Anoche volvieron a llover las alas de los trintraros. El suelo y el pequeño escritorio de madera están cubiertos de ellos. Al abrir las pesadas puertas de roble, entra la brisa de la mañana y hace volar la capa delgada de alas de los bichos muertos.
Los empleados no reparan en ellas y sólo la joven de manos pálidas les retira con desdén y repugnancia. No hay tiempo para grandes análisis, los clientes empiezan a llegar y el movimiento en la tienda, a medida que avanzan las horas, se hace cada vez más frenético. La vieja casona, que antes había albergado la pulpería de los franceses, resuena y cruje a cada trajín, mientras, en la trastienda, se van movilizando los sacos de cemento, la madera dimensionada y las grandes tuberías. En el subterráneo, las ratas arman un festín con la cañería de plástico y juegan a las escondidas con los dependientes que intentan darles caza, sumergiéndose, como avezadas nadadoras, en las aguas del pequeño zaguán.
Una vez, el francés almacenó grandes barriles con vino y aceite, que fueron lentamente impregnando el suelo de tierra apisonada. Nunca se preocupó de filtraciones ni malos manejos. Le pagaba tan mal a sus empleados, que ellos no reportaban ningún problema y el piso del subterráneo se fue tiñendo de rojo brillante que, con el paso de los años, quedó como el color del suelo. Cuando el hijo del boticario compró la casa, sintió henchido su corazón por esta vuelta generosa de la vida. Recordaba claramente las burlas de Blanc a su padre, después de almuerzo, cuando don Lico no podía tenerse en pié de lo borracho que estaba. Ahora, era el dueño de la cuadra entera y lentamente iba acomodando esta casa que se caía de vieja, pero que albergaba decidores recuerdos de su niñez.
El gran mesón de caoba, que había sido entrado por quince hombres cuando Blanc inauguró su tienda, estaba cubierto de polvo, grasa y restos de todas las tierras de color y materiales que se vendían por lo que pesara, y era imposible ver las hermosas rosas de los vientos que decoraban toda la superficie. Mucho tiempo había pasado y los pisos, de tanto ser baldeados con lejía y jabón gringo, ya no tenían un color definido. El hijo de don Lico intentó alguna solución impregnándolos con brea, pero el deterioro era imposible de frenar. Perdió la paciencia, como era su costumbre y dejó todo como estaba.
La tarde era calurosa y el sol se colaba por la puerta abierta de par en par, mientras los dependientes miraban lujuriosos a las jovencitas que paseaban ligeras de ropa. De pronto, entró un señor de boina española y saco gris. Arrastraba sus pies al caminar y tuvo que ser guiado por su hijo, para cruzar el umbral sin trastabillar en el pequeño escalón. Miró todo con profundo interés y trató de fijar en su memoria algún recuerdo esquivo y caprichoso. Se acercó al mesón, mientras su hijo le hablaba bajito en una lengua incomprensible para nadie más que para ellos. Eran tan parecidos, como si un espejo mágico se hubiera instalado al frente y les mostrara a uno el destino futuro en el otro. Se rieron en complicidad y el hijo ordenó algunos materiales, mientras el padre caminaba lentamente, acariciando el mesón, hasta llegar al fondo de la tienda. Dio la vuelta sobre sus pasos y de pronto, reparó en los ojos de la joven que estaba en el escritorio. Se acercó lentamente y le saludó, buenas tardes María Isabel.
La joven levantó su cabeza y le miró en lo profundo de sus ojos azules cansados. Yo soy Esteban, le dijo, Esteban Santa María, ¿me recuerdas?. Pero, ya estando frente a frente y sacándose su boina, le rogó que le disculpara. Tu cara me es muy familiar, chiquilla. Me recuerdas tan claramente a alguien que vino desde el pasado y que he visto por momentos sentada donde tú estás. ¿Quién eres? ¿De qué familia vienes? ¿Cuál es tu nombre?
Papá, debemos irnos, dice el hijo, al cancelar su factura a la joven de las manos pálidas, sentada en el escritorio de madera, que aún mira sorprendida y trata de calmar la ansiedad que viene de su corazón, mientras el nombre que ha pronunciado el anciano se le repite como un eco en sus sentidos. Mira sus ojos, escucha su acento y lejanas voces se le cuelan a sus oídos. Entretanto, él se vuelve a calar la boina y se despide formal, no sin antes agregar, chiquilla me has traído tantos recuerdos, tantas caras tan familiares, tantas cosas lindas que pasaron hace mucho. Ahora, ya sé quién eres. Que tengas un buen día.