Negación

No podía respirar el mismo aire. Los gritos histéricos y desconcertantes llenaban el espacio y llegaban hasta lo más recóndito de su alma. No podía, no podía soportarlo. Se vistió con el abrigo color canela y se calzó sus zapatos de deporte. Abrió la puerta mientras los aullidos seguían llenando la habitación y avanzó a paso vivo por el camino. Trastabilló. La luz de la luna no estaba por ningún lado. Corrían sus pies por la gravilla suelta del sendero, mientras retumbaban en sus oídos los susurros del viento y sus palabras.

Avanzó varios metros y el ruido del motor del vehículo hizo correr su corazón a mil por hora. No quería ser vista por nadie, no podía ser encontrada, el espacio descubierto en esta noche entre el miedo y la soledad era único. Se rehusaba a hablar con nadie y menos olvidar. Volvió a escuchar el ruido del vehículo y se ocultó entre la vegetación. No quería, no quería soportarlo. Se hundió entre el pasto y permaneció ahí por horas, mientras el miedo se iba yendo, por el camino que dejaban sus lágrimas.

noche

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La Mujer del Comandante

desierto

Anoche se desveló. No hubo caso que pudiera conciliar el sueño. Los sonidos del cuartel le pusieron los nervios de punta, como nunca antes. El cambio de guardia se hizo eterno y los pasos de los botines de los soldados le recordaron por alguna razón a la lluvia. El cielo se abrió de un golpe, entregando toda su luz, mientras ella aún recorría en bata la sala, buscando perturbada algo que no sabía qué era.

Estoy al borde de la locura, dijo. Esta vida me está matando. Miró hacia atrás en retrospectiva y recordó la hermosa boda, su traje blanco como la nieve y la apostura sin parangón del gallardo Teniente. Era como un príncipe encantado, los botones de su guerrera de gala brillaban como las luces de la catedral donde contrajeron matrimonio. La guardia de sables, a la salida, le pareció excesiva pero emotiva y el traslado de los enseres de su nuevo hogar, en los grandes camiones del glorioso ejército, le pareció una bendición.

Cuando llegaron a este puesto en mitad de las montañas y la luna, ella tenía todas sus esperanzas intactas, pero los días fueron pasando y la rutina le fue aplastando, hora tras hora, día a día. El Teniente subía de grado como la espuma, aumentando su orgullo y el bienestar de la familia. Crecían los hijos en este espacio confinado, mezclándose sólo con otros de su misma condición, mientras ella sentía que se iba marchitando lento, en la aridez del panorama. Sólo las actividades del alto mando le daban alguna razón, sólo las tareas escolares mantenían su mente activa y caprichosa. Intentaba ser la que siempre quiso, pero las vicisitudes de la carrera militar le cerraban las puertas una tras otra y en su cara.

Se movía apenas por la ciudad, portando la identificación característica, por si era detenida por la policía por haberse pasado una luz roja, sin miedo, pero con profunda inquietud. Las órdenes impartidas por su marido, ahora Comandante de la guarnición, retumbaban en sus oídos todas las noches, como si el pavor que provocaba en sus subalternos se trasladara por las paredes y el aire  directo a su alma. Sólo cuando partían de campaña respiraba con más soltura. Toda la dotación abandonaba el regimiento y los oficiales iban a la ofensiva conduciendo sus jeep camuflados con los colores del desierto. Detrás avanzaba la tropa, delgados jovencitos con voces aún en desarrollo, cargando pesadas mochilas llenas de pertrechos, cantando el himno del ejército, adentrándose en el paisaje para jugar a la guerra por unas semanas.

Entonces, el lugar se veía distinto, más abierto, menos feroz, más humano, pero la paranoia de la soldadesca, por estar justo en la frontera, hacía afianzar las estaciones de guardia al llegar el crepúsculo. Siempre las noches eran tan difíciles. Se escuchaban ruidos macabros, voces extraviadas y los cuentos de los antiguos mineros llegaban de alguna forma a sus oídos.  El joven edecán que quedaba a su orden hablaba  de fantasmas y perdidos que vagaban en estas latitudes, buscando redención, agua y vida. No se asuste señora que no hacen nada, decía, pero ella sabía claramente que los espíritus no perdonaban tan fácil. Su madre había perdido la razón antes de que ella se casara y acudió a la boda sedada. Hablaba con los santos y los fantasmas, comunicando nuevas y panoramas espectaculares que ellos le susurraban a cada momento, después de su incursión prohibida con la tabla ouija. Fue asi que perdió completamente la chaveta y empezó a vivir en ese mundo paralelo al que ella se rehusó siempre a entrar, pero sentía que ahora le arrastraba lentamente, desde la soledad del desierto, viajando a través del viento, hasta llegar a su ventana.

La tropa estaba en pleno ejercicio. Detonaban las granadas y avanzaban todos cuerpo a tierra, entre el polvo color naranja y el humo blanquecino. El Comandante admiraba orgulloso la formación táctica de los soldados. Sonreía complacido. Nada más que su propia suficiencia le importaba. Esa era la maldición del grado. Lo sabía y le gustaba. Lo saboreaba cada vez, en cada ascenso. Ahora estaba en la cima de la colina y del poder, fascinado con su propia vanidad. 

El sargento ordenó avanzar, cargando la munición y en grupos de seis, para alcanzar el objetivo. El sol estaba saliendo, apenas despuntaba la aurora. Corrieron enardecidos por su propio miedo, colina arriba, pero la silueta en la cumbre les hizo retroceder. El camisón blanco de la mujer del Comandante estaba tirado en el suelo y su cuerpo desnudo se balanceaba con el viento en el borde del acantilado. Estaba intacto. Se veía serena. Sonreía. Le había dicho al edecán que saldría un momento y que no se preocupara. Sólo la volvió a ver envuelta en una carpa de campaña, con puñados de tierra anaranjada entre sus manos. La tabla ouija encontrada debajo de su cama, marcaba en si.

