Allá arriba

Nada había dado resultado. Ni las friegas de romero y sal de mar en aquella terma perdida entre las montañas, ni las inyecciones de oro puro en sus cansadas y deformes coyunturas, ni el trocito de la cruz que había llegado misterioso y sin remitente, envuelto en un paño bordado por monjas, desde algún lugar ignoto.  Nada había detenido el dolor ni la tragedia. Nada, ni siquiera su sonrisa.

Félix estaba al lado de su cama, a pesar de las prohibiciones del médico y las enfermeras. Sabían que le pasaba cigarrillos a escondidas y que Brigitte los fumaba en silencio, disfrutando la mortal bocanada. Sólo era una pitada. El resto del delgado cilindro mentolado se perdía en la taza del W.C. Era la única forma de aguantar el dolor, decía ella. El único placer que le iba quedando. Atrás estaban los viajes en primera clase, las joyas, los perfumes franceses, las cenas fastuosas, los amigos. Todo se había congelado en un tiempo más allá de este tiempo, porque Brigitte sabía que estaba muriendo. Lentamente y con dolor. Exactamente como ella siempre había temido. Ningún calmante era suficiente y sólo la suave pitada entre sus labios secos le abstraía de los extraños fantasmas que moraban en el hospital.

Él la acompañaba, como juró hacerlo aquel día de verano cuando contrajeron  matrimonio. Sólo se iba a ratos, porque las arcas familiares fueron mermando y tuvo que empezar lentamente a echar mano de las pinturas, primero, luego de los ahorros y finalmente de las joyas de Brigitte. Una a una fueron desapareciendo, de manos de usureros y prestamistas, que se mostraban tan solícitos y amables. Incluso le daban una palmadita en la espalda a la salida. Félix se juraba a si mismo que regresaría por lo empeñado, porque ella no iba a ser capaz de entender este desprendimiento, pero en su interior, sabía de sobra que no era posible.

El cirujano no pudo continuar la operación, le dijeron a la entrada del hospital, con las mismas caras inexpresivas que ya se había acostumbrado a ver. El tumor es demasiado grande, dijo el médico, la enfermedad ha avanzado muy rápidamente. Félix le miró intrigado y, absorto en sus pensamientos, sólo atinó a preguntar ¿cuántos años tienes, hijo? Me dices con tanta soltura que mi esposa va a morir de un momento a otro, pensaba que eras algo mayor.

Empecemos con el tratamiento de morfina, ordenó el facultativo al día siguiente. Con las ampollas entre sus manos, Brigitte bromeaba sobre sus sueños. Esta sustancia es tan finita, reía, pero su semblante cambiaba cuando debían inyectarla. Félix se la imaginaba desde afuera y no podía hacer nada más que estrujar la fotografía que guardaba consigo, en el bolsillo de su camisa. Era la estampita de la Virgen de Pompeya. Brigitte se la había regalado en uno de sus viajes. No la sueltes nunca, viejo, insistió entonces, misteriosa.  No la dejes nunca de lado, que te protegerá cuando estés lejos y yo no pueda alcanzarte.

Ingresa a la habitación, en silencio, después de la inyección. Brigitte le mira perpleja. Me trajiste mi cigarrillo, pregunta. Quiero salir de aquí. No me dejes morir encerrada. Ellos se darán cuenta de todo, qué vergüenza, Félix. No los dejes. Sácame de aquí te lo ruego, que no se enteren de nada.

¿Qué quieres que haga mujer? ¿Dónde quieres ir? Arriba, Félix, al cielo. Quiero sentir el viento en mis oídos, quiero ver el cielo azul, como la primera vez que salimos a volar juntos. ¿Tienes todavía el foulard que te regalé, verdad? Vámonos. Que no se enteren. Prefiero irme en silencio, arriba sin aire, que acá rodeada de gente, que me mira como a una atracción de circo. Sácame de aquí te lo suplico, tú sabes cómo. Siempre has sabido cómo.

El suave aeroplano está arriba de las nubes. El ruido es molestoso. Félix y Brigitte casi no pueden escucharse. Sólo se toman de las manos. Entra el viento por la ventanilla del copiloto. No te vayas, querida mía, susurra Félix en su oído ya sin vida. No te vayas.

entre nubes

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