El aguacero ya había comenzado. El cielo entero estaba encapotado con el gris oscuro de la lluvia copiosa y amenazante. Resonaba en los tejados de zinc y caía por todos lados, salpicando. No había un alma en la calle. Eran las seis de la mañana.
Waldemar se había levantado hacía unos minutos y luchaba con la estufa a leña para hacer el fuego del desayuno. Las flamas aparecieron lentamente, a medida que atizaba el fuego con diarios viejos y restos de vela. La sonajera de los anillos de la estufa acompañaba este momento, mientras su esposa cortaba gruesas tajadas de pan y queso y preparaba el mate.
Este era el vigésimo año que trabajaba en el almacén de don Juan Bautista. Además de ser dependiente y mano derecha, llevaba la contabilidad con su hermosa letra estilo francés, cortaba las libras de levadura , haciendo pequeñas porciones que se vendían por una chaucha y pesaba los cuartos de azúcar, yerba, harina y lo que fuera solicitado por su amable y siempre fiel clientela. Llegaban de todos lados, en el tren de las once, arrastrando a los hijos pequeños, las bolsas con papas y los corderos vivos. Los hombres se disponían orgullosos a ir a la feria, mientras las mujeres buscaban en la tienda de don Juan Bautista todo lo necesario para volver al hogar y que el campo no era capaz de producir. Algunos días de la semana, algunas se ubicaban en los alrededores de la pequeña plaza a vender sus hortalizas y con esos mismos billetes trasnochados se acercaban al almacén con sus listas y sus libretas, cancelando la cuenta antigua y rogándole a don Juanito que hiciera el favor de anotar esta nueva.
Sonaba la máquina registradora, cada vez, como la música viva de la tienda, a cada chin, chin, chin se abría el cajoncito y nuevas cifras aparecían cuando se accionaba la manivela. Mate, azúcar, café, betún de zapatos, cera para pisos, legumbres por kilo, ají en polvo, jabón de lavar, comida para pollos. Estaba todo cuidadosamente marcado, en los grandes cajones de donde Waldemar iba llenando las bolsitas color manila y balancéandolas seguro en la gran pesa de hierro.
Así era de lunes a sábado. Los domingos Waldemar iba a llenar los libros de contabilidad con su hermosa letra estilo francés porque no podía dejar ni un borrón. Necesitaba la tranquilidad de la tienda vacía. Repasaba cada boleta de papel roneo que había quedado prisionera en el talonario y sus dedos se manchaban con el calco fiscal que siempre ocupaban. De memoria, repasaba cada venta y de paso, calculaba la comisión suya y del otro dependiente, para confeccionar su liquidación. A veces, veía que el otro hombrecito vendía más que él y un prurito nervioso venía a su barbilla y le daba una comezón inaguantable. Llegaba los lunes con algún parche de papel higiénico, mintiendo que se había cortado al afeitar.
La tienda de don Juan era bien apreciada y todos los campesinos acudían a comprarle. Todos los que se bajaban del tren, pasaban a su tienda y depositaban sus grandes monedas de diez pesos a cambio de dulces y calugas para los niños, mientras los remordimientos les carcomían la sangre por las ganas de ir a gastar el resto al Camaleón. Se contenían algunos. Otros sencillamente eran vencidos por la tentación y se perdían en sus puertas de batiente, mientras sus mujeres les esperaban estoicas en la estación, cargadas como mulas con los víveres para la semana o el mes. Don Juanito lo sabía y piadosamente ayudaba a varias con sus «yapas». Waldemar se escandalizaba con esta costumbre, porque para él nunca había «yapa», sólo trabajo y trabajo, cargando los sacos con azúcar para dejarlos caer en el gran cajón, ordenando la tienda antes de cerrar y recibiendo la mercadería, contabilizando las facturas de papel craft los días domingos en aquellos gigantescos libros que ocupaban todo el mesón.
El rumor empezó despacito y fue tomando fuerza, pero casi nadie le dió crédito. El tren había funcionado por tantos años, que era impensado que se terminara. Era la única forma que tenían los campesinos de llegar al pueblo a hacer sus diligencias. Eran tratados como basura en todos lados, excepto por don Juan Bautista, que les atendía personalmente, les fiaba en sus pequeñas libretas y les regalaba un caramelo a los niños; no importaba si compraban grandes listas o dos barritas de jabón. Sólo a Waldemar parecían molestarle, pero al final les despedía con una sonrisa, al mismo tiempo que barría con el gran escobillón la calle afuera de la tienda.
Ese día no hubo tren. Ni el siguiente, ni el siguiente, ni el siguiente. Los pacientes viajeros esperaron la semana entera, pero nadie se molestó en avisarles. Ni siquiera el ferrocarril. De pronto y de la nada surgieron buses maltrechos y ruidosos, que escupían un humo azulado por sus escapes, amenazaban con descalabrarse en las pasadas de los pequeños puentes, pero ofrecían llevarles. Era la alternativa que había y muchos de ellos se vieron en la obligación de aceptar pagar un precio de locura, echar sus enseres sin ninguna seguridad en el maletero e ir apretujados como bestias, escupiendo polvo y arena, para finalmente llegar al pueblo. Ya no se llegaba a la placita del almacén de don Juan Bautista. Estaban lejos y el cansancio y el calor les hacía pensar dos veces en ir a visitarle. Algunos cumplieron fielmente y llegaron con sus gastadas libretas a cancelarle y aprovechar de pedir otras cosas, pero cada vez habían menos.
Un día de otoño, cuando Waldemar cumplía los veinticinco años trabajando en la tienda, no llegó ningún cliente. La amargura llenó el corazón de todos. Sólo los vecinos siguieron acudiendo de tanto en tanto, pero el gran ajetreo ya se había terminado. Don Juan Bautista decidió cerrar. Liquidó sus cosas, despidió al dependiente y se quedó a solas con Waldemar. Le abrazó y le regaló la pluma enchapada en oro con la que siempre había llenado los libros. Juntos cerraron el viejo candado de la entrada y contemplaron por última vez la placita. Se miraron y se dieron la mano. Waldemar se fue a su casa, tomó mate con su esposa, comió dos panes con queso y un plato de sopa y se durmió. Sus funerales fueron dos días después.
Que buen relato, me ha gustado mucho.
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Enhorabuena por el blog!
Muchas gracias por tu gentil invitación. Pasaré a ver tu sitio.
Muy bueno y agil, el final algo triste cada relato es mejor que el anterior.-
Muy bueno el relato, aunque al principio me parecio un poco extenso, finalmente me resulto muy entretenido
Triste el final, aunque me gustó la historia, pero muy triste el cierre del almacén.
q interesante como describes las cosas, muy wena