La Mamá

niños jugando

Rosa se volvió al campo con sus atados con ropa y con su extraña fascinación por la televisión. Quedaba en trance, mientras la pantalla iba mostrando la novela de la tarde. Trataba de hacer algo de provecho, pero la cajita parlante la hipnotizaba. Estaba tan embelesada que, mientras planchaba aquella tarde, erró la pequeña parrilla y la plancha se precipitó de un golpe a escasos centímetros de la cabeza de mi hermana, que buscaba su chupete al lado de la mesa. Ese fue el último día que trabajó, porque la mamá le pidió calmadamente que se fuera . De ahi en adelante,  nos dejaron crecer entre el patio y la galería, en libertad y llenas de sueños.

La mamá controlaba nuestros avezados trucos circenses con el ojo de un lince encantado que sacaba de su bolsillo y le indicaba si estábamos en peligro. Muchas veces usamos la fórmula de la invisibilidad para escondernos en la copa de los árboles y aunque ella salía afuera, no nos veía ni escuchaba nuestras risas, sólo seguía buscándonos intrigada, pero su voz no se alteraba.

Armábamos nuestro propio tren de carga con las banquetas del patio, imaginábamos interminables viajes al espacio premunidas de la caja del refrigerador como nave, escalábamos la montaña de leña en el verano y despiadadamente torturábamos a los pobres primos en las zarzas y el manzano lleno de hormigas.

La mamá vigilaba todo desde lejos. No recuerdo que haya dicho nunca que nos comportáramos como señoritas y que no gritáramos en el patio como criaturas salvajes. Nunca nos prohibió muchas cosas y a cambio de ello, nos enseñó el valor de la decisión tomada, de la complicidad y la responsable imagen de ser hermanas, cada una cuidando de la otra, en la intrincada maraña de los juegos infantiles.

Después del desayuno, con la pausa del almuerzo y hasta el final de los largos días de verano, hacíamos de las nuestras, robando los frascos que estaban destinados a la mermelada, para ubicar bichos, gusanos y lagartijas en nuestro museo internacional.  Aprendimos a cocinar hojas de romaza con pequeños gijarros recogidos con paciencia y en silencio en los sitios donde caían las goteras, haciendo encantadores platos, en los planes de sobrevivencia de los náufragos perdidos. 

Cada planta, cada espacio, cada aire era cuidadosamente analizado por nuestra curiosidad infantil, que tenía pleno espacio y validez en los tiempos de la mamá. Había sólo libertad y nada otro. Sin prejuicios ni mentiras, sin complejos ni las lágrimas del dolor que vienen del alma atormentada, que vimos muchas veces en otros ojos, durante la adolescencia. 

No eramos ricos, decía siempre la mamá, pero nunca me sentí pobre ni marginada, nunca sentí que no pudiera ser capaz de no hacer lo que me había propuesto. Sólo libertad y nada otro, eso ella nos regalaba a cada instante. Ni traumas, ni gritos, ni espacios vacíos, ni castigos sin sentido o normas absurdas que de nada sirven en la vida. Responsables de nuestro propio valer, de nuestros propios estudios y de nuestra propia realización. Eso decía la mamá en diálogos callados que, curiosamente, escucho claramente hoy y que, desde entonces, vienen como síntesis agudas de, tal vez, alguna hipnósis recurrente a la que nos sometió, encantadas por el ojo de lince que llevaba en su bolsillo, que le avisaba prontamente cuándo estábamos en peligro, cuando nuestros juegos traspasaban el límite de lo sensato y cuando ya era la hora de volver al hogar.

El invierno nos daba en la cara, cada vez que volvíamos de la escuela y la gran galería, con su interminbale pared de ventanas nos dejaba ver la lluvia y burlarnos de ella a cada instante. Nos maravillaba con la visión del granizo sonoro y helado que atacaba las plantas de menta que crecían debajo de la llave que quedaba en mitad de la huerta y les quebrada alguna que otra ramita. Allí estaba la mamá también, entre la lluvia y el granizo, con su oído atento a nuestros juegos, con la mirada certera y la instrucción precisa, justo cuando estábamos congelándonos, ella nos llamaba a tomar la leche de las cuatro de la tarde. Dejábamos todo como estaba, en su posición las muñecas que eran víctimas de los secuestros en serie y los trenes de pasajeros, ordenados en fila, en la gran estación imaginaria, ubicada en el cajón de la harina. El triciclo quedaba estacionado y la mamá, por algún pasadizo secreto, ingresaba a hurtadillas, revisaba con cuidado y permitía que permaneciera en su lugar, para el día siguiente. Respeto y libertad. Nada otro. Sin gritos ni peleas, sin discriminación por no jugar a las visitas y preferir escalar montañas imaginarias en la pared de la galería que no estaba terminada. No le importaba que no usáramos falditas ni zapatitos de charol con hebillas plateadas, le importaba que nuestra salud no se debilitara, que nada faltara en el hogar y que el pan calentito que salía del horno de la cocina a leña alcanzara para todos, embarrado con mantequilla y mermelada de mosqueta.

La mamá nos enseñaba en la medida de nuestra propia curiosidad y cuando caía enferma, la casa entera se descalabraba sin sus dotes de malabarista y presdigitadora. Nada estaba en su sitio, todo era complicado y absurdo. ¿Dónde estaba la mamá?

Hoy te abrazo mamá y te busco de nuevo, en silencio y a hurtadillas, a ver si puedo sacar una sonrisa de tu semblante, mientras este invierno extraño nos va cubriendo de melancolía y lluvia. Extraño el granizo de antes, el sol eterno en los días de verano de antes y busco en secreto a ver si encuentro tu ojo de lince encantado y por arte de esa magia, volvemos a ser los que fuimos.

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5 comentarios en “La Mamá

  1. ay, las madres…..ay la niñez tan bonita q ya no vuelve. Lo mejor de todo siempre fue la independencia de la infancia,aunque sin grandes recusos , una de las mejores.

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