La vieja artesa soportaba estoicamente las batallas navales protagonizadas por los niños, las matanzas de cordero para los años nuevo, los embates de la lavandera y el calor del sol. Cuando tomaban posición partes de la montaña de sábanas, un olor dulce y penetrante exhalaba de ellas, en medio de vapor de la gran batea con agua caliente y la espuma del detergente. De la llave improvisada, brotaba el agua limpia, que pasaba por una cañería negra. Decían que, en las mañanas heladas, esa agua podría despertar un borracho, pero no había habido forma de comprobarlo, mientras el pasto seguía saliendo debajo, como una especie de selva en miniatura, con sus propios códigos y ecosistema.
Las mujeres se turnaban, todas las semanas, para usar la artesa y terminaban con sus manos coloradas, mientras los viejos cordeles se cimbraban con el peso y el patio se regaba con el estilado de la ropa. Nadie creía que se lavaba ahí, porque el lugar se veía tan patético y polvoriento, la muchachas tan acabadas y el ejército de niñitos, de padres desconocidos, recogiendo las monedas que caían de los bolsillos de los clientes, era francamente conmovedor y molestoso, mientras la música brotaba de una radio a pilas destartalada y cubierta de grasa, que se ubicaba estratégicamente entre las botellas de cerveza.
Apolo Fernández llegó temprano esa mañana, henchido el corazón y con el dolor de cabeza que no le abandonaba. Tomó posesión de una cuarta de la banca, en la feria de animales y vió como fueron bajando sus hermosos novillos. Cuidados con esmero y dedicación, cada uno con su nombre impreso en una libreta cuadriculada, que indicaba cuándo había nacido, de qué toro había salido y todas sus vacunas. Eso se lo había indicado un veterinario y él, responsable y cumplido, había seguido el consejo al pié de la letra. Ahora debía esperar que su lote saliera al remate. Veía entre las gradas a los más ricos dones de la comuna, paseándose con sus ponchos color plomizo, tratando de parecerse a los más pobres, para que nadie les jodiera con una limosna o un favor, pero se notaban a leguas. Sus sombreros impecables, su botas que costaban un mes de sueldo de un jornalero y sus cigarrillos perfumados. Se rió bajito y saludó a uno con la venia de su gorra. Ahí venía su lote.
Francisco Tenorio, sargento segundo del retén, llegaba cada martes a tomar un trago por cuenta de la dueña del bulín. Se quedaba largo rato conversando con ella, mientras el alcohol le iba nublando la vista, hasta que solicitaba, por razón de su uniforme y el poder conferido en él por la nación, que se le facilitara a una de la muchachas para hacerlo de gratis. Asi, cada martes, alguna tenía que irse a la cama con Tenorio, aguantar su borrachera y su manía de marcarles el cuello a mordiscones. Ese martes no fue nada distinto, la radio a pilas sonaba como de costumbre, parapetada entre las botellas de cerveza, mientras los clientes iban llegando lentamente, todos con los bolsillos bien llenos, porque la feria había estado de primera.
Apolo había vendido con un margen superior a todos sus pronósticos y se dirigió, presuroso, al almacén para comprar los encargos de su madre. Contaba de memoria los billetes escondidos en su bolsillo, cambiaba de lugar los fajos calentitos y mantenía sus sentidos alerta, no vaya a ser cosa que le asaltaran, como pasaba tan a menudo. Salió del almacen a paso quieto, se dirigió al terminal de buses y volvió a tocar sus fajos, como delicados pajaritos que hacían nido en sus bolsillos. Pensó en la hermosa camioneta que pertenecía al hijo de don Nicomedes. Decidió hacerle una oferta en cuanto llegara a su casa. Dejó sus bultos encargados en custodia y se dirigió al pequeño restaurante para almorzar una cazuela.
La dueña del bulín golpeó la puerta, mientras Tenorio aún estaba acostado. Le llenó de furia esta intromisión y le largó un rosario de palabrotas que retumbaron en toda la casa. ¡¡Te vuelo la cabeza de un tiro, vieja de mierda!!, gritó de último y se decidió a bajar, no sin antes propinar el mordisco de rigor y escupir en el piso, como siempre, mientras se ajustaba su uniforme.
¡¡Apolo Fernández!!, dijo el hombre sentado en la cabecera de la mesa. ¡Tanto tiempo!. Tenemos que celebrarlo. Tráeme dos combinados, le ordenó a la muchacha del servicio, y una cazuela calentita para mi amigo. Después de un rato y de otros dos combinados por cabeza, se dirigieron, caminando a paso vivo, al bulín. Apolo ya no recordaba ni la camioneta ni a su madre, ni sus hermosos novillos ni su campo, sólo acariciaba sus billetes, que lentamente se habían movido hacia su sexo y le provocaban unas cosquillas que ya sabía como remediar.
Francisco Tenorio observó, al bajar, el bulín bien lleno y se decidió a esperar por unos tragos gratis de los parroquianos y una vuelta al retén, sin pagar pasaje. Por la puerta del fondo, apareció Apolo, acariciando sus billetes y presumiendo de ellos con su viejo amigo, recién encontrado. Los ojos de Tenorio se salieron de sus órbitas cuando cayeron tres gruesos fajos al suelo. No podía dar crédito. Se les acercó lentamente y los dirigió hacia el patio. Nadie volvió a verlos.
Los detectives se presentaron en el bulín, trece días después, a causa de la denuncia de la desaparición de Apolo, hecha por su madre. Recorrieron todo el lugar, indagaron por testigos, buscaron pruebas, pero la policía ya había estado ahí. Nadie entendía nada y nadie podía dar crédito a lo sucedido. Francisco Tenorio fue trasferido abruptamente de destacamento, mientras la madre de Apolo no sabía que hacer con tanto ternero dando vueltas y revisaba por si acaso, la gastada libreta de su hijo. La única pista coherente la dio el dueño de la ferretería, que indicó que el sargento Tenorio había pedido una donación de cal viva para su unidad, pero no existía registro de la entrega en el retén. La firma del sargento segundo, un poco chueca, como si hubiera estado borracho, pendía de uno de los extremos de la guía de despacho, que era la prueba que el material fue depositado en la calle, a metros del bulín.
Los niñitos que recogían las monedas de los parroquianos, recibieron, la tarde de los hechos, una buena propina del sargento y buscaron un hombre que tuviera la voluntad de cavar otro pozo séptico, porque el que había, por alguna razón, ya no se podía usar. Los detectives pasaron por alto las palabras de los niños y la policía uniformada les regaló dulces, para que se olvidaran de todo.
Buena historia, muy bien escrita y amena, buen bulin y no falta el paco bolsero.-
Buena la recreacion de un cuadro tipico de pueblos rurales, me quede reflexionando respecto a la corrupcion policial, tal como antaño, continua vigente en nuestros dias