canastas de mimbre, su olor inunda toda la casa. Es como el aroma del estío, que lentamente me abandona, a medida que avanzan los días. Es por eso, tal vez, que camino, para deshojar el calendario prontamente y confiar en que, mañana, toda la pesadilla que ha sido mi vida cambiará de algún modo. Yo no he podido cambiarla. Soy cobarde y me evado sólo caminando.

En los días de verano, camino por el balcón, mientras cae el sol en rayos dorados y veo como el cielo se va tiñendo hasta terminar en la más hermosa alfombra estrellada. Esos son los momentos más hermosos de mi vida.

Ahora que te he visto en la pequeña alameda, y he vaciado mi corazón y mi dolor en tus hombros, no puedo dejar de pensarte y mientras camino,  imagino tu voz persiguiéndome por el balcón, intentando curar mis heridas. Pero no te esfuerces, porque  han sido sanadas en este tiempo y sólo al arrullo de voz.

Cada día en la alameda, mientras hablamos de la vida, vas creando un bálsamo maravilloso que borra, por esos instantes, mi terror y mi amargura.  Busco los minutos en tu compañía y me enfrento con valor, un valor que no había tenido nunca, a la indignidad de mi existir. Eres como el aroma del estío, eres como el perfume de las magnolias, eres como el mismo sol que cae en rayos dorados, dejando paso a un campo estrellado, donde contemplamos, asombrados,  el arribo de la luna.

Despacio y sin hacer ruido, camino por la alfombra día tras día, esperando la hora después del mediodía, para caminar nuevamente y verme en tus ojos del color del océano. Había olvidado ese color y al reflejarme en tu mirada, vuelvo a mi infancia, a mi raíz, a aquella que creció un día sin terror y con ganas de vivir. Te observo, como lo he hecho desde que reparé en tu semblante, todos los días, en los recovecos de las cortinas, en invierno y en verano, en otoño y primavera y río con tu sonrisa, me inundan tus palabras y te espero, como el sol espera a la luna, como espero a que vuelva el estío, todos los días, mientras por otro lado, me desangro en este drama que ha sido mi vida, desde el día en que me casé.

La fuente se llena de los pétalos de las magnolias y su olor me envuelve por completo, como me envuelve por completo tu abrazo y me turba cada día aquel beso casto que entregas a mis manos. Me hundo en tu mirar, eres la fuerza del nuevo día. No puedo rezar para alejarte, porque no me sale. No puedo leer mientras te espero, porque no me concentro y miro extasiada tu presencia, como a las noches estrelladas, como a los atardeceres de verano, como, a través del ventanal de mi balcón, te he visto desde el principio y hasta llegar frente a ti.  

Me has dicho casi nada que pudiera inflamar mi corazón, pero te siento junto a mí y ya es bastante, como ha sido ya bastante de este sufrir, de este horror, de esta vida oscura que me quitaba el aire y sin embargo, me dejaba seguir viviendo.

Tal vez el recoveco de la fuente estaba ahí y no había tenido la pericia de encontrarlo. Voy a mandar a desaguarla otra vez, para dejar escondidos mi dolor y los años pasados. Cambiaré las cortinas y la alfombra, pero seguiré caminando, despacio y sin hacer ruido, aunque crean que he perdido el juicio.

El Mascarón

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La noche que abandonó el barco que le había traído a esta tierra, estaba estrellada y el aire del fin del mundo era diáfano y dulce. Sus ganas de fumar arreciaban como el viento que inflaba el velámen de la nave que lo había guardado en sus entrañas, por seis meses de travesía. Había memorizado cada detalle, cada sonido y al cabo de un tiempo eran uno. Se despidió de las gastadas duelas de la proa y sin haberlo notado antes, sus ojos se detuvieron en el mascarón. Era una hermosa dama. Por un momento tan solo, creyó haber visto la imagen antes. El sonido de las olas  le hicieron despertar. Siguió intrigado. De pronto y mientras escapaba con rapidez, se dio cuenta que era la figura de su esposa.

Años han transcurrido desde esa visión, años que han sido del todo buenos. La fortuna por la que llegó a este lugar, le sonrió desde el principio y aunque decidió abandonar este pueblo perdido, que lo había acogido sin preguntas ni juicios, por la serie extraña de hechos que se desencadenaron después de la noche amarga que Emilio disparó contra él, sin acertar y se suicidó tirándose a las aguas del río, produciendo el escándalo más grande que la población haya podido recordar. Los negocios se arruinaron, los malos manejos políticos echaron todo a perder, en un arranque de populismo que él nunca entendió del todo y las tragedias naturales, que siempre asolaban a este país, se presentaron todas de golpe. Entonces decidió irse.

Sus amigos se habían marchado. La mujer que tanto amó estaba muerta hacía tiempo. Antes, había tenido la gentileza de regalarle un hermoso hijo que ahora le acompañaba y administraba sus empresas.  Su nueva esposa, siempre gentil y suave, se ha hecho cargo de todo, sin una pizca de remordimiento ni una pregunta. Todo le sonríe, incluso en este día.

La neumonía sin embargo, no se aleja de su ser. Los cigarrillos que tanto le gustaban han tenido que ser, lentamente, reducidos a su mínima expresión. Hoy en día hay tanto adelanto. Los filtros microscópicos no dejan pasar una gota de alquitrán, pero su cuerpo ya está muy enfermo. Ha vivido demasiado. No puede quejarse. Ha sido una buena vida.

Los recuerdos le asaltan en este invierno frío, que ataca con irreverencia. Todos sus amigos se han ido; Agustín, Manuel, don Alfonso, Lucía. Todos ellos han dejado esta tierra mucho antes que él y le han bendecido antes de partir. Sin embargo, el mejor de todos ellos partió una noche, sin decirle nada a nadie. Nunca más supo de su existencia. Sus tierras se marchitaron, su familia desapareció sin dejar rastro. Aún existen cuentos de la hermana loca y hay quienes le vieron nuevamente, muchas veces,  montando su alazán, en el pueblo que , hasta este día, no había vuelto a ver.

Ahora que ha visto a esta chiquilla en la ferretería, que ocupa el lugar donde estaba la vieja pulpería de los franceses, una ola de recuerdos le azota noche tras noche, con imágenes oscuras y olores que creía olvidados. Se agita y despierta por sueños que no puede recordar, como siempre ha sido, pero ahora se han vuelto insidiosos y no le dejan descansar.

¿Será que me estoy volviendo loco? le consulta a su hijo en la mañana, cuando le acompaña a tomar el desayuno. ¿Será que me voy a morir muy pronto? No diga leseras papá, que aún el cielo está sereno y quedan tres de sus nietos para escuchar cómo usted cruzó el mar escondido en la cala del barco. Yo me deleité mucho con esa historia. No diga leseras, le ruego, que le queremos por un rato más largo. Sus ojos azules se llenan de lágrimas de alegría. Abraza al retoño que lleva su mismo nombre y que es la viva imagen de su madre, aquella etérea y grácil que lo traspasó con su verdad y su fragilidad, una tarde de otoño que se vieron en la que era, por entonces, la recién inaugurada alameda. Muchas cosas cambiaron en su vida por esta mujer, pero no su suerte. Nunca sospechó, sin embargo, que el pasado le iba a morder tan salvajemente, como la noche que intentaron asesinarle. Nunca pensó recordar todos esos hechos tan vívidos y cercanos, esta mañana.

Le preguntó a la muchacha, apenas la vió, quién era y su  nombre no le dijo nada. Sus ojos,  algo en su semblante, sin embargo le recordaron fielmente a aquella a quien su amigo del alma siempre amó y que se fue la noche de su atentado, sin tener razón. Desde el día que le ha visto, ha estado recordando a todos,  su hogar, su tienda, sus amigos, los viajes, las risas, los olores, la simple complicidad y  mira a su hijo, quien, intrigado, le consulta qué hay tan importante detrás de esa jovencita.

Esa noche dormirá temprano, arropado y contento, como de costumbre. Sus ensoñaciones le llevarán nuevamente al inicio de su enfermedad, al nacimiento de sus nietos, la graduación de su hijo, su matrimonio, la muerte de Marie, su romance prohibido y hermoso, las fiestas y el amor, el pavor del cruce del río, la bala perdida que Emilio disparó con odio, su travesía por la Trapananda, la noche estrellada de su desembarco en esta tierra y de pronto, de una profunda paz en su alma, las olas generosas le transportan a ese mismo minuto, donde queda suspendido viendo el mascarón con la imagen de su primera esposa, que se volteó para no despedirse, cuando él se alejó de su tierra natal y ahora, en este último minuto de su vida, le mira desde la solidez de este mascarón, para guiarlo en este viaje y decirle adiós.

