El Mascarón

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La noche que abandonó el barco que le había traído a esta tierra, estaba estrellada y el aire del fin del mundo era diáfano y dulce. Sus ganas de fumar arreciaban como el viento que inflaba el velámen de la nave que lo había guardado en sus entrañas, por seis meses de travesía. Había memorizado cada detalle, cada sonido y al cabo de un tiempo eran uno. Se despidió de las gastadas duelas de la proa y sin haberlo notado antes, sus ojos se detuvieron en el mascarón. Era una hermosa dama. Por un momento tan solo, creyó haber visto la imagen antes. El sonido de las olas  le hicieron despertar. Siguió intrigado. De pronto y mientras escapaba con rapidez, se dio cuenta que era la figura de su esposa.

Años han transcurrido desde esa visión, años que han sido del todo buenos. La fortuna por la que llegó a este lugar, le sonrió desde el principio y aunque decidió abandonar este pueblo perdido, que lo había acogido sin preguntas ni juicios, por la serie extraña de hechos que se desencadenaron después de la noche amarga que Emilio disparó contra él, sin acertar y se suicidó tirándose a las aguas del río, produciendo el escándalo más grande que la población haya podido recordar. Los negocios se arruinaron, los malos manejos políticos echaron todo a perder, en un arranque de populismo que él nunca entendió del todo y las tragedias naturales, que siempre asolaban a este país, se presentaron todas de golpe. Entonces decidió irse.

Sus amigos se habían marchado. La mujer que tanto amó estaba muerta hacía tiempo. Antes, había tenido la gentileza de regalarle un hermoso hijo que ahora le acompañaba y administraba sus empresas.  Su nueva esposa, siempre gentil y suave, se ha hecho cargo de todo, sin una pizca de remordimiento ni una pregunta. Todo le sonríe, incluso en este día.

La neumonía sin embargo, no se aleja de su ser. Los cigarrillos que tanto le gustaban han tenido que ser, lentamente, reducidos a su mínima expresión. Hoy en día hay tanto adelanto. Los filtros microscópicos no dejan pasar una gota de alquitrán, pero su cuerpo ya está muy enfermo. Ha vivido demasiado. No puede quejarse. Ha sido una buena vida.

Los recuerdos le asaltan en este invierno frío, que ataca con irreverencia. Todos sus amigos se han ido; Agustín, Manuel, don Alfonso, Lucía. Todos ellos han dejado esta tierra mucho antes que él y le han bendecido antes de partir. Sin embargo, el mejor de todos ellos partió una noche, sin decirle nada a nadie. Nunca más supo de su existencia. Sus tierras se marchitaron, su familia desapareció sin dejar rastro. Aún existen cuentos de la hermana loca y hay quienes le vieron nuevamente, muchas veces,  montando su alazán, en el pueblo que , hasta este día, no había vuelto a ver.

Ahora que ha visto a esta chiquilla en la ferretería, que ocupa el lugar donde estaba la vieja pulpería de los franceses, una ola de recuerdos le azota noche tras noche, con imágenes oscuras y olores que creía olvidados. Se agita y despierta por sueños que no puede recordar, como siempre ha sido, pero ahora se han vuelto insidiosos y no le dejan descansar.

¿Será que me estoy volviendo loco? le consulta a su hijo en la mañana, cuando le acompaña a tomar el desayuno. ¿Será que me voy a morir muy pronto? No diga leseras papá, que aún el cielo está sereno y quedan tres de sus nietos para escuchar cómo usted cruzó el mar escondido en la cala del barco. Yo me deleité mucho con esa historia. No diga leseras, le ruego, que le queremos por un rato más largo. Sus ojos azules se llenan de lágrimas de alegría. Abraza al retoño que lleva su mismo nombre y que es la viva imagen de su madre, aquella etérea y grácil que lo traspasó con su verdad y su fragilidad, una tarde de otoño que se vieron en la que era, por entonces, la recién inaugurada alameda. Muchas cosas cambiaron en su vida por esta mujer, pero no su suerte. Nunca sospechó, sin embargo, que el pasado le iba a morder tan salvajemente, como la noche que intentaron asesinarle. Nunca pensó recordar todos esos hechos tan vívidos y cercanos, esta mañana.

Le preguntó a la muchacha, apenas la vió, quién era y su  nombre no le dijo nada. Sus ojos,  algo en su semblante, sin embargo le recordaron fielmente a aquella a quien su amigo del alma siempre amó y que se fue la noche de su atentado, sin tener razón. Desde el día que le ha visto, ha estado recordando a todos,  su hogar, su tienda, sus amigos, los viajes, las risas, los olores, la simple complicidad y  mira a su hijo, quien, intrigado, le consulta qué hay tan importante detrás de esa jovencita.

Esa noche dormirá temprano, arropado y contento, como de costumbre. Sus ensoñaciones le llevarán nuevamente al inicio de su enfermedad, al nacimiento de sus nietos, la graduación de su hijo, su matrimonio, la muerte de Marie, su romance prohibido y hermoso, las fiestas y el amor, el pavor del cruce del río, la bala perdida que Emilio disparó con odio, su travesía por la Trapananda, la noche estrellada de su desembarco en esta tierra y de pronto, de una profunda paz en su alma, las olas generosas le transportan a ese mismo minuto, donde queda suspendido viendo el mascarón con la imagen de su primera esposa, que se volteó para no despedirse, cuando él se alejó de su tierra natal y ahora, en este último minuto de su vida, le mira desde la solidez de este mascarón, para guiarlo en este viaje y decirle adiós.

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