El pastor había terminado de hablar. Habían sido los veinte minutos más largos de su vida. Cada reunión, cada convite, cada conversión, cada vez le parecía menos sincero, menos grato, menos todo. Estaba ahí, porque tenía que. Ni siquiera porque creía, sólo porque tenía que, como había tenido que, desde el inicio de su vida.
Cada día sábado, presenciaba los milagros de la nueva iglesia evangélica, pentecostal y misionera , veía los mismos rostros, buscando al Señor, creyendo a pié juntillas todo lo que el pastor hablaba, con su voz destemplada, sus trajes mal cortados y su biblia manoseada, que esgrimía, como un objeto puesto en su mano por el Señor Jesucristo. Le fastidiaba la hora de la colecta, cuando los pobres feligreses debían estrujar sus magros bolsillos en pos del bienestar del pastor. Odiaba cuando los avergonzaba en público, indicando sus faltas, señalándolos como ejemplos de pecado y desidia, tratándolos como un rebaño de estúpidas ovejas, que le debían pleitesía a su poder y sabiduría.
Por obra de esa misma sabiduría es que había sido obligado a casarse, sin que hubiera apelación o razón posible, con esa muchacha delgadita y simple, sobrina del pastor, que se bajó sus calzones con demasiada rapidez, que no fue capaz de contener la furia de su sexo y quedó embarazada a la primera vez. Se negó, trató de escapar incluso, pero la zurra monumental propinada por su padre, más las imparables letanías de su madre y la sobrexposición enferma en el culto del día sábado, le quitaron las ganas de seguir. Estaba atrapado, no le quedaba más que agachar la cabeza y seguir presenciando los milagros, en cada borracho que confesaba había dejado el vicio, en cada familia que aceptaba al sátrapa y tramposo del padre ausente y en cada enfermo dudoso, que aparecía, por artilugios del mismo Jesucristo, sanado y salvo.
Sus hijos nacieron, uno luego del otro, sin que hubiera tiempo de respirar, disfrutar o siquiera esbozar un mínimo resuello. Como buey en un yugo imaginario, como un preso confinado, estaba irremediablemente perdido en esta realidad aplastante, con una esposa anulada por la religión y la tele y su familia detrás, empujándole a seguir en esta vida sin un sentido más que sólo proveer.
Todo sucedió tan de golpe, que cuando mira hacia atrás, no tiene claro cuándo empezó. Recuerda su humilde puesto como ayudante de panadero y lo otro que recuerda es la risa sonora, como una cascada, que se escuchaba en el lugar, siempre a la misma hora. No podía determinar de dónde salía, si era producto de su imaginación o sólo parte de la fiebre que le provocaban los hornos funcionando todo el día. Hasta que un día, el panadero lo envió a las afueras del local con las canastas de pan fresco y ahí la vió. Su risa, sus manitas nerviosas y sus ojos oscuros. Estaba allí, al alcance de su mano, pero de pronto, la voz satírica del pastor, grabada en su cabeza, le hizo agacharla y volver a la trastienda.
Se las arreglaba para salir afuera, a la misma hora, que era cuando ella entraba a comprar. Venía de la peluquería de al lado y traía cada día una imagen nueva, un corte de cabello, un nuevo color, lo que fuera, pero su risa era la misma, siempre. Le miraba curiosa y amigable mientras él no sabía qué hacer con el retumbar de su corazón. Ya no podía vivir sin esa sonoridad entrando por sus oídos, penetrando su cerebro y bajando despacito a su corazón.
De pronto y sin que nadie se diera cuenta, estaba entre sus sábanas, acariciando sus cabellos multicolores y llenándose de esa risa que era como un baño de lluvia a la costra gruesa que encerraba su alma. Se rebeló a su vida, pero fue inmediatamente reducido. La realidad era más aplastante que nada. Pero no renunció. Era tan libre en este espacio entre su espalda y su corazón, entre sus manos dulces y sus pelos de colores, entre su aroma a perfume de flores y los deliciosos sandwiches de carne y mayonesa, compartidos al pasar, entre su llegada y el inevitable momento de su partida.
La tarde que llamó su esposa, apenas se había despedido. Las migas del pan aún pendían juguetonas de sus labios, pero la voz, chillona e histérica, le decía algo de un accidente, en una cantaleta monótona que repetía su nombre y sus deberes. No pudo resistir, tuvo que ir. Debía estar. Justo cuando había decidido terminar todo, hablar con ella y decirle que no la soportaba más, justo entonces esto pasaba. No era libre, no podía serlo. Se maldijo miles de veces, estando en el hospital, viendo a su hijo con su cabeza vendada y los doctores hablando de hematomas internos.
Se sentía extraño, mirando en retrospectiva, mientras sus dedos tocaban de memoria, en el teléfono, el número de aquella de la risa sonora, que como una cascada en medio del bosque, le remecía de esta pesadilla, cada vez que la escuchaba. Quería decirle tantas cosas, pero esta verdad evidente estaba por encima de cualquier decisión. Estaba atado de pies y manos, prisionero nuevamente. Cantaron la última canción del servicio y se dirigió, con su terno gastado, de vuelta al hospital.
A mas de alguien le puede pasar,pobre hombre, pero real y muy bien relatado.-
pobre infeliz !!! buena historia
buen relato, muy real, a mas de algun «hermano» o «hermana» le pasa, entretenido