Cuando Doblan las Campanas

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Mi cuerpo entero se remece con la vibración. Mi corazón late desbocado por el esfuerzo de la subida y la emoción de estar en lo más alto. Desde la primera vez que escuché esta música monótona pero hipnotizante, he querido estar aquí. El sol se va perdiendo en el horizonte, mientras los habitantes de la ciudad van saliendo lentamente a disfrutar del frescor de la tarde.

Han sido ciento dieciséis peldaños exactamente y una semana de ruegos para poder estar donde me encuentro. El olor de los cirios empalaga todo el aire y la transpiración de los fieles traspasa las murallas de piedra que demoraron cien años en terminar. Las puertas de hierro que flanqueaban la entrada se abrieron de par en par en una premonición de la grandiosidad de mi experiencia. Contengo el aliento mientras escucho los pasos secos del verdadero protagonista de este evento. Sus manos están frías, sus pies van calzados por delgadas alpargatas de cáñamo y jadea por el esfuerzo de la subida. Sordo como está, por señas me indica la distancia a la que debo ubicarme y procede a tomar su posición, mientras las aves que anidan en los altos de este gran monumento empiezan a emprender el vuelo, conscientes del espectáculo que se avecina.

Empuja la primera gran mole de bronce que lentamente empieza a oscilar, luego la otra, luego la otra, en una coordinación aprendida por el oficio practicado por años. El arco aún no es el adecuado y el sonido no alcanza a producirse. Sigue dándole impulso a cada una, como un padre devoto empujando un columpio imaginario, hasta que la primera estalla en un repique grave y profundo, que se mantiene en el ambiente, amplificado por la piedras, por el aire, por los pájaros que vuelan en franca estampida y por el calor de la tarde que empieza a ceder a la entrada pausada del ocaso; luego, se unen todas al concierto, mientras el edificio entero retumba con las ondas del sonido.

El campanero sabe que es la estrella en este instante de la tarde y saborea el momento. Sabe cómo hacer más espectacular la escena, empujando con fuerza, con decisión y con lujuria en un paroxismo de antología, cada pieza de bronce que se balancea decidida, llenando toda la nave con la elípsis de su movimiento. El público de la plaza se hipnotiza, mientras las aves vuelan en complicadas rutas en el aire, colmando el cielo con sus colores y la tierra entera se enmudece al tañir de las campanas, que llaman a Dios en clamores repetidos por tonos amplificados por la dureza del metal.

El día está casi terminando y mi corazón se esfuerza por seguir cada nota hasta su término repetido miles de veces en la reververación que se lleva el aire. Mis sentidos se pierden en la grandiosidad del espectáculo y siento, dentro de mí, los latidos de cada una de ellas.
SAN MIGUEL DE ALLENDE – 01 ENERO 09 by chrieseli

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Tus Manos

Dejo caer esta lluvia blanca y fina sobre la mezcla untosa. Junto todo con delicadeza, mientras mis oídos se colman de tonadas y risas. Mis recuerdos me evaden lentamente a un tiempo anterior donde todo era mullido y suave. Te extraño.

Hundo mis manos en la mezcla y siento su tibieza. Es oleosa y suave, es perfumada de memorias y de sabias tradiciones. Amaso con fuerza, juntando los pequeños pedazos en una sola bola blanca y respiro nuevamente los olores de mi infancia. La calidez y el olor de la madera. Las cáscaras de naranja puestas al borde del cañón de la cocina. Busco la antigua botella pisquera que ha servido, desde que tengo memoria, para este menester y con paciencia y con el recuerdo de los años, corto y estiro delgados discos de masa blanca. Te recuerdo.

Se va llenando el paño de cocina, poco a poco, con las formas triangulares ya llenas. Se prepara el aceite al otro lado de la cocina, en la gran olla negra. Miro de pronto y te veo sentada en la esquina de la mesa, cavilando en tus propios pensamientos, hilvanando eternas costuras, observando en silencio la obra de nuestro empeño, representado en esta tradición familiar. Miro mis manos y por segundos que pasan sin prisa, veo las tuyas dibujadas en las mías.  Te extraño.

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Don Lico

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Estaba por terminar la jornada y don Lico ya estaba totalmente borracho. Sus ojos se le aguaban en un esfuerzo por enfocar la mirada y terminaba entregando a sus clientes cualquier cosa o simplemente disculpándose por no tener lo que le estaban pidiendo. Debajo del gran mesón habían ordenados trece pequeños vasos de cristal. La botella de aguardiente estaba escondida entre los grandes frascos color ámbar que guardaban el alcohol de quemar y las soluciones de mercurio.

