Simbiosis

desayuno

La tarde de primavera que vio pasar al joven por afuera de su puerta, mientras don Bartolomé le decía bajito que era aquel quien venía a visitar a la niña cuando ella no estaba, le pareció tan poca cosa que ni siquiera se inmutó. Habían otras cosas más importantes de qué preocuparse entonces.

Don Bartolomé insistía en sus noticias, cada vez que llegaba de vuelta al hogar, cargada con verduras, carne, pollos, quesos y un sinfin de regalos de sus clientas, agradecidas por su buen trabajo, su paciencia y su tiempo. El joven visitante se iba apenas ella llegaba, con un cortés buenas tardes, mientras la niña le miraba con ojos de amor, hasta que se perdía, al cerrar la puerta.

Todo pasó muy rápido y tan suavemente. De pronto, este visitante se hizo permanente y cuando le comunicaron dichosos que iban a casarse, se dio cuenta que no había tomado en cuenta nada de lo que le había dicho don Bartolomé. La gata se le enroscó coqueta entre sus piernas, mientras, por primera vez en mucho tiempo, sintió el abatimiento en sus huesos. Nada de esto estaba planeado. Ella quería algo distinto. Las clases de francés se habían ido al demonio, por la sonrisa franca y las manos vacías de este joven desconocido que, ahora, venía a declarar tan fresco que se casaba con la única hija que tenía, que le había costado sangre, sudor y lágrimas mantener a su lado y que, aunque le recordaba un pasado infame y sin sentido, era la niña de sus ojos, su único corazón. Ahora, se iba con este que no tenía donde echar sus huesos, ni una cama, ni casa, ni un buen trabajo. ¡La jodienda, carajo!. Era como una maldición.

El matrimonio fue modesto y emotivo. La comida fue regada y ellos se veían felices. El joven visitante se había convertido en yerno, sin que nadie más que él lo hubiera sabido.

La gran casa de madera a donde llegaron por accidente, se convirtió en el hogar familiar. Ella no les abandonó, al principio por desconfianza, luego por amor a los nietos. Crecieron los lazos de cariño y simpatía. Hubieron días de verano como hubieron días grises, pero nunca dejaron de respetarse, desde el día en que se conocieron.

Anoche, el joven se levantó en mitad de la noche. Ya no queda mucho de la piel tersa y los brazos fuertes, los años han pasado, los hijos han crecido y se han marchado. Vienen de vez en cuando para navidades y cumpleaños, pero ellos siguen ahi. Va a su habitación porque la ha escuchado quejarse en sueños, pero ha sido sólo eso. La llama por su nombre y se da cuenta que duerme aún plácidamente. Vuelve a su cuarto.

Es esta extraña circunstancia que le impide recordar, a veces, quién es este hombre cano y de ojos cansados que le ofrece el desayuno en las mañanas heladas de este invierno que se niega a dejarla en paz, que le habla familiarmente y le trae las noticias añejas del pueblo, contándole quiénes ya han pasado a mejor vida. Se entienden y se miran en una complicidad que sólo da un largo tiempo de respeto y compañía. Muchos años les facultan para quererse con calma y en silencio, esperando un mejor día para la mañana siguiente. Aquel que llegó para quedarse, está aquí ahora, contándole cuentos antiguos, tratando de anexarla con esta realidad que le parece incomprensible y señalándole cada día a su hija en frente de ella, insistiéndole en la necesidad de comer y estirar las piernas, de no abatirse tan fácilmente y abrigar la secreta esperanza que los tiempos pasados, de alguna forma, volverán.

Cuando don Bartolomé le mostró a este hombre, hace tantos años atrás, nunca pensó que iba a ser tan cercano, un hijo para ella. La fuerza de sus hombros cansados aún la sostiene cuando sus piernas le fallan y la tibieza de su abrazo le conforta cuando no sabe bien donde está. Cuando le recuerda, fija en su memoria frágil todos los minutos compartidos desde el principio, reconoce sus atenciones, comparten el almuerzo familiar y secretamente agradece no haber escuchado a don Bartolomé.

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