El Zorro

bosque

La luz de la mañana se colaba entre los árboles, atravesaba los campos y entraba de lleno a la ventana. Era lo mejor de su habitación, junto con la pequeña cama, decorada con los dibujos hechos a mano por su padre y el viejo farol, que había pertenecido a su abuelo y que vigilaba, de espaldas a la ventana, a todo aquel que llegara a perturbar sus juegos.

Detrás de la casa, estaba el gran prado que subía la colina y luego el bosque de pinos, oscuro y perfumado, que avanzaba por largos kilómetros en intrincados diseños de su propio espacio. Amaba la soledad que le daba el bosque y en otoño se ofrecía voluntariamente, incluso en las mañanas de escarcha, para buscar hongos comestibles. Respiraba el aroma y henchía sus pulmones con esta energía, mientras sus pies se deslizaban por sí solos, adentrándose en el camino. Se quedaba por largos minutos, mientras los sonidos del lugar le llenaban sus sentidos, se sentía parte de ellos, uno con ellos.

Esperaba con ansias al pequeño zorro que vivía en la espesura. Sólo verle aparecer era su mayor alegría. Se mantenía quieto, conteniendo el aliento, bien plantado para no caer y asustarlo, apartando todo objeto inanimado, excepto su propia presencia, ataviado con la gastada casaquilla de paño y sus botas de goma. Esperaba por largos minutos, hasta que se delataba la criatura entre los pinos, avanzando nerviosa y olisqueando todo a su paso. Se detenía por un momento, se erguía por completo y le miraba a los ojos. Se acercaba con calma y sigiloso y en un segundo, se alejaba corriendo, sin que nada le hubiera perturbado. A lo lejos, se detenía y le miraba nuevamente y desaparecía en el bosque.

Esta mañana está fría, no hay sol y la escarcha aún petrifica todo. Se viste con la casaca que le acompaña en la estación y sale al viejo bosque. Se escucha la carretera a lo lejos, como un zumbido, como el mar, como una amenaza extraña a la paz que siempre gozó. Se interna en el bosque una vez más, con dificultad. Ya no puede colarse entre los troncos muertos con la misma facilidad y aunque el aire aún le trae los hermosos recuerdos y perfumes encantados, su mente se aleja en otras preocupaciones, que van y vienen como el ruido de la carretera. Camina en silencio por un rato, recogiendo hongos aquí y allá. Mira la huella de un camino abierto por caballos y entre el rastro, las pisadas de otro animal. Piensa que puede ser un perro, pero cuando analiza con detención, su corazón da un salto inesperado. Se queda por horas contemplando la vegetación, hasta que ya anochece. De lo profundo del bosque y apenas iluminado por lo que queda de la luz del día, ve borrosa la silueta de un pequeño zorro, adentrándose en el follaje.

Regresa a su casa, con la canasta llena de hongos, las manos ateridas y los pies humedecidos. Sus hijos han terminado de leer, el más pequeño repite para si, «Sólo el corazón puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos»