Le había hablado de un país encantado al otro lado del mar, donde la gente era amistosa, la vida sencilla y donde a nadie le iba a importar un cuerno que ella no hablara el idioma. Decidió acompañarle porque no podía respirar sin él y porque esta aventura le seducía como todo lo que a él le rodeaba, desde el día que se conocieron, pasando por la tarde de primavera cuando se casaron y hasta este día de su vida, inclusive.
Partieron en un barco de segunda, amándose ruidosos y desafiantes a vista y presencia de otros pasajeros. Su felicidad era completa. Llegaron al puerto de entrada, de noche, cuando las luces de la bahía encandilaban hasta a la misma luna y con discreción, descendieron de la nave y se dirigieron a la vieja estación de trenes. Compraron los boletos y esperaron por horas eternas la salida del sol y la partida del tren. Ella se encogió de frío. Él la abrazó distante.
El viaje se extendió por horas, pero se hizo más liviano porque el paisaje era de ensueño. Nunca ella había visto tanta vastedad, tanto verde, tanta hermosa cordillera siguiéndoles despacio en su camino ruidoso. Ríos, lagos y quebradas. Delgados puentes que la línea férrea atravesaba insolente. Ella estiraba su cabeza asombrada. Él dormitaba.
Llegaron finalmente, cruzando las aguas inquietas del río. Se dirigieron caminando lentamente a lo que había sido el hogar de la infancia de él.
La casa dominaba toda la esquina, con innegable gallardía, pero se caía aquí y allá, producto de los años, del abandono y las desgracias habituales que asolaban esta tierra. Toda la poesía que ella había imaginado antes, todos los sentimientos hermosos que pensaba habitaban este lugar, se cayeron al suelo tal como se caía esta casa. Lentamente, sin esperanza.
El trabajo de reconstrucción que él venía empeñado en llevar a cabo, trajo constantes discusiones y problemas. Intentó él explicar sus motivos, por qué era tan desesperante poder terminar a tiempo y por qué esta antigua reliquia le había conminado a volver, pero estaba cambiando; se transformaba en un maniático obsesivo que no medía consecuencias ni privilegios. Su única meta era levantar esta construcción.
Mandó a buscar los mejores materiales. Encargó por catálogo alfombras, pisos, cerámicas y muebles. Daba instrucciones, organizaba los tiempos, chequeaba antiguos planos de la casona, encontrados por accidente, por uno de los maestros, en el ático. Discutía con el constructor y cada día tenía menos tiempo para ella.
Sus paseos eran cada vez más cortos. Le molestaba sobremanera ser observada como atracción de feria y su escaso dominio del idioma de la nación, le traía constantes malos ratos. Sólo la amable señora del restaurant tenía la paciencia de intentar comunicarse, pero se perdían en diálogos de mimos y terminaban ambas derrotadas.
Intentaba concentrarse en sus estudios, pero el rumor constante de la construcción le alteraba. Cada espacio habitable de la casa había sido tomado por asalto por un grupo distinto de trabajadores, que la consideraban a ella como un mueble, que debía ser movido a empujones. Sólo la voz de él era motivo de silencio. Sólo sus instrucciones eran las que determinaban los destinos de cada habitación que iba siendo sometida a esta reconstrucción. Ella intentaba gobernar los pedazos regados de este hogar. Influyó con su buen gusto de niña mimada en la compra de varios artefactos, para darle más elegancia a los baños. Ese fue su único aporte. Nunca llegó a verlos funcionar.
Todas las mañanas, la casona amanecía en silencio, como un animal dormido, y crujía a los pasos de él, que avanzaba por los pasillos, esquivando andamios, cajas de herramientas, tarros de pintura y miles de pequeños desperdicios que juntos formaban una montaña. Este espacio delicado en el tiempo era el mejor momento del día. Él se dirigía presuroso a comprar el pan para el desayuno y ella permanecía por largos minutos en paz. Sólo era interrumpida por los acomodos de la casa que crujía nuevamente, intentando volver a su postura original. Ese delgado espacio de silencio le permitía echar mano de todo su valor y concentrarse en esta aventura. Sacaba cuentas con el calendario en la mano y llegaba siempre a la conclusión que el tiempo avanzaba más lento que esta obra. Y que cada día ella tenía más y más tedio.
Regresaba él de la compra y juntos tomaban el desayuno en los fragmentos de la cocina. Ella se sentía impedida de servirse el café. El fuerte olor a solvente que indicaba que la alfombra había sido recién puesta le revolvía las entrañas. El timbre empezaba a sonar urgente y mal educado, interrumpiendo el escaso minuto de intimidad y uno por uno aquellos hombres mal humorados se hacían presentes, tomaban sus pertenencias, dejadas ahí el día anterior y se dirigían parsimoniosos a sus faenas.
Ese día, ella trató de cambiar su hábito aburrido y partió a darse una ducha, aunque el baño principal aún no estaba terminado. Estaba determinada a hacer algo distinto. Entró en silencio. Abrió el grifo y disfrutó del agua caliente que provenía del sistema de calefacción recién instalado. La pared que daba hacia la ventana del jardín estaba cubierta por plásticos. Nada le importaba, sólo la suave canción del agua. Entró a la ducha, trató de juntar la pesada puerta de vidrio y se estiró con placer. Permaneció con los ojos cerrados hasta que la sensación de ser observada fue más grande que su estado de trance. Al darse la vuelta, dos jóvenes jornaleros, ayudantes del carpintero, permanecían embobados mirándola fijamente. Habían entrado por la pared cubierta de plástico. Ella gritó de horror, de vergüenza, de desánimo, de rabia, de dolor y por esta violación irresponsable y sostenida de su espacio personal, representada en los dos hombrecitos que la miraban lascivos y risueños.
Ese mismo día decidió irse. Tomar sus cosas y largarse. Había sido demasiado. Con dolor, se despidió de todo.
Tiempo después, el hombre que ella tanto amaba le envió una carta indicándole que estaban bien casados y que era su deber de esposa acompañarle, aunque él entendía ciertamente sus razones y con el dolor de su corazón la dejaba partir; sin embargo, no podía dejar de mencionar la pequeña cláusula de su contrato matrimonial, donde aquel que abandonaba, debía pagar las costas y valores que el otro estableciera.
Ese fue el puñetazo final. Se sintió desnuda y destruida, como si la imagen de la casa de la obsesión de su marido, ahora hiciera presa de ella, lentamente y sin esperanza.
Realmente hermosa la historia, te hace viajar y sentir profundamenta lo que lees.-