La Máquina de Coser

El patrón Burda parecía el diseño de una autopista del futuro, con innumerables líneas, cortes y desviaciones. Delgados puentes y secciones de túneles, en un abigarrado concierto de colores y tipos de punteado. Era tan fácil confundirse y pasar a otro «camino» pero ella sabía de memoria los patrones. Había aprendido a leerlos con la calma que le entregó Gerda, su primera clienta, quien confió en su talento, se conmovió con su historia y su fuerza de carácter y, al cabo de los años, se convirtió en su principal seguidora y amiga. Juntas, seleccionaron, del viejo catálogo, la máquina de coser que le iba a acompañar por el resto de su vida y que hoy mora escondida en su habitación, cubierta por viejas frazadas y envuelta en papel periódico, libre del polvo de la casa, lejos de la humedad del invierno que lentamente va tomando posesión de su existir.

La vieron y decidieron que era la indicada, con la misma certeza que seleccionaban el modelo de la revista y lo traspasaban del patrón a un papel color manila, pasando aquella ruleta de puntas aguzadas, como pequeñas agujas en circunferencia, que lento a cada movimiento, dejaba plasmada la figura para el molde. Había que seguir la consigna de la figura, había que tener la pericia de extender el molde buscando la talla, pero todo eso lo sabían de sobra y se deleitaban viendo la moda, modificando sus modelos y sonriendo satisfechas después de tomar el té de las cinco de la tarde, antes que se dirigiera de vuelta a su hogar.

Con el tiempo, dejó de asistir a las casas de sus clientas. Cada cosa se iba haciendo más indispensable y cada día llegaban costuras por encargo. El olor de la tela al ser planchada antes de la entrega, el clack, clack de la máquina, que parecía una pequeña locomotora, llenaba el silencio de la casa. El sol inundaba la habitación y, a veces, el viento se colaba entre los vidrios, que habían perdido, hacía mucho, la masilla que los mantenía sujetos a los marcos de la ventana.

La máquina de coser ocupaba sus pensamientos, sus horas de soledad como una perfecta compañía. Permitía sostenerla y además, cuando llegaron las nietas, regalarlas con confecciones diversas. Era la forma de luchar por la vida, era la forma de vivir el día a día, sin recuerdos amargos, ni sensaciones de abandono. Sólo el clack, clack de la máquina le hacía olvidar.

El sol se colaba por la ventana y el pedal de la máquina de coser se mantenía en su sitio, cubierto por una pequeña alfombra color marrón, mientras pasaba el hilo de la costura por la compleja serie de engranajes y ojales dispuestos. El pequeño carrete de acero, la aguja, el tubo donde iba engarzado, todo tenía una razón y un propósito claro, mientras iban brotando los pijamas de franela, las sábanas con vuelos blancos, las pequeñas cortinas para la cocina, las colchas de colores y en medio del verano, los gigantescos colchones de lana de oveja, suaves y mullidos y los plumones.

La máquina de coser llenaba el espacio reservado para el olvido y la esperanza. Avanzaban las horas, como avanzaba la tela, por el delicado pedal que hacía entrar y salir la aguja a la velocidad de la luz, cada clack, clack, clack era el sonido del metrónomo de su día a día, indicándole que el tiempo avanzaba, que el destino se iba cumpliendo y que su existir tenía un propósito claro, una razón para levantarse en las mañanas, una satisfacción que llevar a la cama cada noche, cuando olía sus sábanas blancas, almidonadas y guardadas entre delicados granos de arroz y lavanda, cada una de ellas cosidas con precisión y audacia, con sus vuelos en richelieu. El suave sopor de las almohadas y la tibieza de la colcha a cuadros, llenos cada uno con los sueños y las memorias.

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