Estaba acostumbrado a esta rutina. Abría temprano y mientras el dependiente levantaba las gruesas cortinas de fierro, él componía su pulso con el primer trago del día. Era el más amargo, el que le llegaba directamente a su estómago, quemando sus tripas y dándole un golpe que parecía de electricidad a todo su cuerpo. Se espabilaba de un plumazo y miraba sus manos atentamente. Ya no se movían.

Transcurría la mañana de buen humor, haciendo bromas con sus compradores, regalando dulces a los niños y vitaminas a las mujeres embarazadas. Prescribía los medicamentos con una precisión envidiable, curaba enfermedades como la tuberculosis y el asma con certeras pócimas preparadas en la transtienda. Los olores de la vieja botica inundaban todo el lugar, arropando a la paciente clientela con la seguridad de la medicina preparada por don Lico. El olor del desinfectante y los distintos químicos que usaba, le daban al lugar un aire celestial. Todos se esmeraban en llegar tempranamente, porque antes del mediodía, el pobre don Lico era sólo un guiñapo humano, completamente borracho e incapaz de controlar sus propios reflejos. En cada pasada, llenaba otro vasito de cristal y a espaldas de la concurrencia, se lo empinaba de un golpe.

Ni él mismo podía explicar cómo había llegado a ese estado. Recordaba claramente una mañana, luego de una regada fiesta en el Hotel Unión. Había sido una proeza levantarse y abrir la botica. Su cabeza le punzaba y su saliva se tornaba en pequeñas motas de algodón que no conseguía tragar, por más agua que tomara. Había sido una de las tantas veces que se había quedado a beber con el francés y su influencia era, sin duda, la más nefasta entre todas las amistades del pueblo. Todo le daba vueltas y no hubiera sido capaz de seguir la jornada, si no hubiera sido por la pequeña copa de aguardiente que se empinó, sólo por si acaso. Guardaba esa botella en la botica por las condiciones medicinales del licor y por si se quedaba corto de desinfectante. No esperó nunca esta maravillosa reacción. La borrachera le abandonó en un santiamén y estuvo del mejor ánimo el día entero. Todo el dolor y la molestia se convirtieron en sólo un mal recuerdo.

Consciente del poder de la experiencia, la vez siguiente hizo exactamente lo mismo. Ya no podía sentir remordimiento por la eterna cantinela de su esposa, instándole a ser sensato en su accionar, ya que se trataba de la salud de muchas personas y no sólo de la suya propia. Ahora, gracias a este ventajoso artilugio, por muy salvaje que hubiera sido la juerga, la mañana siguiente y luego de su pequeña ración, quedaba como nuevo, activo, entero y hasta contento. Así siguió, por días que fueron meses, por meses que fueron años.

El francés se encargaba de irle sonsacando las debilidades de su negocio y las de su vida, mientras  le llenaba la copa todos los jueves, que era el día de su partida de «tele» y era el día en que don Lico iba perdiendo, mano tras mano, su dinero, su farmacia y su vida entera.  Se olvidaba de la decencia y rogaba por más crédito al cantinero del Hotel. El francés sonreía con sorna y de su bolsillo opulento, sacaba fajos de dinero que se los dejaba entre sus manos. Brindemos, mon ami, gritaba como un loco, posando sus pies embarrados arriba de la mesa.

A la semana siguiente, aparecía antes de la hora del cierre, con un documento misterioso y una sonrisa torcida, que causaba pánico en todos aquellos que alguna vez le solicitaron algo de dinero. Arreglaba las cifras, inflaba los intereses y mostraba una firma aguada e imprecisa que parecía era la de don Lico. Se rascaba la cabeza y le espetaba sobre su responsabilidad en esa suma. Así, siempre, después de cada juerga, aparecía un pagaré extraño y trasnochado que le indicaba a don Lico que estaba bien cagado. Pero caballeros son caballeros y deudas son deudas. No podía desconocerla y el francés lo sabía sobradamente. Las ganancias de la botica paraban todas en sus bolsillos, mientras la familia de don Lico se iba desmembrando de a poco, en una agonía que era imposible de sufrir.