Amelia

La nube de humo de cigarro se mantenía espesa y flotando exactamente en el mismo sitio, todos los días de Dios, dándole al aire un tinte espeso. Los pisos deslavados, cubiertos con alquitrán, amenazaban a los parroquianos, de vez en cuando, con hacerlos caer para no volver a levantarse. Las mesitas cojas, con sus sillas pegadas al suelo, precaución necesaria si acaso se armaba una pelea; decoradas con palmatorias de bronce y la esperma del velón hediondo que daba algo de luz al lugar. La barrica de vino estaba justamente en la esquina, al lado del bar destartalado, manchado por miles de secreciones y sustancias a lo largo del tiempo. Las muchachas se mantenían siempre solícitas y alegres, sirviendo vino en todos lados y dejándose toquetear por los hombres, que invariablemente estaban bien borrachos.

La escalera de madera rechinaba y se cimbraba al peso de los parroquianos y sus fugaces amantes, subiendo apurados o bajando rendidos por la faena cumplida, que amenazaba con tumbar el cielo raso en la cabeza de los asistentes del salón. Amelia controlaba todo desde su pequeño observatorio, justo en la esquina opuesta a la barrica. Indicaba qué clientes podían seguir bebiendo, quiénes tenían crédito y quiénes debían marcharse.  A la vista de Nicanor enmudecía, más que todo por respeto a su condición de hombre y empleador, pero la que llevaba las riendas era ella. Mujer de corta estatura, de tez blanca y cabellos oscuros, con labios color cereza que se pintarrajeaba burdamente y caderas prominentes y senos generosos que mostraba sin pudores. Sabía que el cuerpo no duraba para siempre y el recuerdo de su hijo en el norte le daba ánimos para mantener esta charada. Además, ella reconocía secretamente que esta vida le agradaba. Ella decidía finalmente con quién iba a la cama y a quién ponía de patas en la calle. No había tenido tanto poder antes en su vida. Si se hubiera quedado en su hacienda original, estaría llena de hijos de aquel patrón artero que la violó cuando tenía catorce años. Había aprendido a fingir pasión y deseo cuando lo único que le importaba era el dinero. Sabía que con dinero se llegaba muy lejos. Eso les decían cada día de paga. Era lo mejor que existía y era profundamente indispensable. Si ellas ganaban, Nicanor ganaba, si ellas estaban contentas, él también lo estaba. ¡Esa es la manera, caramba! Sólo por esas palabras, que la hacían sentirse persona una vez en la semana, valía la pena soportar a todos estos borrachos, desgraciados y mal nacidos hombres del demonio que venían a exigir, por dinero, lo que no eran capaces de lograr, por amor, en sus casas.

Ahorraba hasta la última chaucha y por nada del mundo dejaba que la engañaran con los pagos, vueltos y propinas. Este negocio lo sentía suyo y había aprendido a verlo como eso, un negocio, ni más ni menos. No sacaban nada aquellas que se enamoraban de los patrones que venían aquí a llenarles la cabeza de pajaritos para poder hacerlo de gratis. Todo lo contrario. A la primera de cambio, estaban con un crío en brazos y así ¿quién las mantenía? ¿dónde conseguían trabajo? El cuerpo se marchitaba tan rápido y si no se aprovechaba, se terminaba viviendo debajo de los puentes o dando lástima donde algún pariente que nunca iba a dejar de recriminarle que había sido puta. Ese hijo iba a escupir su cara en el futuro, cuando se enterara de las condiciones de su concepción, engrosando la larga lista de criaturas sin nombre, sin amor de familia, sin pasado, ni futuro, profundamente heridos por su condición de marginales y resentidos por el resto de sus vidas, llevando el estigma eterno de la palabra huacho.

El ruido se hacía ensordecedor por momentos y  la pequeña morena con ojos de gata y caderas de potranca, cantaba arriba de una mesa, acompañada por la guitarra desafinada de Nicanor. Todos coreaban con voz al cuello, haciendo imposible conversar, mientras la muchacha era manoseada a la pasada por los clientes. Caía el licor al suelo, bañando a los que estaban descuidados. No había como la voz de la morena. De haber nacido en España, hubiera sido una diosa del flamenco. Alguien pensó enseñarle algunas canciones, pero era porfiada como mula. Muchas veces Amelia tuvo que remediarle la preñez por la porfía de su carácter, como lo hacía con todas, arriesgando sus vidas en las mañanas trasnochadas, con infusiones de borraja, paños calientes, cataplasmas de mostaza y jugo de limón para evitar un problema mayor, una tristeza de por vida. Se sentía bendecida por su buen juicio y su claridad. Sabía que era proscrita de su familia y que nunca jamás iba a poder mirar a los ojos a su hijo, pero no le importaba. Rezaba todas las tardes, antes de bajar al burdel, por su alma penitente, por sus prácticas de abortista, por sus mentiras y sus caricias falsas, pero no podía pedir perdón ni menos arrepentirse de eso ni de ganar dinero ni de sentir esa sensación intoxicante de que todo pasaba por sus manos, como una titiritera avezada y orgullosa, moviendo los hilos de esta comedia, en cada escenario posible.

Pasaban las cosas como todas las noches, cuando llegó la francesa, en mitad de la más estrellada y calma de aquel verano tórrido, a buscar a Amelia para que la ayudara a parir. Entonces, entendió que todo en la vida la había llevado hasta este punto y cuando la pobrecilla no pudo seguir existiendo y le entregó a la criatura y le hizo prometer que guiaría su destino, el dolor la invadió de súbito, el remordimiento la embargó y sin mediar ninguna justificación en su cabeza, pidió perdón.

barrica

En el Campo

estrellado

¿Estás seguro que podemos meternos aqui? preguntó Juan, con su sonrisa torcida y sus ojos saltones. La camioneta se empantanó por un segundo, pero Pichilo sabía cómo salir. Había crecido en este campo y aunque nadie le creía, porque estaban todos bien borrachos, sí podían estar en estas tierras.

Cerró la tranca y bajaron todos. Pichilo conectó los parlantes auxiliares a la radio de la camioneta. Sus primas de la capital quedaron atascadas en el barbecho suave con sus zapatos de tacón. Querían vasos y se rehusaron a beber directo de la botella como lo hacía el resto. Juan abrazaba a Cristina, mientras se reían a carcajadas de todo. Pichilo cambiaba nervioso la música, para hacer la fiesta más confortable y se acercaba a ratitos a la amiga de su prima Isabel.  La noche estaba estrellada. El cielo más claro de todo el mundo se puede ver de este lado del planeta, proclamaba Juan, mientras se empinaba la botella y Cristina, frotándose las manos de frío, le miraba embobada, como era su costumbre, cada vez que él abría la boca y abandonaba su personaje de guasón y se calaba las botas del hombre sabio y estudioso que era, en realidad.

