Amelia

La nube de humo de cigarro se mantenía espesa y flotando exactamente en el mismo sitio, todos los días de Dios, dándole al aire un tinte espeso. Los pisos deslavados, cubiertos con alquitrán, amenazaban a los parroquianos, de vez en cuando, con hacerlos caer para no volver a levantarse. Las mesitas cojas, con sus sillas pegadas al suelo, precaución necesaria si acaso se armaba una pelea; decoradas con palmatorias de bronce y la esperma del velón hediondo que daba algo de luz al lugar. La barrica de vino estaba justamente en la esquina, al lado del bar destartalado, manchado por miles de secreciones y sustancias a lo largo del tiempo. Las muchachas se mantenían siempre solícitas y alegres, sirviendo vino en todos lados y dejándose toquetear por los hombres, que invariablemente estaban bien borrachos.

La escalera de madera rechinaba y se cimbraba al peso de los parroquianos y sus fugaces amantes, subiendo apurados o bajando rendidos por la faena cumplida, que amenazaba con tumbar el cielo raso en la cabeza de los asistentes del salón. Amelia controlaba todo desde su pequeño observatorio, justo en la esquina opuesta a la barrica. Indicaba qué clientes podían seguir bebiendo, quiénes tenían crédito y quiénes debían marcharse.  A la vista de Nicanor enmudecía, más que todo por respeto a su condición de hombre y empleador, pero la que llevaba las riendas era ella. Mujer de corta estatura, de tez blanca y cabellos oscuros, con labios color cereza que se pintarrajeaba burdamente y caderas prominentes y senos generosos que mostraba sin pudores. Sabía que el cuerpo no duraba para siempre y el recuerdo de su hijo en el norte le daba ánimos para mantener esta charada. Además, ella reconocía secretamente que esta vida le agradaba. Ella decidía finalmente con quién iba a la cama y a quién ponía de patas en la calle. No había tenido tanto poder antes en su vida. Si se hubiera quedado en su hacienda original, estaría llena de hijos de aquel patrón artero que la violó cuando tenía catorce años. Había aprendido a fingir pasión y deseo cuando lo único que le importaba era el dinero. Sabía que con dinero se llegaba muy lejos. Eso les decían cada día de paga. Era lo mejor que existía y era profundamente indispensable. Si ellas ganaban, Nicanor ganaba, si ellas estaban contentas, él también lo estaba. ¡Esa es la manera, caramba! Sólo por esas palabras, que la hacían sentirse persona una vez en la semana, valía la pena soportar a todos estos borrachos, desgraciados y mal nacidos hombres del demonio que venían a exigir, por dinero, lo que no eran capaces de lograr, por amor, en sus casas.

Ahorraba hasta la última chaucha y por nada del mundo dejaba que la engañaran con los pagos, vueltos y propinas. Este negocio lo sentía suyo y había aprendido a verlo como eso, un negocio, ni más ni menos. No sacaban nada aquellas que se enamoraban de los patrones que venían aquí a llenarles la cabeza de pajaritos para poder hacerlo de gratis. Todo lo contrario. A la primera de cambio, estaban con un crío en brazos y así ¿quién las mantenía? ¿dónde conseguían trabajo? El cuerpo se marchitaba tan rápido y si no se aprovechaba, se terminaba viviendo debajo de los puentes o dando lástima donde algún pariente que nunca iba a dejar de recriminarle que había sido puta. Ese hijo iba a escupir su cara en el futuro, cuando se enterara de las condiciones de su concepción, engrosando la larga lista de criaturas sin nombre, sin amor de familia, sin pasado, ni futuro, profundamente heridos por su condición de marginales y resentidos por el resto de sus vidas, llevando el estigma eterno de la palabra huacho.

El ruido se hacía ensordecedor por momentos y  la pequeña morena con ojos de gata y caderas de potranca, cantaba arriba de una mesa, acompañada por la guitarra desafinada de Nicanor. Todos coreaban con voz al cuello, haciendo imposible conversar, mientras la muchacha era manoseada a la pasada por los clientes. Caía el licor al suelo, bañando a los que estaban descuidados. No había como la voz de la morena. De haber nacido en España, hubiera sido una diosa del flamenco. Alguien pensó enseñarle algunas canciones, pero era porfiada como mula. Muchas veces Amelia tuvo que remediarle la preñez por la porfía de su carácter, como lo hacía con todas, arriesgando sus vidas en las mañanas trasnochadas, con infusiones de borraja, paños calientes, cataplasmas de mostaza y jugo de limón para evitar un problema mayor, una tristeza de por vida. Se sentía bendecida por su buen juicio y su claridad. Sabía que era proscrita de su familia y que nunca jamás iba a poder mirar a los ojos a su hijo, pero no le importaba. Rezaba todas las tardes, antes de bajar al burdel, por su alma penitente, por sus prácticas de abortista, por sus mentiras y sus caricias falsas, pero no podía pedir perdón ni menos arrepentirse de eso ni de ganar dinero ni de sentir esa sensación intoxicante de que todo pasaba por sus manos, como una titiritera avezada y orgullosa, moviendo los hilos de esta comedia, en cada escenario posible.

Pasaban las cosas como todas las noches, cuando llegó la francesa, en mitad de la más estrellada y calma de aquel verano tórrido, a buscar a Amelia para que la ayudara a parir. Entonces, entendió que todo en la vida la había llevado hasta este punto y cuando la pobrecilla no pudo seguir existiendo y le entregó a la criatura y le hizo prometer que guiaría su destino, el dolor la invadió de súbito, el remordimiento la embargó y sin mediar ninguna justificación en su cabeza, pidió perdón.

barrica

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