Amigos, parientes y vecinos, incluso don Enrique, el otro boticario, le aconsejaban que se alejara de la influencia del francés, que dejara el trago y que se concentrara en salvar su patrimonio. Nadie fue escuchado. El hijo menor de don Lico, su viva imagen, intentó convencerle también y a todos conmovía su figura flaquita intentando ayudar al padre borracho a cruzar la calle y entrar a la casa. El pequeño se había dado cuenta de todo, escondido siempre debajo del mesón donde don Lico guardaba el aguardiente. Escuchó las voces de los clientes, las maquinaciones del francés, las palabrotas de los dependientes cuando no recibían sus salarios y la lenta pero innegable y estrepitosa caída del hombre. Su madre no pudo soportarlo más y con la familia entera, emigraron un buen día. El chico juró regresar todo a su lugar, alguna vez y terminar con tanto abuso, burlas e injusticia. Tuvo que convertirse en una criatura fría y cruel, para lograr vencer el fantasma del francés. Su padre no vivió suficiente para verlo. Una golondrina perdida se había permitido el derecho de hacer nido en la botica. Don Lico quiso moverla de ahi y borracho como estaba, se desnucó al tratar de alcanzar el techo.

Primavera

Cuando asomó el sol esta mañana, vi las luces recortándose en el cielo. Los amarillos rigurosos y los naranjas apagados, las nubes y las últimas estrellas que se iban a la carrera. Miré la hora y el calendario. Me vestí de falda y taco alto y una alegría insulsa me invadió de pronto. Di de comer al gato y salí a la calle.

El guindo convidoso me recibió en la esquina con su perfume de ocasión. Es primavera, dijo el gorrión tímido desde la calle, posado arriba del cable de la luz. Es primavera, me susurró el mismo árbol agitando sus florcitas a los aires de la mañana. Me colé en la vida, como todos los días y el sol desentumeció mis pensamientos. Aquí estoy, colmándome de su luz, como lo hacen los caracoles o las lagartijas, después de un día de tormenta, mientras una bandurria  grazna apurada, llevando una flor entre sus patas. Ya han cambiado los colores de sus plumas y avanza por el cielo despejado. Sacudo las alas de mi mente y le doy la bienvenida.

primavera

Liberación

olas

Avanzó hacia el agua lentamente, bajando por las escalerillas del malecón. Rompió la ola suave y la espuma se la tragó la arena de un bocado. La tarde se había ido y los recuerdos se iban a ir con la tela que estaba por arrojar.

Concéntrate en tu dolor, le dijo. No olvides ningún detalle. Escucha tus recuerdos. Siéntelos. Abre tus ojos y no me digas nada. Encierra todo en ese trozo de tela que tienes entre las manos y tíralo lejos. ¿Tú crees que funciona? Créeme que sí. Es tanto lo que tienes adentro que debes dejarlo ir. Concéntrate y deja que se vaya.  Pensamos distinto. No creo que haga ninguna diferencia. Debes creer. ¿Por qué no crees en nada? DEBES creer. Deja todo dentro de este espacio de tela blanco y mientras caminas a depositarlo en el agua, concéntrate y cree que este minuto de tu vida, es el minuto de tu liberación.

Caminó lentamente sintiendo el aire en su semblante, escuchando las olas y perdiendo su mirada en los últimos rayos del día que moría. Pensó en lo que debía hacer. Pensó que Rick se burlaría abiertamente de esta práctica boba e inútil. Trató de no recordarle, pero escuchaba su risa seca y sus palabras. Cree sólo en mí, le decía siempre. No pienses en nada, le dijo aquel día mientras metía el fajo de billetes en su bolsillo. No me los agradezcas, que sobradamente los has ganado. Te has hecho un hombre, Gaspar. Estoy orgulloso. Eres todo un hombre. Reía y brindaba a su nombre, mientras la cocaína corría por todos lados, intoxicando a todos los demás. Había sido su primer «trabajo». Luego de ese día, ya no tendría más miedo.

Avanzó hacia el agua lentamente, bajando por las escalerillas. Rompió la ola suave y la espuma se la tragó la arena de un bocado. La luz ya se había ido y los recuerdos se iban a ir con la tela que estaba por arrojar. Iba a necesitar muchas de aquellas telas blancas, si es que esto realmente funcionaba, pensó. Muchas de ellas y muchos sonidos de olas para acallar la risa de Rick.