Amanecer en Barajas

aeropuerto

Era la primera vez en la vida que viajaba a la capital o a ningún otro lugar. Nunca había estado siquiera interesada en visitar la principal urbe de su país, pero los días presentes eran de una rareza indescriptible y todo aquello con lo que siempre soñó se iba haciendo realidad con una certeza abismante y descarnada. Estaba aterrorizada por dentro.

Tomó el bolso de viaje, demasiado aparatoso e inmanejable y lo llenó con demasiadas cosas que nunca llegó a usar en su destino. La sola idea de cruzar el mar era impensada. Se perdía en su propio pueblo, ¿cómo iba a llegar a Europa si era incapaz de articular un viaje a la capital? Llegar ahí era el comienzo de la travesía.

El hermoso ángel que había tocado su corazón una tarde, al final del verano, dos años antes, estaba ahora muy lejos, pero antes le había propuesto que viajara a su país encantado. Tú puedes hacerlo, eres muy valiente y yo estaré esperándote. Este espacio entre nosotros debe achicarse porque quiero sentir tus abrazos. Vale la pena el intento, no temas que yo estaré ahí.

Había mandado los fondos, había indicado la mejor forma de hacer la travesía, pero no la convencía del todo. Era sólo una niñita ingenua que creía que sabía todo lo necesario para volar entre las nubes. Ahora tenía que probar que realmente era capaz.

El bus llegó con retraso al terminal de la gran ciudad. La amiga  que iba a facilitar su traslado por la gran urbe también llegó con retraso. Las interminables columnas de vehículos en la capital, a la hora de la congestión, amenazaban con frustrar todos sus planes. Llegaron raudas al aeropuerto, apenas con el tiempo mínimo para poder embarcar. La encargada de la mesa le conmina a correr, el avión está en la manga, es preciso que aborde ahora. No sabe qué hacer, sólo seguir el pasillo cuesta abajo y luego de esa esquina, el aire cambia de presión.  Apenas ha visto la ciudad, apenas la ha recorrido. El aire era denso y caliente antes, ahora se torna gélido y liviano. Todos los pasajeros la quedan mirando, cuando es dirigida, con rapidez, por la azafata, a su asiento, apenas después de haber dado el capitán la orden de abrocharse el cinturón. La cabina está repleta. Todos ellos regresan a su patria. Ella, a esta altura, ya se arrepiente del viaje y  no sabe a dónde va.

Despega la nave con el ruido de los jets y el cambio de presión le tapa los oídos, sólo el tiempo suficiente para extasiarse al cruzar la cordillera. El espacio que cruza su visión y las nubes algodonadas que se mezclan y se cuelan entre las ventanas. ¡Qué sensación! El zumbido de la cabina se mete en su cabeza y no puede concentrar la lectura, la postura o los pensamientos. El aire se torna escaso y extraño, mientras el paisaje sigue llenando de maravillas su visión y el avión sigue ascendiendo. En un cordón interminable de alturas, nieve, colores, espacios,  nubes y rayos de sol. Es todo tan nuevo y colosal, que apenas nota la presencia de los carritos con comida y la ansiedad de los otros pasajeros.

Las horas transcurren con el zumbido de la cabina y su cabeza no coordina muchas cosas, el aire es insuficiente y los acentos españoles se pegan a sus recuerdos. La noche cae lentamente y ha logrado encontrar una posición agradable para dormir, pero cierra los ojos y no logra conciliar el sueño. El zumbido es inevitable, el crujir de la cabina lo es más. El ruido de los otros pasajeros, sus humores, sus tensiones, llenan el aire y le perturban. Sólo se repite, tienes que estar ahí, tienes que estar ahí.

La luces de la cabina se encienden lentamente y la noche aún inunda el mundo. Esta visión se le grabará para siempre, cambiando la perspectiva de sus pensamientos y la naturaleza de su esencia. Mientras vuela, concentrada mirando, ve su semblante reflejado por el ventana.  A través del cristal, miles de pequeñas luces de casas, edificios y automóviles con personas que inician su día en distintas circunstancias. Ve claramente un auto con las luces interiores encendidas y piensa en ellos. Cuáles son sus sueños y esperanzas, mientras las suyas escapan por minutos de sus manos nerviosas, que toman el café con leche y los pequeños panecillos con jamón que le ofrece la azafata.

Dan instrucciones complejas respecto a quiénes ingresan y quiénes siguen viaje. Entregan papeletas de inmigración y retiran audífonos y frazadas. La voz del capitán indica que arribarán en quince minutos, siendo las seis menos cuarto y la temperatura exterior de menos dos grados. Busca su suéter con calma y se abrocha el cinturón.

Los pequeños autobuses sin puertas trasladan a los pasajeros desde el avión hasta el aeropuerto. El frío congela las caras y las voces. El lugar apenas inicia su vida. Algunas luces se encienden aquí y allá. Los comercios están cerrados. El agua corre en delgados hilos de los grifos en los baños. Se dirige con cuidado al piso donde está la puerta de salida de su próximo vuelo.

El sitio está vacío. El ventanal deja ver, apenas, las luces de la ciudad de Madrid, despertando sin ganas, de su sueño de invierno. Lento se viene el sol. Son las siete y quince. Su vuelo a Zürich sale a las diez menos cuarto. Abraza la mochilita con sus efectos personales y su ardilla de peluche. Repara en las personas que pasan, las instrucciones que salen de los altoparlantes y cómo, lentamente, el piso se va llenando de vida. No se ha movido de su asiento desde que llegó. El sol refleja en los alerones de las naves que van despegando y llena la loza que reflecta los rayos. Después de otra hora, anuncian la salida de su vuelo. Lentamente, se dirige a la puerta de embarque con su mochilita y su ardilla de peluche. Los hombres de negocios le miran curiosos detrás de sus lentes y entremedio de sus trajes de diseñador. Le espera lo impensado, le espera otra vida.

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