Reconstrucción

Le había hablado de un país encantado al otro lado del mar, donde la gente era amistosa, la vida sencilla y donde a nadie le iba a importar un cuerno que ella no hablara el idioma. Decidió acompañarle porque no podía respirar sin él y porque esta aventura le seducía como todo lo que a él le rodeaba, desde el día que se conocieron, pasando por  la tarde de primavera cuando se casaron y hasta este día de su vida, inclusive.

Partieron en un barco de segunda, amándose ruidosos y desafiantes a vista y presencia de otros pasajeros. Su felicidad era completa. Llegaron al puerto de entrada, de noche, cuando las luces de la bahía encandilaban hasta a la misma luna y con discreción, descendieron de la nave y se dirigieron a la vieja estación de trenes. Compraron los boletos y esperaron por horas eternas la salida del sol y la partida del tren. Ella se encogió de frío. Él la abrazó distante.

El viaje se extendió por horas, pero se hizo más liviano porque el paisaje era de ensueño. Nunca ella había visto tanta vastedad, tanto verde, tanta hermosa cordillera siguiéndoles despacio en su camino ruidoso. Ríos, lagos y quebradas. Delgados puentes que  la línea férrea atravesaba insolente. Ella estiraba su cabeza asombrada. Él dormitaba.

Llegaron finalmente, cruzando las aguas  inquietas del río. Se dirigieron caminando lentamente a lo que había sido el hogar de la infancia de él.

La casa dominaba toda la esquina, con innegable gallardía, pero se caía aquí y allá, producto de los años, del abandono y las desgracias habituales que  asolaban esta tierra. Toda la poesía que ella había imaginado antes, todos los sentimientos hermosos que pensaba habitaban este lugar, se cayeron al suelo tal como se caía esta casa. Lentamente, sin esperanza.

El trabajo de reconstrucción que él venía empeñado en llevar a cabo, trajo constantes discusiones y problemas. Intentó él explicar sus motivos, por qué era tan desesperante poder terminar a tiempo y por qué esta antigua reliquia le había conminado a volver, pero estaba cambiando; se transformaba en un maniático obsesivo que no medía consecuencias ni privilegios. Su única meta era levantar esta construcción.

Mandó a buscar los mejores materiales. Encargó por catálogo alfombras, pisos, cerámicas y muebles. Daba instrucciones, organizaba los tiempos, chequeaba antiguos planos de la casona, encontrados por accidente, por uno de los maestros, en el ático. Discutía con el constructor y cada día tenía menos tiempo para ella.

Sus paseos eran cada vez más cortos. Le molestaba sobremanera ser observada como atracción de feria y su escaso dominio del idioma de la nación, le traía constantes malos ratos. Sólo la amable señora del restaurant tenía la paciencia de intentar comunicarse, pero se perdían en diálogos de mimos y terminaban ambas derrotadas.

Intentaba concentrarse en sus estudios, pero el rumor constante de la construcción le alteraba. Cada espacio habitable de la casa había sido tomado por asalto por un grupo distinto de trabajadores, que la consideraban a ella como  un mueble, que debía ser movido a empujones.  Sólo la voz de él era motivo de silencio. Sólo sus instrucciones eran las que determinaban los destinos de cada habitación que iba siendo sometida a esta reconstrucción. Ella intentaba gobernar los pedazos regados de este hogar. Influyó con su buen gusto de niña mimada en la compra de varios artefactos, para darle más elegancia a los baños. Ese fue su único aporte. Nunca llegó a verlos funcionar.

Todas las mañanas, la casona amanecía en silencio, como un animal dormido, y crujía a los pasos de él,  que avanzaba por los pasillos, esquivando andamios, cajas de herramientas, tarros de pintura y miles de pequeños desperdicios que juntos formaban una montaña. Este espacio delicado en el tiempo era el mejor momento del día. Él se dirigía presuroso a comprar el pan para el desayuno y ella permanecía por largos minutos en paz. Sólo era interrumpida por los acomodos de la casa que crujía nuevamente, intentando volver a su postura original. Ese delgado espacio de silencio le permitía echar mano de todo su valor y concentrarse en esta aventura. Sacaba cuentas con el calendario en la mano y llegaba siempre a la conclusión que el tiempo avanzaba más lento que esta obra. Y que cada día ella tenía más y más tedio.

