La Muchacha de la Trenza

trenza

Por detrás del gallinero siempre aparecía Azucena, la empleada. Criatura de voz suave y sigilosa; bajita y redondeada, se movía por la casa sin hacer ruido, como un fantasma. Era una jovencita, aún no tenía dieciocho años. Temblaba al vozarrón del patrón y prefería no mirarle nunca a los ojos. La trenza negra apretada que usaba detrás de su nuca era lo único que se recordaba, ni su nombre ni su vestido, sólo su trenza, que volaba presurosa detrás de ella, como la cola de un volantín, de una habitación a otra, haciendo los quehaceres, en silencio y en secreto, como si no existiera.

Al patrón le molestaba que esta chiquilla no hablara. Al principio, pensaba que era sordomuda y le gritaba muy cerca a ver si tenía alguna reacción. Al cabo de un tiempo entendió que sólo era tonta y la dejó en paz. Nunca sospecharía que ella, callada, conocía la historia de toda la familia. Sería la única que sabría quienes asesinaron a su padre, porqué sus hijos varones no llegaban a ver la luz del segundo día y sería la última en verle, antes de su desaparición. Años después, ella sería  quién daría aquella pista, que  había permanecido aferrada a sus recuerdos, a la mujer que tanto le había buscado.

El patrón no era como el padre, que acostumbraba a perseguir a las mozas,  hasta voltearlas en cualquier pampa para hacer como los conejos y dejarlas ahí. Él prefería la alegría falsa de las putas que se desvestían despacito en frente de él, con la vela encendida y lo acariciaban entero como a un gato. Jamás logró amar a su difunta esposa con la luz prendida. La cara de horror que ponía la pobre, le hacía sentir como un mal nacido.  La sola vez que trató, la desdichada se perdió en un mar de lágrimas histéricas, tan incontrolable que él tuvo que irse a otra habitación para no volarle la cara de un palmazo. Por eso no miraba a esta chiquilla; una mezcla de piedad y rabia le impedía siquiera enfocarla.

Perdía tan pronto la paciencia con demostraciones de terror e histeria. Nunca toleró el lloriqueo de su hermana, cuando eran niños y tampoco nunca entendió las zurras que tuvo que soportar por culpa de esa maldita manía sin control y del miedo intrínsico que cada mujer parecía tenerle. Nunca entendió cómo su padre podía disfrutar tanto de las caras de pánico que ponían las chinas cuando se encontraban en aquellas circunstancias. Siempre su padre le decía que la cara de miedo era al principio, porque después, solitas, venían por más, pero él discrepaba. Prefería a las putas, aunque le sacaran hasta el último peso, porque prefería la entrega sin pavor. Sabía que eran solícitas porque les dejaba buenas propinas y que todo era un teatro. Sabía que se acostaban con él sólo por dinero y eso acababa, en cada ocasión, por molestarle y dejarle una sensación de abandono que echaba todo a perder. ¿Por qué era tan complicado gozar nada más, sin miedo ni mentiras? Estaba seguro que más de alguna de las chicas del bulín si había gozado de verdad. Si no había nada más bueno en esta vida. Nada se comparaba con la idea de permanecer retozando como los animales por horas. Si los humanos son los únicos que entran en calor todos los días del año. Debía haber una razón para eso.

¡Tráeme pan junto con la sopa! le ordenó a la chica, sin mirarla. A esta cabra lesa se le olvidan la mitad de la cosas. Si no fuera porque me enferman las caras de miedo, le pegaría unos porrazos, a ver si se avispa. Nunca sospecharía la importancia del silencio de Azucena, su lugar entre las bambalinas de su historia y la sabia premonición de cada hecho importante. Sería ella y sólo ella quien le ayudaría, finalmente, a ser feliz.

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6 comentarios en “La Muchacha de la Trenza

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