Vieron unas luces a lo lejos, pero no les importó. De pronto, unos gritos llamaron a Pichilo. Era el Gringo, con su camioneta mostruosa, sus grandes luces dignas de una cacería de elefantes y la cabina llena de gente. Se sumaron al grupo, con sus jabas de cerveza que dejaron en medio del barbecho. Todo el mundo hablaba, mientras el vaho de sus bocas se iba hacia el cielo y la temperatura seguía descendiendo. Fumaban compartiendo los cigarrillos, una pitada cada uno y hasta las primas de la capital, ya bajo los efectos de los tragos, se sentían más cómodas y con nada de frío.

Pichilo había logrado aproximarse a la niña de la capital y le hablaba bajito y muy cerca, mientras le seguía dando cerveza, en un vaso destartalado y compartían el cigarrillo coquetamente.  El Gringo desapareció de pronto, llevándose a una de sus acompañantes. Todos se burlaron cuando aparecieron de vuelta, congelados y él, abrochándose el cinturón.

Juan abrazaba a Cristina con pasión y le susurró al oído que siguieran los pasos del Gringo. Se alejaron, mientras el suelo blando se iba cubriendo de escarcha. Pichilo estaba contando la forma de cómo su familia se había hecho de estas tierras.

Caminaron en silencio y de la mano por algunos metros, el pasto estaba cristalizado y el frío les hacía pensar dos veces en llevar a cabo su aventura. De fondo, se escuchaban las risas y las bromas, la música, el reventar de las botellas de cerveza y las quejas de Pichilo. Siguieron caminando más que todo porque querían estar a solas.  A lo lejos, la silueta de una casa abandonada. Se miraron cómplices y se decidieron al momento.

Atravesaron la puerta desvencijada y entraron con cuidado. Del segundo piso se escucharon los pasos apurados de los ratones. En el techo, faltaban planchas y se podía ver las estrellas y la luna que aparecía tarde esa noche. Empujaron otra puerta, que se cayó de golpe y de pronto Cristina sintió una presencia extraña junto a ella. Un olor de lavanda, tabaco, café, humo. Estaba todo ahí. Juan empezó a acariciarla, pero el aroma de la presencia le invadía por completo. Su mente estaba en otro lado. Esperaba otro cuerpo, otras manos. No respondía.  Era la primera vez que le pasaba algo así. De pronto, recordó los ojos del anciano que la confundió con alguien más y el nombre que pronunció hizo eco en sus oídos. Juan le miró asombrado y confundido. ¿Qué mierda te pasa? Estoy congelado, déjame poner mis manos en tu espalda, rogó. Siguió atacando, acariciando, besando su cuello, pero ella seguía suspendida en otro estado, en otro tiempo. Alucinaba la luz del sol entrando por la ventana y la estufa de hierro colmada de fuego. Sintió una respiración entrecortada. Allí está la mesa, dijo de pronto. Juan la miró como si se hubiera vuelto loca. Rió a carcajadas. Volvamos que ellos ya se van, dijo seria, sin hacer caso de la molestia y más en esta realidad.

¿Qué viste? Porque estabas extraña. No eras tú. Cristina no dijo nada. Sólo siguió caminando, mientras las imágenes de la cocina seguían apareciendo en su mente, como si las hubiera vivido mucho antes.  La mezcla de olores aún le acompañaba en la punta de su nariz. El nombre que había pronunciado el anciano aún retumbaba en sus oídos.

Cristina le preguntó a Pichilo quienes habían vivido en esa casa abandonada. Si te hubieras quedado, te hubieras enterado de  toda la historia. Ahora no te cuento nada. Se terminaron las cervezas. Nos vamos a la disco.

La Epidemia

El pequeño hospital estaba colapsando. Esta semana había sido espantosa. Como un vendaval que se levanta del horizonte, la epidemia de tos convulsiva hizo su aparición en el pueblo, sin que nadie tuviera ninguna precaución. Sólo tuvieron la premonición cuando vieron a la niñita de la trenza y las manitos coloradas  y cayeron en cuenta que no era la única esa semana. De ahí en adelante, fue todo una hecatombe. Llegaban tantos todos los días, aquejados de los mismos síntomas. Las cataplasmas de papas y arcilla, los jugos de cebolla, las infusiones de anís caliente y las pequeñas dosis de  antibióticos eran insuficientes para tantos enfermos. Los pobres bebés llegaban desfallecientes y habían visto morir a dos esta semana.  Dejaron de respirar en un acceso de tos fulminante que terminó por romper sus débiles pulmoncitos y los llevó al cielo. El pueblo entero estaba en silencio. No se escuchaba un alma. El párroco había abreviado las ceremonias, porque eran tantos por día. Era una desgracia.

Ella estaba ahí, como cada tarde, puntualmente, ajena al dolor que acontencía, con su impermeable color manila, sus ojos oscuros y su cabello recogido en lo alto de su cabeza, sus bolsillos llenos de caramelos y galletas y su corazón henchido al verle, con su boina de medio lado, en la misma banca y con un presente entre sus manos, para compartir la caminata, los dulces y las esperanzas de cada minuto de su encuentro diario.

El cielo se oscureció de pronto. Un viento gélido vino del norte y tiró la boina lejos. Al  voltear a recogerla, vieron a lo lejos un cortejo fúnebre que avanzaba por esa calle. Debían ocultarse. En su condición, no podían ser vistos. No había tiempo. Eran al menos veinte personas que venían vestidas de luto riguroso, detrás de la carreta tirada por bueyes, decorados con crespones negros en sus cuernos. Ella se mostró nerviosa y perdió la compostura. Una lágrima porfió por salir a su mejilla. Él le tomó de la mano y la condujo con prisa al portón, en la parte de atrás de su casa. Ella se resistió, pero él la empujó y cerró. Una vez adentro, miraron curiosos, a través del cerco, a las personas que formaban el séquito del funeral. La tristeza de sus rostros, el luto, la madre desconsolada, los pequeños que avanzaban a duras penas, tosiendo desde el fondo de sus pulmones, más víctimas de la epidemia. La lluvia empezó a caer, lento primero, con fuerza luego y se vieron obligados a entrar en la casa.