Regresaba él de la compra y juntos tomaban el desayuno en los fragmentos de la cocina. Ella se sentía impedida de servirse el café. El fuerte olor a solvente que indicaba que la alfombra había sido recién puesta le revolvía las entrañas. El timbre empezaba a sonar urgente y mal educado, interrumpiendo el escaso minuto de intimidad y uno por uno aquellos hombres mal humorados se hacían presentes, tomaban sus pertenencias, dejadas ahí el día anterior y se dirigían parsimoniosos a sus faenas.

Ese día, ella trató de cambiar su hábito aburrido y partió a darse una ducha, aunque el baño principal aún no estaba terminado. Estaba determinada a hacer algo distinto. Entró en silencio.  Abrió el grifo y disfrutó del agua caliente que provenía del sistema de calefacción recién instalado. La pared que daba hacia la ventana del jardín estaba cubierta por plásticos. Nada le importaba, sólo la suave canción del agua. Entró a la ducha, trató de juntar la pesada puerta de vidrio y se estiró con placer. Permaneció con los ojos cerrados hasta que la sensación de ser observada fue más grande que su estado de trance. Al darse la vuelta, dos jóvenes jornaleros, ayudantes del carpintero, permanecían embobados mirándola fijamente. Habían entrado por la pared cubierta de plástico.  Ella gritó de horror, de vergüenza, de desánimo, de rabia, de dolor y por esta violación irresponsable y sostenida de su espacio personal, representada en los dos hombrecitos que la miraban lascivos y risueños.

Ese mismo día decidió irse. Tomar sus cosas y largarse. Había sido demasiado. Con dolor,  se despidió de todo.

Tiempo después, el hombre que ella tanto amaba le envió una carta indicándole que estaban bien casados y que era su deber de esposa acompañarle, aunque él entendía ciertamente sus razones y con el dolor de su corazón la dejaba partir; sin embargo, no podía dejar de mencionar la pequeña cláusula de su contrato matrimonial, donde aquel que abandonaba, debía pagar las costas y valores que el otro estableciera.

Ese fue el puñetazo final. Se sintió desnuda y destruida, como si la imagen de la casa de la obsesión de su marido, ahora hiciera presa de ella, lentamente y sin esperanza.

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El Piano

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Habían apenas llegado a la ciudad. El camión con sus pertenencias estaba afuera de la gran casona de dos pisos, color ocre, que les esperaba como su nuevo hogar.

Sólo rentaron la segunda planta. Era más que suficiente. La familia ya había crecido lo debido y ahora era el minuto de echar raíces y avanzar. Esa era la razón por la que el padre había aceptado este nuevo puesto, dejando atrás amigos, parientes, lugares conocidos, códigos sabidos; todo por lograr en la vida lo que con tanta certeza se había propuesto.

Lo primero que bajaron del camión de la mudanza fueron los trastos de la cocina; platos, ollas, cuchillería, peroles. Todo lo necesario para poder disfrutar la comida, evento que reunía a la familia en pleno, sin distingos ni excusas. Buscaron a un hombre que instalara como era debido la gran estufa a leña, pesado artefacto de fierro forjado y ladrillos que proveía calor, confort y seguridad. Las dos tiras de cañón de lata traspasaron el techo de la casa y salieron al exterior con su delicado gorrito que, como un centinela flaco y novicio, pero erguido, oteaba el cielo para los moradores del hogar.

Al salir a la calle un momento, con los niños más pequeños, el olor fresco de la rivera del río les sorprendió con sus inalterables fragancias, que venían de lo más profundo del tiempo. La quietud de las aguas  y el reflejo del cielo, claro y con gigantescas nubes como pesados algodones, que  dejaban pasar apenas el tenue sol del invierno, acompañaba el resplandor de las aguas. No había ruido de pájaros y los perros de la calle corrían río arriba en una extraña estampida. Sin aviso ni fanfarria crujió la tierra. Un sonido gutural, primitivo y espeluznante llenó la atmósfera serena.  El padre tomó a los niños de la mano y se dirigió a la puerta de su nuevo hogar. La escala se cimbraba peligrosa y la casa entera rugía desde sus cimientos, bamboléandose como una danzarina árabe. La calle se contorsionaba como si las olas del mar hubieran tomado posesión de sus interior, rompiendo los adoquines y tumbando los árboles al paso de su corriente de locura, que avanzaba en todas direcciones. Al subir por la escalera, se quebró en dos mitades que quedaron a ambos lados de las paredes que la contenían, en una forma abigarrada y fantástica que el padre jamás olvidaría. Era como si la casona tratara de prevenirle de su osadía. El cielo estaba ahora nublado por completo y daba la impresión que la noche había tomado posesión de la ciudad. Subió, sin embargo, de dos zancadas, armado de valor para ver sus pertenencias todavía embaladas, en los altos de la casa, en pesados cajones de madera y cubiertos por delgadas hebras de paja.

