El ruido de los tiros aún retumbaba en el aire gélido de la noche. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas, mientras las personas se persignaban y miraban en todas direcciones, aún conmocionadas. El espectáculo se había terminado. El pueblo lucía desierto.
La compañía de teatro había dudado de presentarse en este escenario tan modesto, con una población tan reducida, pero el director insistió que todo lugar era digno de ser explotado y que ellos estaban para distribuir el arte donde fuera, no coartarlo con fríos e impersonales análisis financieros. Eran artistas, no banqueros.
El hombrecito delgado que se unió a la caravana, tampoco fue bien recibido por la comparsa, pero el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron la atención de las mozas, como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbando a los viajantes y las mascotas. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vieron y desapareció entre la vegetación de la rivera.
La función empezaba exactamente a las nueve de la noche y todos estaban ahí reunidos. No era que el arte les interesara demasiado o que la compañía fuese muy famosa. Era simplemente que pocas cosas pasaban en aquel entonces y valía la pena salir de vez en cuando. Todos se conocían y habían recibido gentiles invitaciones para asistir al evento, auspiciado por la única tienda del pueblo.
Allí estaban, felices, plenos y distendidos. Entraron todos en un rumor de voces que se fue apagando a medida que ingresaban al teatro, y tomaban asiento en las butacas de cuero viejo que rechinaban al ponerlas en posición. Acomodaron sus abrigos y sus trajes, mientras el olor a naftalina y paños de cretona les llenaba el olfato y les guardaba la voz. Se escucharon ruidos y movimientos en bambalinas . Las luces se apagaron de pronto y en un destello nuevo, el telón subió. Los aplausos completaron la escena. Comenzaba la función.
Era la loca del pueblo y se paseaba con una manta de castilla raída que le arrastraba por el suelo, aunque a veces la usaba sobre la cabeza y dejaba ver su sexo a los transeúntes que se volteaban horrorizados, incapaces de entender su esquizofrenia mezclada con la lascivia de la sinrazón. Había visto la conmoción, antes de que empezara la función y desde dentro de su ser, una llamita de odio le hizo proceder con lógica perfecta, como nunca antes en su vida. Se armó de una escopeta antigua, robada del último granero donde había pasado la noche, manoseada por un peón borracho y desdentado y se dirigió sin vacilar a la entrada del teatro. Se tendió detrás de las matas de rosas , esperando que la función terminara, acariciando la escopeta, como antes había acariciado al que había amado y que la había sumergido en la vorágine de su locura.
Henry estaba cansado de la historia sórdida entre el dueño de la tienda y su mujer. Sabía que el hijo que ella esperaba no era suyo y que ellos se veían a escondidas, mientras él se embriagaba en los burdeles, fumando yerba y gastando a manos llenas. Estaba decidido a terminar con este cuento que mancillaba su buen nombre y su hombría. Tomó la escopeta escondida en lo alto de su ropero, buscó su abrigo y bebió un último trago de brandy. Se dirigió hacia el teatro. Esperaba verlos a ambos ahí.
El joven de ojos azules que había viajado con la caravana, se ubicó en la plaza. No había comido en todo el día y mordía sus manos con rabia y frustración. La escopeta que consiguió con las pocas monedas que había robado, no le parecía suficiente para llevar a cabo el cometido por el que había viajado desde tan lejos. Intentó cerrar los ojos, pero el frío de la noche le calaba, sin que su chaqueta fuera capaz de protegerle. Acariciaba el arma por momentos y por otros le golpeaba contra los adoquines. Sólo disponía de un tiro.
Los aplausos y vítores despertaron a la loca e hicieron aproximarse al joven más hacia la entrada del teatro. Henry tenía una posición inmejorable y fumaba el tercer cigarrillo de los últimos diez minutos. Estaba tranquilo, pero sus manos sudaban de impaciencia. No sentía su orejas por el frío. Era el único inconveniente. El de los ojos azules se aproximó lentamente, oculto entre los espacios sin luz de la calle, arrastrando la escopeta, intentando disimularla en su pierna. La sentía fría y rígida. Sus tripas resonaban y se moría por una sopa caliente. La loca acomodó su manta una vez más, cubriendo su desnudez lo mejor que pudo. Se acercó justo a la entrada, escondiendo la escopeta entre los pliegues. Hizo rechinar sus dientes, en una costumbre que siempre había tenido, tornando su boca en una mueca de frustración y de rabia. Los primeros espectadores empezaron a salir del teatro.
La obra había sido aceptable y graciosa. Nada del otro mundo, pero él no perdió la oportunidad de acariciar las manos y besar el cuello de la que amaba, en los instantes que la luz se iba. Eran felices y no podían serlo más. Se amaban en cada atardecer, se abrazaban muy juntos en las mañanas y aunque llevaban muy poco tiempo de casados, sabían que debían estar juntos en esta vida y las siguientes. Allí estaban también sus amigos; el dueño de la tienda y la mujer de Henry, que les miraban con regocijo y esperaban el final del espectáculo para comentar y compartir.
El aire de la noche les golpeó con furia, al salir. Ella se arropó en su delgado abrigo y avanzaron del brazo entre la muchedumbre, pasaron por el lado de la loca sin reparar en ella, vieron al joven ojiazul en la esquina y la estela del humo del cigarrillo de Henry, al frente.
El aire se cortó de pronto y todos los sonidos desaparecieron. Sólo el retumbar del trueno quedó suspendido. Ella se iba desplomando lentamente, mientras él trataba de encontrar el equilibrio. Había sentido el tiro rozando su cabeza y trataba de ver de donde había venido, entonces la vió desfallecer, mientras sus manos cubrían el borbotón de sangre que emanaba de su estómago. Estaba horrorizado. No podía ser posible. Miraba como si no fuera ella la que estaba allí. Palidecía más y más, mientras el carmín iba inundando su vestido, como una ola en la playa. Quiso gritar, quiso llorar, quiso moverse, pero estaba congelado, mientras ella permanecía con una mano extendida, intentando alcanzarle. Susurraba algo, mientras el dolor le iba quitando las fuerzas. Nadie hacía nada, como si esta escena macabra fuera parte del espectáculo que acababan de presenciar. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas. El pueblo lucía desierto.
Nadie sabría cómo explicar esta desgracia y después de las exequias de la joven, le vieron a él tomar su caballo y avanzar hacia la salida del pueblo. Nadie le vio nunca más, como nadie vio nunca más a la loca ni a Henry. Sólo el cadáver del joven de los ojos azules estuvo flotando por días, congelándose en el río, mientras su escopeta se mecía, junto con otras dos, en la rivera.