Ella estaba temblando. Él le ofreció una copa de jerez que aceptó sin pensar. Afuera, el primer gran aguacero de la temporada golpeó las ventanas, los techos de zinc y las almas atormentadas de los componentes del cortejo, que ya casi llegaban a la iglesia. De pronto, unieron sus labios, por primera vez,  como si lo hubieran hecho desde siempre y se perdieron en un mar de pasión que brotó entre sus pieles, incontenible, irreverente y perdido. Avanzaron besándose en dirección a la habitación, mientras iban cayendo las ropas en el camino. El corpiño y los grandes calzones de tafetán se transformaron en el último escollo que debieron salvar.

El aguacero caía con furia, no había nadie en las calles, no había más ruido que la lluvia. Sólo el sonido de los resortes de la cama  interrumpía el silencio de la habitación. Sólo los suspiros de ambos le hacían peso al golpeteo de la lluvia. Sólo su felicidad consumada abrigaba la esperanza para el día que se cernía oscuro y melancólico. Sólo su felicidad y nada más.

Salieron los dolientes de la iglesia. El cura había abreviado una vez más el sermón y se dirigieron, paso a paso, estilando, rumbo al panteón. En la habitación, los vidrios empañados y las copas de jerez en el suelo. El aire olía a su pasión, por tantas semanas reprimida. Se escuchaba el ahora suave compás de la lluvia y las goteras, que caían desde las pequeñas torrecitas de las esquinas, en el techo de la gran casa. Las pozas de agua se hicieron más profundas, mientras el sonido de la gotas se tornaba en un latido. Un latido para esos corazones cansados, que vivían, ahora, nuevamente. Un latido, como el tic tic de un metrónomo, que les anunciaba a los dolientes paso a paso, el avance inclaudicable de la vida. Donde iban ellos, irán todos. Seguía lloviendo. Seguían caminando. Seguía el vapor condensándose en la ventana del gran caserón. 

ventana

El Almacén

cja

El aguacero ya había comenzado. El cielo entero estaba encapotado con el gris oscuro de la lluvia copiosa y amenazante. Resonaba en los tejados de zinc y caía por todos lados, salpicando. No había un alma en la calle. Eran las seis de la mañana.

Waldemar se había levantado hacía unos minutos y luchaba con la estufa a leña para hacer el fuego del desayuno. Las flamas aparecieron lentamente, a medida que atizaba el fuego con diarios viejos y restos de vela. La sonajera de los anillos de la estufa acompañaba este momento, mientras su esposa cortaba gruesas tajadas de pan y queso y preparaba el mate.

Este era el vigésimo año que trabajaba en el almacén de don Juan Bautista. Además de ser dependiente y mano derecha, llevaba la contabilidad con su hermosa letra estilo francés, cortaba las libras de levadura , haciendo pequeñas porciones que se vendían por una chaucha y pesaba los cuartos de azúcar, yerba, harina y lo que fuera solicitado por su amable y siempre fiel clientela. Llegaban de todos lados, en el tren de las once, arrastrando a los hijos pequeños, las bolsas con papas y los corderos vivos. Los hombres se disponían orgullosos a ir a la feria, mientras las mujeres buscaban en la tienda de don Juan Bautista todo lo necesario para volver al hogar y que el campo no era capaz de producir. Algunos días de la semana, algunas se ubicaban en los alrededores de la pequeña plaza a vender sus hortalizas y con esos mismos billetes trasnochados se acercaban al almacén con sus listas y sus libretas, cancelando la cuenta antigua y rogándole a don Juanito que hiciera el favor de anotar esta nueva.

Sonaba la máquina registradora, cada vez, como la música viva de la tienda, a cada chin, chin, chin se abría el cajoncito y nuevas cifras aparecían cuando se accionaba la manivela. Mate, azúcar, café, betún de zapatos, cera para pisos, legumbres por kilo, ají en polvo, jabón de lavar,  comida para pollos. Estaba todo cuidadosamente marcado, en los grandes cajones de donde Waldemar iba llenando las bolsitas color manila y balancéandolas seguro en la gran pesa de hierro.

Así era de lunes a sábado. Los domingos Waldemar iba a llenar los libros de contabilidad con su hermosa letra estilo francés porque no podía dejar ni un borrón. Necesitaba la tranquilidad de la tienda vacía. Repasaba cada boleta de papel roneo que había quedado prisionera en el talonario y sus dedos se manchaban con el calco fiscal que siempre ocupaban. De memoria, repasaba cada venta y de paso, calculaba la comisión suya y del otro dependiente, para confeccionar su liquidación. A veces, veía que el otro hombrecito vendía más que él y un prurito nervioso venía a su barbilla y le daba una comezón inaguantable. Llegaba los lunes con algún parche de papel higiénico, mintiendo que se había cortado al afeitar.

La tienda de don Juan era bien apreciada y todos los campesinos acudían a comprarle. Todos los que se bajaban del tren, pasaban a su tienda y depositaban sus grandes monedas de diez pesos a cambio de  dulces y calugas para los niños, mientras los remordimientos les carcomían la sangre por las ganas de ir a gastar el resto al Camaleón. Se contenían algunos. Otros sencillamente eran vencidos por la tentación y se perdían en sus puertas de batiente, mientras sus mujeres les esperaban estoicas en la estación, cargadas como mulas con los víveres para la semana o el mes. Don Juanito lo sabía y piadosamente ayudaba a varias con sus «yapas». Waldemar se escandalizaba con esta costumbre, porque para él nunca había «yapa», sólo trabajo y trabajo, cargando los sacos con azúcar para dejarlos caer en el gran cajón, ordenando la tienda antes de cerrar y recibiendo la mercadería, contabilizando las facturas de papel craft los días domingos en aquellos gigantescos libros que ocupaban todo el mesón.

El rumor empezó despacito y fue tomando fuerza, pero casi nadie le dió crédito. El tren había funcionado por tantos años, que era impensado que se terminara. Era la única forma que tenían los campesinos de llegar al pueblo a hacer sus diligencias. Eran tratados como basura en todos lados, excepto por don Juan Bautista, que les atendía personalmente, les fiaba en sus pequeñas libretas y les regalaba un caramelo a los niños; no importaba si compraban grandes listas o dos barritas de jabón. Sólo a Waldemar parecían molestarle, pero al final les despedía con una sonrisa, al mismo tiempo que barría con el gran escobillón la calle afuera de la tienda.  

