En el Campo

estrellado

¿Estás seguro que podemos meternos aqui? preguntó Juan, con su sonrisa torcida y sus ojos saltones. La camioneta se empantanó por un segundo, pero Pichilo sabía cómo salir. Había crecido en este campo y aunque nadie le creía, porque estaban todos bien borrachos, sí podían estar en estas tierras.

Cerró la tranca y bajaron todos. Pichilo conectó los parlantes auxiliares a la radio de la camioneta. Sus primas de la capital quedaron atascadas en el barbecho suave con sus zapatos de tacón. Querían vasos y se rehusaron a beber directo de la botella como lo hacía el resto. Juan abrazaba a Cristina, mientras se reían a carcajadas de todo. Pichilo cambiaba nervioso la música, para hacer la fiesta más confortable y se acercaba a ratitos a la amiga de su prima Isabel.  La noche estaba estrellada. El cielo más claro de todo el mundo se puede ver de este lado del planeta, proclamaba Juan, mientras se empinaba la botella y Cristina, frotándose las manos de frío, le miraba embobada, como era su costumbre, cada vez que él abría la boca y abandonaba su personaje de guasón y se calaba las botas del hombre sabio y estudioso que era, en realidad.

Vieron unas luces a lo lejos, pero no les importó. De pronto, unos gritos llamaron a Pichilo. Era el Gringo, con su camioneta mostruosa, sus grandes luces dignas de una cacería de elefantes y la cabina llena de gente. Se sumaron al grupo, con sus jabas de cerveza que dejaron en medio del barbecho. Todo el mundo hablaba, mientras el vaho de sus bocas se iba hacia el cielo y la temperatura seguía descendiendo. Fumaban compartiendo los cigarrillos, una pitada cada uno y hasta las primas de la capital, ya bajo los efectos de los tragos, se sentían más cómodas y con nada de frío.

Pichilo había logrado aproximarse a la niña de la capital y le hablaba bajito y muy cerca, mientras le seguía dando cerveza, en un vaso destartalado y compartían el cigarrillo coquetamente.  El Gringo desapareció de pronto, llevándose a una de sus acompañantes. Todos se burlaron cuando aparecieron de vuelta, congelados y él, abrochándose el cinturón.

Juan abrazaba a Cristina con pasión y le susurró al oído que siguieran los pasos del Gringo. Se alejaron, mientras el suelo blando se iba cubriendo de escarcha. Pichilo estaba contando la forma de cómo su familia se había hecho de estas tierras.

Caminaron en silencio y de la mano por algunos metros, el pasto estaba cristalizado y el frío les hacía pensar dos veces en llevar a cabo su aventura. De fondo, se escuchaban las risas y las bromas, la música, el reventar de las botellas de cerveza y las quejas de Pichilo. Siguieron caminando más que todo porque querían estar a solas.  A lo lejos, la silueta de una casa abandonada. Se miraron cómplices y se decidieron al momento.

Atravesaron la puerta desvencijada y entraron con cuidado. Del segundo piso se escucharon los pasos apurados de los ratones. En el techo, faltaban planchas y se podía ver las estrellas y la luna que aparecía tarde esa noche. Empujaron otra puerta, que se cayó de golpe y de pronto Cristina sintió una presencia extraña junto a ella. Un olor de lavanda, tabaco, café, humo. Estaba todo ahí. Juan empezó a acariciarla, pero el aroma de la presencia le invadía por completo. Su mente estaba en otro lado. Esperaba otro cuerpo, otras manos. No respondía.  Era la primera vez que le pasaba algo así. De pronto, recordó los ojos del anciano que la confundió con alguien más y el nombre que pronunció hizo eco en sus oídos. Juan le miró asombrado y confundido. ¿Qué mierda te pasa? Estoy congelado, déjame poner mis manos en tu espalda, rogó. Siguió atacando, acariciando, besando su cuello, pero ella seguía suspendida en otro estado, en otro tiempo. Alucinaba la luz del sol entrando por la ventana y la estufa de hierro colmada de fuego. Sintió una respiración entrecortada. Allí está la mesa, dijo de pronto. Juan la miró como si se hubiera vuelto loca. Rió a carcajadas. Volvamos que ellos ya se van, dijo seria, sin hacer caso de la molestia y más en esta realidad.

¿Qué viste? Porque estabas extraña. No eras tú. Cristina no dijo nada. Sólo siguió caminando, mientras las imágenes de la cocina seguían apareciendo en su mente, como si las hubiera vivido mucho antes.  La mezcla de olores aún le acompañaba en la punta de su nariz. El nombre que había pronunciado el anciano aún retumbaba en sus oídos.

Cristina le preguntó a Pichilo quienes habían vivido en esa casa abandonada. Si te hubieras quedado, te hubieras enterado de  toda la historia. Ahora no te cuento nada. Se terminaron las cervezas. Nos vamos a la disco.

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