Ganímides está poblado. Ellos me hablan en las tardes, cuando el sol baja entremedio de los manzanos, y antes que la luna ilumine esta ventana. Ganímides está poblado, te lo aseguro. Los escucho con este aparatito que ellos me dejaron. Ganímides está poblado. Ellos hablan muchas lenguas, escuchan cada ruido, cada pajaro y cada flor. Ellos vienen, te lo aseguro. Ellos vienen.
Así hablaba mi hermano, día tras día, mientras fumaba con desesperación y en la perfecta coherencia de la locura. Empezó a perder el juicio después que su mujer lo abandonó. Decidida, tomó sus cosas y le rechazó por violento, borracho y mal padre. Se lo gritó en la cara, mientras iba armando atados con la ropa de los niños y con las cuatro pilchas que había logrado reunir para sí. Se alejó sin decir adiós y la casa se pobló de ciruelas. Entraban por las ventanas, de día y de noche abiertas, y por la puerta de calle que mi hermano jamás volvió a cerrar. Las frutas maduraban en el árbol y luego rodaban juguetonas hasta colarse dentro de la casa. Él no se molestaba en recogerlas, ni siquiera de barrerlas con la escoba, sino que dejaba que inundaran su casa, con su olor dulzón, su color púrpura y sus pegajosos jugos que se iban adhiriendo a todo lo que la mujer había dejado atrás. Se rehusaba a cerrar la puerta o a mover nada del interior del hogar. Esperó paciente que ella cambiara de parecer o que Enrique, su hijo menor, lo extrañara demasiado y cayera en una pataleta atroz que los haría volver. Pero pasaban los días y nada sucedía. Sólo las ciruelas seguían llenando el piso y las botellas de alcohol se apilaban una tras otra, donde antes había estado la leña.
Pasaron muchos días, muchas semanas y mi hermano estaba cada vez más fuera de este mundo. Un día de neblina empezó a poner atención al recorrido del tren. Se concentraba francamente entremedio de sus pensamientos extraviados y tomaba notas en un papel mugriento, calculando insensateces hasta lograr dar con el tiempo preciso en que cada rueda tocaba el riel, cuando la mole gigantesca hacía su aparición justo afuera de su hogar. Ahí disminuía la velocidad, apenas un cuarto de vuelta, pero él juzgaba que era más que suficiente. Para ese entonces, yo solía visitarle, más que todo para asegurarme que estuviera aún respirando. A veces me echaba un trago con él, pero era insufrible aguantar la podredumbre de las ciruelas ni su cantinela enfermiza acerca de Ganímides. Chalado como estaba, era imposible reconocer al que alguna vez fue mi hermano. Trataba de recordar sus instrucciones precisas cuando bajábamos en el bote, desafiando los rápidos del río, su espalda ancha, sus brazos entrenados con la boga. Yo era sólo un chico. Su voz era grave y su risa musical y entretenida. Ahora, este ser intolerable que hablaba sin callarse un minuto, que olía a perro mojado y frutas en descomposición, se acercaba a mi hombro y lloraba en silencio los hechos de la vida, por un lado desolado y por el otro completamente fuera de este mundo.
El tren aparecía puntual, cada amanecer y él, esa mañana, avanzó decidido por la línea férrea. Nunca sopesó el hecho que el convoy iba de subida, por lo que la violencia del impacto no era tan brutal. Aún asi, se arrojó a los rieles y algunos testigos le vieron ser arrastrado por la locomotora varios metros, mientras sus piernas iban siendo cercenadas lentamente y su mente se iba perdiendo aún más por el dolor y la tragedia de no poder terminar con su vida, como lo había deseado.
En el pequeño hospital nos dijeron a mi padre y a mí que su estado era, en general, estable, que hablaba cosas sin sentido y ellos lo atribuían a tantos calmantes y medicamentos. Que la compañía de ferrocarriles le donaría una silla de ruedas y que estaría repuesto en las próximas semanas. Había un detalle importante, sin embargo, que no debería ser pasado por alto. Sus piernas, o lo que había quedado de ellas, estaba a disposición de la familia para ser llevado a un camposanto. Era lo que indicaba el procedimiento, ¿que acaso no lo sabíamos? Fue preciso confeccionar una caja con la forma de un ataúd, que la hice yo mismo, con las herramientas que alguna vez fueron de mi hermano y nos fuimos caminando, con mi padre, en dirección al cementerio. La línea férrea era nuestro atajo. Seguimos el camino en silencio. Avanzamos callados como si fuera el mismo funeral y dispusimos de la caja en un sitio que parecía vacío. Rezamos dos padresnuestros, sólo por si acaso y nunca más volvimos a hablar del tema. Mi hermano falleció muchos años después. Nadie estuvo presente en su funeral, ni su mujer ni sus hijos. Le habían olvidado hacía mucho. Yo también lo había olvidado y estaba velando a un extraño. Él se fue cuando enterramos su piernas en el camposanto. Ahí terminaron sus días. Sólo ahora que lo pienso, me doy cuenta de eso.