Ese día no hubo tren. Ni el siguiente, ni el siguiente, ni el siguiente. Los pacientes viajeros esperaron la semana entera, pero nadie se molestó en avisarles. Ni siquiera el ferrocarril. De pronto y de la nada surgieron buses maltrechos y ruidosos, que escupían un humo azulado por sus escapes, amenazaban con descalabrarse en las pasadas de los pequeños puentes, pero ofrecían llevarles. Era la alternativa que había y muchos de ellos se vieron en la obligación de aceptar pagar un precio de locura, echar sus enseres sin ninguna seguridad en el maletero e ir apretujados como bestias, escupiendo polvo y arena, para finalmente llegar al pueblo.  Ya no se llegaba a la placita del almacén de don Juan Bautista. Estaban lejos y el cansancio y el calor les hacía pensar dos veces en ir a visitarle. Algunos cumplieron fielmente y llegaron con sus gastadas libretas a cancelarle y aprovechar de pedir otras cosas, pero  cada vez habían menos.

Un día de otoño, cuando Waldemar cumplía los veinticinco años trabajando en la tienda, no llegó ningún cliente. La amargura llenó el corazón de todos. Sólo los vecinos siguieron acudiendo de tanto en tanto, pero el gran ajetreo ya se había terminado. Don Juan Bautista decidió cerrar. Liquidó sus cosas, despidió al dependiente y se quedó a solas con Waldemar. Le abrazó y le regaló la pluma enchapada en oro con la que siempre había llenado los libros. Juntos cerraron el viejo candado de la entrada y contemplaron por última vez la placita. Se miraron y se dieron la mano. Waldemar se fue a su casa, tomó mate con su esposa, comió dos panes con queso y un plato de sopa y se durmió. Sus funerales fueron dos días después.

Carta Astral

Nada de lo que leo me sorprende. Todo lo que aparece es como yo lo suponía y más que darme una pista, me confirma lo que siempre he visto. Dice que la Luna, que soporta tu humor torcido y tus sueños incumplidos, estaba en la quinta casa de Géminis, que explica tu fascinación por los temas divergentes y las causas perdidas, tus interminables discursos y mi bobalicona expresión de asombro cada vez que me cuentas tus sesudas conclusiones.

La pasión que corre en tus venas y que me atrapa cada vez que estoy a tu lado, es por el sextil de la casa de Marte en Escorpio. Los besos incendiarios y las caricias lujuriosas no son mencionadas en la carta, pero supongo que son parte del Sol que inunda la casa de Júpiter en tu día. Las eternas idas y venidas son producto de la fase oscura de Neptuno, que te hace inalcanzable para mis sueños más secretos. Los abrazos contenidos y el olor de tu piel son producto de alguna conjunción entre Saturno y la casa de Sagitario, que provoca reacciones volcánicas en las planicies del planeta y que me hace quedar a la gira de tus lunas perdidas.

Cuando Urano entra en Virgo, el minuto de tu existir se vuelve bello y deseable, te vuelves tímido y vulnerable y me dejas abrazar tu mente cansada, mientras escucho tu respiración y acaricio tu espalda, pero cuando Marte avanza a la tercera fase de Acuario la furia de tu mal humor estalla en una hecatombe sólo contenida por la posición de Plutón en la Luna de tu nombre.

Al leer de tu ascendente, entiendo perfecto la involuntaria reacción de tu mirar cuando te acorralo suavemente y me paseo en la guarida de tus sueños. Acepto como un hecho consumado tu nula fijación por lo material y tangible y me pierdo en la naturaleza extraña del despertar de tu conciencia, como me despierta tu sol de las noches amargas que hay en mi existir, proyectando tus pensamientos en mis auroras. Agradezco la conjunción del astro rey en Jupiter, que te provee de saludable energía y la voluntad que siempre he admirado y que hace no rendirte.

Veo que la Luna te dota de una inagotable curiosidad y espero poder verla en tus ojos, en los minutos más inusuales y en las situaciones menos cotidianas. Viajemos, porque la Luna en la Séptima Casa de Urano hace propicios los traslados. Viajemos a lugares ignotos y diversos, para alimentar tu estoicismo sin pausas y para verte lleno de energía, que es como siempre permaneces en mi mente.

dibujo

Quien Eres

almacen

Anoche volvieron a llover las alas de los trintraros. El suelo y el pequeño escritorio de madera están cubiertos de ellos. Al abrir las pesadas puertas de roble, entra la brisa de la mañana y hace volar la capa delgada de alas de los bichos muertos.

Los empleados no reparan en ellas y sólo la joven de manos pálidas les retira con desdén y repugnancia. No hay tiempo para grandes análisis, los clientes empiezan a llegar y el movimiento en la tienda, a medida que avanzan las horas, se hace cada vez más frenético. La vieja casona, que antes había albergado la pulpería de los franceses, resuena y cruje a cada trajín, mientras, en la trastienda, se van movilizando los sacos de cemento, la madera dimensionada y las grandes tuberías. En el subterráneo, las ratas arman un festín con la cañería de plástico  y juegan a las escondidas con  los dependientes que intentan darles caza, sumergiéndose, como avezadas nadadoras, en las aguas del pequeño zaguán.

Una vez, el francés almacenó grandes barriles con vino y aceite, que fueron lentamente impregnando el suelo de tierra apisonada. Nunca se preocupó de filtraciones ni malos manejos. Le pagaba tan mal a sus empleados, que ellos no reportaban ningún problema y el piso del subterráneo se fue tiñendo de rojo brillante que, con el paso de los años, quedó como el color del suelo. Cuando el hijo del boticario compró  la casa, sintió henchido su corazón por esta vuelta generosa de la vida. Recordaba claramente las burlas de Blanc a su padre, después de almuerzo, cuando don Lico no podía tenerse en pié de lo borracho que estaba. Ahora, era el dueño de la cuadra entera y lentamente iba acomodando esta casa que se caía de vieja, pero que albergaba decidores recuerdos de su niñez.

El gran mesón de caoba, que había sido entrado por quince hombres cuando Blanc inauguró su tienda, estaba cubierto de polvo, grasa y restos de todas las tierras de color y materiales que se vendían por lo que pesara, y era imposible ver las hermosas rosas de los vientos que decoraban toda la superficie. Mucho tiempo había pasado y los pisos, de tanto ser baldeados con lejía y jabón gringo, ya no tenían un color definido. El hijo de don Lico intentó alguna solución impregnándolos con brea, pero el deterioro era imposible de frenar. Perdió la paciencia, como era su costumbre y dejó todo como estaba.

