Las Putas del Camaleón

A las nueve de la mañana terminaban de limpiar. El olor de los tragos avinagrados inundaba la cuadra entera, mientras el compás de las rancheras latía, moviendo todo en el lugar. La eterna poza de agua purulenta estaba siempre a la entrada, con su peligrosa textura verdosa, pero a nadie parecía importarle. Ya desde antes del mediodía, aparecían los clientes, cuando el tren llegaba bufando con su vapor grisáceo y con su ruido de tormenta, depositando en el andén a todos aquellos que, desde el alba, venían viajando y que buscaban sólo la diversión del Camaleón.

Era la casa de putas más antigua del pueblo y estaba justo a media cuadra de la estación. Con ventanas en forma de rombos y vidrios amarillos, despedía un olor indefinido. Los campesinos y  los empleados del tren iban y venían a distintas horas, buscando, buscando. La música de las antiguas rancheras se escuchaba y llenaba de ritmo la pequeña plaza que quedaba frente a su puerta, donde los borrachos dormían, mientras llegaba el tren de la tarde.

En invierno, un vaho espeso salía cada vez que abrían la puerta y las risas sonoras de los parroquianos y de las putas se escuchaban en toda la cuadra. Estaba en una calle sin pavimentar, que había sido interrumpida por el paso de la vía férrea y a donde los clientes, borrachos llegaban a parar de bruces cuando salían de las puertas de batiente, ahitos de licor y satisfechos en su pasión.

Resonaba la música en las noches, con el bumbum buuum característico del bajo de la ranchera, se oían los gritos y las risas, los botellazos y la llegada del furgón de la policía, para aplacar los ánimos agriados de los amables parroquianos.

Las putas salían a la feria, todos los días martes, vestidas con sus atuendos del oficio, buscando posibles clientes entre los campesinos que llegaban a vender sus animales. Los arrastraban con sus artes y los sumergían en el hedor ácido del aire del lugar. Se vestían de floreado, con falditas cortas y escotes pronunciados. Todas se pintarrajeaban de la misma forma y usaban perfumes pestilentes y amizclados, que se confundían con el olor del lugar. Se reían falsas y borrachas, decadentes y abyectas, cada día de la semana, desde la mañana y hasta bien entrada la noche, luciendo como un enjambre colorinche de mariposas trasnochadas.

Al lado del Camaleón había una casa gigante, construida quién sabe cuándo. Amenazaba con desplomarse en cualquier momento y sus esquinas siempre olían a los orines de los parroquianos del burdel. Varias familias arrendaban las habitaciones de la casa  y subían a sus cités por una escalerita frágil que se adosaba a la entrada principal. Robinson vivía alli desde que tenía memoria, compartiendo el baño del fondo del pasillo con todos los otros residentes, viendo cómo se descascaraba lentamente y cada día el papel decomural de las paredes y escuchando las ratas gigantescas que corrían desatadas en el entretecho del gran caserón. La música y el alboroto del Camaleón no le alteraba en lo más mínimo, sólo el ruido del tren y sus estertores de locura le producían una sensación de desasosiego que le hacía asomar lágrimas en sus ojos mansos. Trabajaba a veces y por unas pocas monedas en el almacén que quedaba al otro lado de la placita de la estación, empaquetando cajas y cargándose más allá de lo aceptable con los bultos de las viejas, que acudían a comprar sus abarrotes y se los llevaban en el tren. En la escuela era un estudiante regular, que a veces llegaba con sus ojos somnolientos y sus cuadernos marcados con tintes de carmín.

Una vez pidieron una tarea en grupo y sus compañeros le fueron a buscar a su hogar. Atravesaron con pánico el tétrico pasillo, aguantando la respiración y en silencio, buscando la pequeña puerta negra con el número dieciséis y golpearon. La música del Camaleón sonaba fuerte y se escuchaban las risas de sus clientes. Robinson abrió tímido y les pidió que esperaban un momento afuera. De la escala vino el ruido de los tacos apurados de una mujer. Los niños bromearon que seguro era una de las putas y cuando la vieron aparecer en el pasillo, confirmaron su sospecha. Estaba medio borracha y llevaba la tira de su sostén asomando por el hombro de su blusa colorinche. Avanzó en dirección a ellos y maldijo no tener su llave. Robinson apareció vistiendo su chaqueta  y la dejó pasar, cerrando la puerta tras de ella. El olor penetrante de su perfume llenó el aire de la gran casa. Afuera, seguía retumbando el bumbum buuum del bajo de las rancheras, las risas de los clientes y el silbato del tren anunciando su partida.

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7 comentarios en “Las Putas del Camaleón

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