Todas las cajas permanecían en una esquina, como presas del pánico que asolaba a la ciudad por completo y se mantenían sin moverse, como frágiles doncellas paralizadas por el pavor de los acontecimientos. Sólo el viejo piano, desatado, se movía al compás de esta danza de olas que balanceaba la casa entera, como si por algún acuerdo mágico hubieran decidido bailar juntos esta pieza.

Piano y casa siguieron danzando, hasta que un buen rato después el crujido de ultratumba y los movimientos de pesadilla dejaron de ser percibidos. Permanecieron juntos, magullados y cansados, pero ilesos, a este suceso horroroso que acalló la ciudad por días. Muchos llegaron de todas partes  a ayudar y aquellos que entraban no escuchaban ni un sonido. Era una ciudad muerta, decían. Era un paisaje de locura y los habitantes avanzaban a tientas, atemorizados, hablando despacio para no despertar a esta bestia extraordinaria que parecía ahora dormida.  Hasta las notas del piano habían sido silenciadas por la muestra brutal de la fuerza de la Tierra.

La familia entera siguió viviendo en esta casa, después de estos sucesos y de muchos otros que vendrían con el tiempo. La construcción, muchos años después, se cayó de rodillas y para siempre con el vibrar del paso de un camión. El piano no volvió a sonar de nuevo. No hubo forma de afinarlo, pero el padre aún comenta divertido que, a pesar de todo el trance, durante el terremoto más grande de la historia, ellos no perdieron ni una copa.

La Danza

Las parejas se ubican frente a frente en la pista improvisada. Suenan las guitarras, invitando al paseo de rigor. El hombre, vestido con su poncho de colores, delgados bordados oro y bermellón de pequeños copihues y listas con los colores del otoño. Su sombrero de ala ancha y fieltro negro, su chaquetita blanca de botones de plata, su camisa a cuadros. Sus pantalones de finas rayas grises y las pierneras, ese extraña indumentaria, herencia de la conquista hispana, que se teje minuciosa con delgadas tiras de cuero negro sobado, para darle, por dentro, la suavidad de la seda y por fuera, la rigidez del metal. Al cinto, una faja de colores al tono con el poncho y sus espuelas, grandes rodajas plateadas, ubicadas por detrás de sus botas, tintinean ruidosas y brillan como un pequeño sol. De espalda ancha y vozarrón fuerte, cabellos rojos que luchan por salir del ala del sombrero, inicia el paseo también, de la mano de esta mujer que le quita el sueño. Ella, ataviada con la falda gruesa negra y chaqueta de tafetán, enaguas de vuelos blancos sobresaliendo a un lado. Con un moño alto coronando su cabeza, agita un pañuelo de encaje albo, que asemeja una paloma. El hombre dobla la esquina de su poncho en bandolera y ubicando su pañuelo en el hombro, comienza a hacer palmas.

Se escucha la voz de las cantoras, con sus suaves acordes, hablando de amores en la tonada. Inician este rodeo fingido, el hombre tratando de atraparla, ella tratando de no esquivarle demasiado. El sonido de las espuelas con su delgado tañir, llena el espacio y se mezcla junto con las voces. Avanza de lado el hombre, como intentando agarrar a su hembra en una esquina imaginaria, y dan la vuelta. Ella sonríe coqueta y tímida, agitando su pañuelo, levantando un poco más su falda, él se aproxima avasallante, haciendo rodar sus espuelas por el suelo, incrementando su sonido de pequeñas campanas. Brillan a la luz del salón. Avanza el hombre arriconándola y le sonríe. Ella arrobada , baja la mirada y se siguen con los ojos en esta vuelta en ocho, parte de la danza. Él vuelve a avasallarla, con pasión y con porfía. Ella se acerca seductora y suave, se cubre la cara con su pañuelo. Se miran, por primera vez, frente a frente y se sonríen. El sonido de las espuelas acompaña la última vuelta. Se toman de la manos entrelazadas. Se acercan, se observan. Se separan nuevamente, vuelven,  juntan sus manos. La última vuelta, las últimas piruetas. Convergen al centro de este círculo imaginario que, con tanto giro y sobresalto, termina con  la forma de un corazón.

espuelas