La tarde era calurosa y el sol se colaba por la puerta abierta de par en par, mientras los dependientes miraban lujuriosos a las jovencitas que paseaban ligeras de ropa. De pronto, entró un señor de boina española y saco gris. Arrastraba sus pies al caminar y tuvo que ser guiado por su hijo, para cruzar el umbral sin trastabillar en el pequeño escalón. Miró todo con profundo interés y trató de fijar en su memoria algún recuerdo esquivo y caprichoso. Se acercó al mesón, mientras su  hijo le hablaba bajito en una lengua incomprensible para nadie más que para ellos. Eran tan parecidos, como si un espejo mágico se hubiera instalado al frente  y les mostrara a uno el destino futuro en el otro. Se rieron en complicidad y el hijo ordenó algunos materiales, mientras el padre caminaba lentamente, acariciando el mesón, hasta llegar al fondo de la tienda. Dio la vuelta sobre sus pasos y de pronto, reparó en los ojos de la joven que estaba en el escritorio. Se acercó lentamente y le saludó, buenas tardes María Isabel.

La joven levantó su cabeza y le miró en lo profundo de sus ojos azules cansados. Yo soy Esteban, le dijo, Esteban Santa María, ¿me recuerdas?. Pero, ya estando frente a frente y sacándose su boina, le rogó que le disculpara.  Tu cara me es muy familiar, chiquilla. Me recuerdas tan claramente a alguien que vino desde el pasado y que he visto por momentos sentada donde tú estás. ¿Quién eres? ¿De qué familia vienes? ¿Cuál es tu nombre?

Papá, debemos irnos, dice el hijo, al cancelar su factura a la joven de las manos pálidas, sentada en el escritorio de madera, que aún mira sorprendida y trata de calmar la ansiedad que viene de su corazón, mientras el nombre que ha pronunciado el anciano se le repite como un eco en sus sentidos. Mira sus ojos, escucha su acento y lejanas voces se le cuelan a sus oídos. Entretanto, él  se vuelve a calar la boina y se despide formal, no sin antes agregar, chiquilla me has traído tantos recuerdos, tantas caras tan familiares, tantas cosas lindas que pasaron hace mucho. Ahora, ya sé quién eres. Que tengas un buen día. 

Simbiosis

desayuno

La tarde de primavera que vio pasar al joven por afuera de su puerta, mientras don Bartolomé le decía bajito que era aquel quien venía a visitar a la niña cuando ella no estaba, le pareció tan poca cosa que ni siquiera se inmutó. Habían otras cosas más importantes de qué preocuparse entonces.

Don Bartolomé insistía en sus noticias, cada vez que llegaba de vuelta al hogar, cargada con verduras, carne, pollos, quesos y un sinfin de regalos de sus clientas, agradecidas por su buen trabajo, su paciencia y su tiempo. El joven visitante se iba apenas ella llegaba, con un cortés buenas tardes, mientras la niña le miraba con ojos de amor, hasta que se perdía, al cerrar la puerta.

Todo pasó muy rápido y tan suavemente. De pronto, este visitante se hizo permanente y cuando le comunicaron dichosos que iban a casarse, se dio cuenta que no había tomado en cuenta nada de lo que le había dicho don Bartolomé. La gata se le enroscó coqueta entre sus piernas, mientras, por primera vez en mucho tiempo, sintió el abatimiento en sus huesos. Nada de esto estaba planeado. Ella quería algo distinto. Las clases de francés se habían ido al demonio, por la sonrisa franca y las manos vacías de este joven desconocido que, ahora, venía a declarar tan fresco que se casaba con la única hija que tenía, que le había costado sangre, sudor y lágrimas mantener a su lado y que, aunque le recordaba un pasado infame y sin sentido, era la niña de sus ojos, su único corazón. Ahora, se iba con este que no tenía donde echar sus huesos, ni una cama, ni casa, ni un buen trabajo. ¡La jodienda, carajo!. Era como una maldición.

El matrimonio fue modesto y emotivo. La comida fue regada y ellos se veían felices. El joven visitante se había convertido en yerno, sin que nadie más que él lo hubiera sabido.

La gran casa de madera a donde llegaron por accidente, se convirtió en el hogar familiar. Ella no les abandonó, al principio por desconfianza, luego por amor a los nietos. Crecieron los lazos de cariño y simpatía. Hubieron días de verano como hubieron días grises, pero nunca dejaron de respetarse, desde el día en que se conocieron.

Anoche, el joven se levantó en mitad de la noche. Ya no queda mucho de la piel tersa y los brazos fuertes, los años han pasado, los hijos han crecido y se han marchado. Vienen de vez en cuando para navidades y cumpleaños, pero ellos siguen ahi. Va a su habitación porque la ha escuchado quejarse en sueños, pero ha sido sólo eso. La llama por su nombre y se da cuenta que duerme aún plácidamente. Vuelve a su cuarto.

Es esta extraña circunstancia que le impide recordar, a veces, quién es este hombre cano y de ojos cansados que le ofrece el desayuno en las mañanas heladas de este invierno que se niega a dejarla en paz, que le habla familiarmente y le trae las noticias añejas del pueblo, contándole quiénes ya han pasado a mejor vida. Se entienden y se miran en una complicidad que sólo da un largo tiempo de respeto y compañía. Muchos años les facultan para quererse con calma y en silencio, esperando un mejor día para la mañana siguiente. Aquel que llegó para quedarse, está aquí ahora, contándole cuentos antiguos, tratando de anexarla con esta realidad que le parece incomprensible y señalándole cada día a su hija en frente de ella, insistiéndole en la necesidad de comer y estirar las piernas, de no abatirse tan fácilmente y abrigar la secreta esperanza que los tiempos pasados, de alguna forma, volverán.

Cuando don Bartolomé le mostró a este hombre, hace tantos años atrás, nunca pensó que iba a ser tan cercano, un hijo para ella. La fuerza de sus hombros cansados aún la sostiene cuando sus piernas le fallan y la tibieza de su abrazo le conforta cuando no sabe bien donde está. Cuando le recuerda, fija en su memoria frágil todos los minutos compartidos desde el principio, reconoce sus atenciones, comparten el almuerzo familiar y secretamente agradece no haber escuchado a don Bartolomé.

