Estaba don Benno, Flor y Elena. Detrás, Candelaria y la Dorita. Pancho, el jardinero y las monjitas del colegio. Dos perros callejeros que se negaron a salir de entre el gentío, nosotros y algunos, como el Cheuto, que se unieron al cortejo a medida que iba avanzando por la única avenida del pueblo. Eramos en total treinta personas.
El cielo estaba oscuro y una neblina delgada acompañaba a los que ibamos caminando. Se hacía pesado respirar y se escuchaban bajito las toses y los suspiros. Las monjas iban rezando, agarradas todas del brazo y su letanía adormecía a los caminantes. Alguien por ahí rió de pronto y se escucharon los codazos y las censuras. Las personas en la calle agachaban la cabeza, se persignaban a la rápida y los hombres se quitaban sus gorras en señal de respeto.
La carroza era un Buick de 1940, que botaba humo por todas partes y la caja de cambios se quedaba atascada en la segunda. A cada cuadra, se paraba y el chofer debía volver a hacerla andar. Los hombres se reían maliciosos y las monjitas seguían orando con más devoción. Tocaba caminar todavía un trecho largo. No había signos de que despejara la neblina. Ibamos todos con las mejillas coloradas por el frío y con los mocos asomando. Flor y Elena lloraban honestamente y se apoyaban una en la otra, para no trastabillar con sus zapatos de taco alto y su poca experiencia caminando. Miraban la carroza con respeto y acomodaban las flores que parecía iban a caerse en cada parada del vehículo.
Amelia había sido una madre para ellas. Amable y preocupada, justa e imparcial. Honesta como pocas. Con un corazón que no cabía en su pecho gigante, como si hubiera parido un ejército de hijos con ese cuerpo bajito y redondeado. Sus caderas habían sido las más deseadas del pueblo y era famosa por sus dotes en la cama. Había criado a estas chiquillas y a varias otras, que llegaron a su casa a pié pelado y con el estómago vacío, la cabeza infestada de piojos y la firme determinación de hacer con sus vidas algo más productivo que sólo mozas de campo.
Siempre se caracterizó por la nobleza de su espíritu. Mantenía a las chicas bien cuidadas y les daba toda clase de consejos. Trataba a su establecimiento como un negocio frío e impersonal que sólo le proveía dinero. Lo administraba con prudencia y sabiduría, aunque apenas sabía leer. Aprendió a contar haciendo la caja, iluminada por una chispa de inspiración al lograr entender cómo cada moneda tenía su equivalencia en la de mayor valor y así lo mismo los billetes. Se fascinó y contaba el dinero veinte veces, sólo para sentirlo. Estuvo siempre muy agradecida de mi padre, quien le ayudó a hacerse del negocio, que antes había sido de Nicanor y donde ella empezó como empleada. Se conocieron un día en el lugar y él no dudó en la inteligencia y la habilidad de esta muchacha ordinaria, que se pintarrajeaba mucho los labios y se reía francamente con sus chistes gruesos y sus expresiones catalanas. Ella hizo mucho por nosotros.
Mi madre se acercó a su ventana una noche de verano, cuando el calor no se apiadaba aún del pueblo y le rogó que le ayudara a traerme al mundo. Fue la única persona en la que pudo confiar. Amelia procedió con seguridad, en un arte que había aprendido de su madre y antes de su abuela, pero no pudo evitar la hemorragia que cubrió las sábanas mugrientas de la cama que estaba más cerca de la puerta por donde mi madre entró. Yo salí entero y en silencio, enmudecido por el calor probablemente y por la desesperación que mi madre tuvo que soportar durante todo su embarazo. En su vientre, aprendí a ser una criatura callada y a no hacerme notar. Amelia me enseñó el valor de la risa y de las palabras. Fue su ternura la primera que sentí en mi espalda desnuda y fueron sus labios los que me tocaron, primero que mi madre. Recuerdo su olor a hierba seca y perfume barato, a humo del hogar que el Cheuto se encargaba de prender cada mañana, mientras componía su borrachera con una caña de vino blanco que Amelia le dejaba oculta debajo de la mesa, como si fuera un accidente. El Cheuto también llegó por casualidad, como casi todas las chicas de la casa y fue ella quien tuvo la piedad de darle un lugar donde dormir y asignarle una tarea que hacer, para dar dignidad a su vida de borrachín, paria y errante.
Amelia había sido la matrona de la única casa de putas del pueblo y ahora que había muerto, todos le rendían sentido homenaje en su partida. Agradecían su caridad siempre oportuna, sus mentiras piadosas y su buen corazón. Al llegar al camposanto, las lágrimas de las chicas enjugaron todos los pecados mortales de su doña y pudo alojarse con calma y con cuidado. Mi padre pagó por su sepultura y yo personalmente me encargué de supervisar al panteonero para que hiciera un buen trabajo. Le debíamos mucho. Era lo menos que podíamos hacer.
Me encanto, buena descripcion de los personajes y este relato posee una cualidad casi intemporal, pudo haber sucedido hace 50 anos, buena definicion e interesante
Muy buena, esos entierros de pueblo son tristes como todos y aún más con las viejas carrozas. Buen relato.-