Las Putas del Camaleón

A las nueve de la mañana terminaban de limpiar. El olor de los tragos avinagrados inundaba la cuadra entera, mientras el compás de las rancheras latía, moviendo todo en el lugar. La eterna poza de agua purulenta estaba siempre a la entrada, con su peligrosa textura verdosa, pero a nadie parecía importarle. Ya desde antes del mediodía, aparecían los clientes, cuando el tren llegaba bufando con su vapor grisáceo y con su ruido de tormenta, depositando en el andén a todos aquellos que, desde el alba, venían viajando y que buscaban sólo la diversión del Camaleón.

Era la casa de putas más antigua del pueblo y estaba justo a media cuadra de la estación. Con ventanas en forma de rombos y vidrios amarillos, despedía un olor indefinido. Los campesinos y  los empleados del tren iban y venían a distintas horas, buscando, buscando. La música de las antiguas rancheras se escuchaba y llenaba de ritmo la pequeña plaza que quedaba frente a su puerta, donde los borrachos dormían, mientras llegaba el tren de la tarde.

En invierno, un vaho espeso salía cada vez que abrían la puerta y las risas sonoras de los parroquianos y de las putas se escuchaban en toda la cuadra. Estaba en una calle sin pavimentar, que había sido interrumpida por el paso de la vía férrea y a donde los clientes, borrachos llegaban a parar de bruces cuando salían de las puertas de batiente, ahitos de licor y satisfechos en su pasión.

Resonaba la música en las noches, con el bumbum buuum característico del bajo de la ranchera, se oían los gritos y las risas, los botellazos y la llegada del furgón de la policía, para aplacar los ánimos agriados de los amables parroquianos.

Las putas salían a la feria, todos los días martes, vestidas con sus atuendos del oficio, buscando posibles clientes entre los campesinos que llegaban a vender sus animales. Los arrastraban con sus artes y los sumergían en el hedor ácido del aire del lugar. Se vestían de floreado, con falditas cortas y escotes pronunciados. Todas se pintarrajeaban de la misma forma y usaban perfumes pestilentes y amizclados, que se confundían con el olor del lugar. Se reían falsas y borrachas, decadentes y abyectas, cada día de la semana, desde la mañana y hasta bien entrada la noche, luciendo como un enjambre colorinche de mariposas trasnochadas.

Al lado del Camaleón había una casa gigante, construida quién sabe cuándo. Amenazaba con desplomarse en cualquier momento y sus esquinas siempre olían a los orines de los parroquianos del burdel. Varias familias arrendaban las habitaciones de la casa  y subían a sus cités por una escalerita frágil que se adosaba a la entrada principal. Robinson vivía alli desde que tenía memoria, compartiendo el baño del fondo del pasillo con todos los otros residentes, viendo cómo se descascaraba lentamente y cada día el papel decomural de las paredes y escuchando las ratas gigantescas que corrían desatadas en el entretecho del gran caserón. La música y el alboroto del Camaleón no le alteraba en lo más mínimo, sólo el ruido del tren y sus estertores de locura le producían una sensación de desasosiego que le hacía asomar lágrimas en sus ojos mansos. Trabajaba a veces y por unas pocas monedas en el almacén que quedaba al otro lado de la placita de la estación, empaquetando cajas y cargándose más allá de lo aceptable con los bultos de las viejas, que acudían a comprar sus abarrotes y se los llevaban en el tren. En la escuela era un estudiante regular, que a veces llegaba con sus ojos somnolientos y sus cuadernos marcados con tintes de carmín.

Una vez pidieron una tarea en grupo y sus compañeros le fueron a buscar a su hogar. Atravesaron con pánico el tétrico pasillo, aguantando la respiración y en silencio, buscando la pequeña puerta negra con el número dieciséis y golpearon. La música del Camaleón sonaba fuerte y se escuchaban las risas de sus clientes. Robinson abrió tímido y les pidió que esperaban un momento afuera. De la escala vino el ruido de los tacos apurados de una mujer. Los niños bromearon que seguro era una de las putas y cuando la vieron aparecer en el pasillo, confirmaron su sospecha. Estaba medio borracha y llevaba la tira de su sostén asomando por el hombro de su blusa colorinche. Avanzó en dirección a ellos y maldijo no tener su llave. Robinson apareció vistiendo su chaqueta  y la dejó pasar, cerrando la puerta tras de ella. El olor penetrante de su perfume llenó el aire de la gran casa. Afuera, seguía retumbando el bumbum buuum del bajo de las rancheras, las risas de los clientes y el silbato del tren anunciando su partida.

bar 

Castrojeriz

camino

Largos días en el camino, largas horas consigo mismo, descubriendo un paisaje y un hombre nuevo en cada paso. Avanzaba con confianza, pero con dificultad. La niebla le hacía frente cada mañana y los rayos del sol del mediodía le impedían dominar la visión maravillosa de Castrojeriz.

En las noches, sus piernas se llenaban de calambres y cambiaba prolijamente las vendas de sus pies, sentado en las afueras de los albergues, surgidos entre toda la masa transhumante y perdida que buscaba encontrar la sal de la vida en esta ruta, que muchos creían milagrosa y sanadora. Estuvo sentado aquella noche más tiempo de lo habitual, contemplando la campiña, aspirando los olores que parecían tener vida propia en un tiempo anterior a este, cuando todo era piedra y mineral, cuando todo era camino y fe. El sabor del vino se le pegaba al paladar y los pedazos de la hogaza eran compartidos por todos los que buscaban, esa noche, encontrar algo distinto para llenar sus vidas.

El soplo del aire del oeste le trajo un recuerdo palpable, vivo, descarnado. El aroma del hogar, la voz de su padre, las largas carcajadas, las conversaciones sin prisa ni destino. Los abrazos sinceros. Todo lo trajo el viento en un segundo nada más, haciéndole olvidar las vendas para sus pies y dejando caer la bota  a un costado de su silla. Estaba ahi, junto a él, diciéndole que estaba orgulloso, que jamás habría hecho algo semejante y que su alma se embellecía a cada uno de sus pasos. De pronto se fue. Tal como había llegado, se fue.

La mañana siguiente se presentó extraña, cerrada, brumosa, difícil, melancólica. Las cabras que pastaban a los alrededores se negaban a avanzar más lejos y se quedaban mirando a los peregrinos que, de tanto en tanto, aparecían, enérgicos algunos, cansados y abatidos otros. La niebla cubría las montañas, el aire se hacía difícil de respirar y las humildes chimeneas de piedra exhalaban un vaho blanquecino que se perdía en el cielo. Caminó por varias horas, sintiendo un peso superior a su mochila y sus pesares cotidianos. Caminó un calvario extraño y sin dolor, pero con una profunda nostalgia. Escenas familiares se le aparecían de cuando en cuando, como crueles latigazos en la fragilidad de su memoria, llevándole a hechos pasados, ya inútiles de recordar. Las risas de sus días de infancia enjugaban sus recuerdos y le traían los sabores del ayer, mientras, a cada paso, la carga de sus memorias le hacía trastabillar.

Al fondo del escenario y en la loma, precedido de la piedra angular con el símbolo de los caminantes, la iglesia de Castrojeriz se alzaba protectora y salva. Se acercó, mientras el sol empezaba tímido a salir. Entró confiado a la iglesia y se quitó su pesada mochila. Calzó sus sandalias y se acercó al altar para refrescar su cara, sus recuerdos y su alma con el agua bendita de la fuente. Al  cabo de un rato, la iglesia se fue llenando de feligreses, cubiertos por mantillas negras las mujeres, ancianos de barbas canas y sin dientes. Él se acomodó al final de la nave central y escuchó con respeto y atención, mientras el sol inundaba los campos y la paz llenaba sus pensamientos.

Avanzó otros veinte kilómetros esa tarde y ,al llegar al poblado, consultó por un teléfono. Discó el antiguo número de la casa de veraneo de su familia y el mayordomo, consternado, le avisó del deceso de su padre. Había muerto en paz, dijo, una mañana sin nubes ni viento, pensando en su sonrisa amplia, su travesía y su voluntad. Sus últimas palabras fueron para desearle un buen viaje. Estoy orgulloso de ti, dijo entre sueños, como si lo estuviera viendo, mientras él estaba al otro lado del mar, caminando en una mañana brumosa. Era como si hubieran podido verse, como si hubieran podido alcanzarse.

El rumor de las voces en la misa aún le llenaba los oídos, el dolor de sus piernas aún le acompañaba, pero el peso de su alma se había marchado. Otros días más de travesía y habría llegado al final de este viaje, pero aquel viento del oeste estaría mucho tiempo presente en sus memorias,  hasta que una noche de lluvia, mirando el fuego, me lo contó en susurros, para no olvidar que había pasado.

La Máquina de Coser

El patrón Burda parecía el diseño de una autopista del futuro, con innumerables líneas, cortes y desviaciones. Delgados puentes y secciones de túneles, en un abigarrado concierto de colores y tipos de punteado. Era tan fácil confundirse y pasar a otro «camino» pero ella sabía de memoria los patrones. Había aprendido a leerlos con la calma que le entregó Gerda, su primera clienta, quien confió en su talento, se conmovió con su historia y su fuerza de carácter y, al cabo de los años, se convirtió en su principal seguidora y amiga. Juntas, seleccionaron, del viejo catálogo, la máquina de coser que le iba a acompañar por el resto de su vida y que hoy mora escondida en su habitación, cubierta por viejas frazadas y envuelta en papel periódico, libre del polvo de la casa, lejos de la humedad del invierno que lentamente va tomando posesión de su existir.

La vieron y decidieron que era la indicada, con la misma certeza que seleccionaban el modelo de la revista y lo traspasaban del patrón a un papel color manila, pasando aquella ruleta de puntas aguzadas, como pequeñas agujas en circunferencia, que lento a cada movimiento, dejaba plasmada la figura para el molde. Había que seguir la consigna de la figura, había que tener la pericia de extender el molde buscando la talla, pero todo eso lo sabían de sobra y se deleitaban viendo la moda, modificando sus modelos y sonriendo satisfechas después de tomar el té de las cinco de la tarde, antes que se dirigiera de vuelta a su hogar.

Con el tiempo, dejó de asistir a las casas de sus clientas. Cada cosa se iba haciendo más indispensable y cada día llegaban costuras por encargo. El olor de la tela al ser planchada antes de la entrega, el clack, clack de la máquina, que parecía una pequeña locomotora, llenaba el silencio de la casa. El sol inundaba la habitación y, a veces, el viento se colaba entre los vidrios, que habían perdido, hacía mucho, la masilla que los mantenía sujetos a los marcos de la ventana.

La máquina de coser ocupaba sus pensamientos, sus horas de soledad como una perfecta compañía. Permitía sostenerla y además, cuando llegaron las nietas, regalarlas con confecciones diversas. Era la forma de luchar por la vida, era la forma de vivir el día a día, sin recuerdos amargos, ni sensaciones de abandono. Sólo el clack, clack de la máquina le hacía olvidar.

El sol se colaba por la ventana y el pedal de la máquina de coser se mantenía en su sitio, cubierto por una pequeña alfombra color marrón, mientras pasaba el hilo de la costura por la compleja serie de engranajes y ojales dispuestos. El pequeño carrete de acero, la aguja, el tubo donde iba engarzado, todo tenía una razón y un propósito claro, mientras iban brotando los pijamas de franela, las sábanas con vuelos blancos, las pequeñas cortinas para la cocina, las colchas de colores y en medio del verano, los gigantescos colchones de lana de oveja, suaves y mullidos y los plumones.

La máquina de coser llenaba el espacio reservado para el olvido y la esperanza. Avanzaban las horas, como avanzaba la tela, por el delicado pedal que hacía entrar y salir la aguja a la velocidad de la luz, cada clack, clack, clack era el sonido del metrónomo de su día a día, indicándole que el tiempo avanzaba, que el destino se iba cumpliendo y que su existir tenía un propósito claro, una razón para levantarse en las mañanas, una satisfacción que llevar a la cama cada noche, cuando olía sus sábanas blancas, almidonadas y guardadas entre delicados granos de arroz y lavanda, cada una de ellas cosidas con precisión y audacia, con sus vuelos en richelieu. El suave sopor de las almohadas y la tibieza de la colcha a cuadros, llenos cada uno con los sueños y las memorias.

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