De Vuelta

Miró el calendario, buscando la fase de la luna y cayó en cuenta que ya se habían cumplido diez días. Decidió ir a la panadería, por primera vez, en diez días. Cruzó a pié el puente que le separaba del centro de la ciudad, mientras la mañana iba iluminando el panorama y los locatarios del mercado se iban arrimando a sus puestos. Escuchó a lo lejos sus voces y miró instintivamente su reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Godofredo ya estaría en pié a esa hora, esperando que llegue su periódico para leer los hechos del día de ayer.

Entró a la panadería con premura y ordenó medio kilo de hallullas y seis mediaslunas de masa de hojaldre, sus favoritas, para tomar desayuno a gusto. Pidió también leche y mantequilla y recordó las quejas de su hijo mayor, que le criticaba comprar tan caro en estos comercios pequeños, pero ella se nulificaba en el supermercado. Los altoparlantes, las góndolas, los cambios de temperatura entre el pasillo de los lácteos y la sección de delicatessen. El gentío. Los niños gritando en pataletas monumentales. Las mujercitas rezongando, sin decoro. Una locura. Godofredo la había acompañado algunas veces, pero luego se aburrió, como se había aburrido de todo. La flota de barcos, la empresa conservera, la casa en la playa, las acciones de la compañía ballenera y tantas miles de insanas decisiones que invariablemente acabaron de un modo bastante inesperado, muy cerca de la quiebra, pero él, como un trapecista, ansiaba sorprender a su público con una caída falsa y en el segundo final, volvía al alambre, levantaba sus brazos victorioso y todo se solucionaba. Así era Godofredo, pensó. Inestable, intespestivo, disperso, distante, a veces; un mar de sabiduría que nunca supo cómo poner al servicio de sus hijos de una manera menos fría y dramática. Así era y así había sido desde que le conoció, con su chaqueta de paño tweed y sus lentes redondos, de brazos dorados, aquel día de campo, tantos años atrás.

El dependiente le entregó la bolsa con la compra y ella consultó su reloj nuevamente. Tenía apuro y apretujó el vuelto en su pequeña cartera. Salió de la panadería y se dirigió al mercado. El ruido de los vendedores, los olores de las verduras le daban bríos. Escogió cilantro, perejil, ciboulletes y orégano, compró medio kilo de manzanas y cuatro peras amarillas y jugosas. Godofredo adora las peras pensó en un segundo, para entristecerse al siguiente.

Revisó su reloj por tercera vez y se desplazó a paso vivo a la carnicería, detrás del mercado. Seleccionó carne de res y tres perniles de pollo.  Acomodó todo rapidamente en la bolsita de rafia que tenía escondida en su bolsillo y presurosa, cruzó el puente nuevamente, de vuelta a casa.

Hacía diez días que Godofredo había muerto y su espíritu aún rondaba la casa, llamándola en sueños, mostrándole en segundos de santificada iluminación dónde había dejado el periódico de hace tres semanas, que buscaron con tanto ahínco, por el reportaje a uno de sus barcos; las pantuflas de verano y los delicados pañuelos de seda que habían sido de su madre. Dónde habían quedado los pijamas de franela que no aparecieron por ninguna parte cuando se fue al hospital, a fallecer sin causa alguna, tal vez por su propio aburrimiento de la vida, que ya no le deparaba nada, decía él, mientras liaba cigarrillos de tabaco negro, que le producían una tos tuberculosa y maloliente, inundando la casa entera. Aún entonces ella le entregó su devoción, cambiando los ceniceros cada tres segundos, hirviendo semillas de eucalipto y tilo para purificar el aire y darle paz a sus pensamientos; divirtiéndose en comentarle hechos imaginarios de su parentela, para que él pudiese  discursear sobre moral y costumbres, con su parsimonia de maestro, sus ademanes de actor teatral, sus comentarios incendiarios contra la iglesia y los curas y su inevitable sarcasmo.

Diez días exactos, murmuró cuando puso la llave en el cerrojo. Recordó que Godofredo jamás había usado llave y que a las horas más imprudentes ella debía ir a abrirle la puerta. Ahora, ya no hacía falta la copia de la llave, que se había perdido perpetuamente entre los bolsillos de sus chaquetas de paño, como no había hecho falta su premura en la compra de esa mañana. Calentó el agua a fuego bajo, mientras preparaba la mesita con esmero. Las servilletas de tela, los platos de porcelana inglesa, los cubiertos de plata que Godofredo había encontrado en uno de los muchos barcos que restauró, todo dispuesto como a él le gustaba. Untó con mermelada de mosqueta una de sus medialunas, mientras el café con leche se iba enfriando lentamente, como a ella le gustaba. Miró con cariño y con tristeza la cocina que había compartido por cuarenta y cinco años con este hombre singular y de ojos arrebatadores. Estaba a punto de desplomarse de dolor, pero habían pasado ya diez días. Su nieta le había comentado que si empezaba a comer como de costumbre, iba a vivir mucho tiempo. Se sirvió otra taza de café con leche, mientras enrollaba la servilleta del plato que hubiera sido para él. La sujetó con una anilla de bronce labrada en Alemania y respiró tranquila. Miró debajo del lavaplatos y ahí encontró la otra, perdida por meses, brillando suavemente para ser encontrada. Godofredo hubiera soltado una carcajada.

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Día de San Valentín

Llovía en el desierto, sin que lo pudiéramos creer. La suave cortina de agua se convirtió en un chaparrón agresivo, pero largamente anhelado. Nos miramos a los ojos, mientras el agua golpeaba el parabrisas y los suaves perfumes de la tierra emergían lentamente.

Habíamos tomado la decisión sin meditarlo demasiado. Un vacío inmenso en mi corazón me trastornaba. Mis manos lo ansiaban, mis brazos lo ansiaban y cuando lo vi supe que era así. Allí estaba, envuelto y perfumado, el más hermoso regalo en ese San Valentín.

Mi hija recién nacida había perecido en la mesa de operaciones tres meses antes. Creí morir. Creí que no existía un dolor más tremendo que este dolor, este espacio abierto en mí como una cuchillada. Lloraba a cada instante, sentía que me secaba por dentro. No te vayas, me dijiste, estamos juntos. Estamos unidos y debemos superarlo. Yo sé como podemos superarlo. Por primera vez, desde nuestro matrimonio, me sentí intensamente unida a ti. Te di las gracias. Besaste mis ojos llorosos e hinchados y no dijiste nada más.

Le ví entonces. No quise enterarme de detalles que sólo hubieran entorpecido las cosas. No quise saber de nada. Sólo su presencia de recién nacido inundando todo. Su olor palpitante, la suavidad de su piel, sus pequeñas manos, sus ojos abiertos en la sabiduría del mundo. Tan pequeño y tan importante. Me inundé de dicha.

Entre mis brazos, acunándote, cantándote antiguas canciones que aprendí en mi infancia, sintiendo tu calorcito, mi corazón se rebalsó de amor, como el camino por donde volvíamos a casa se rebalsaba de lluvia. Una lluvia que curó la sed de la tierra, como tú curaste mi sed de entregar este amor. No te parí, es cierto, pero llegaste a mi vida por mi propia voluntad. Eres el hijo de mi corazón.

No pude parar de besarte en semanas, incluso en las noches mientras dormías. Sentía que florecía por dentro como había florecido el desierto. Eres el hijo que no vino de mi cuerpo pero sí de mi corazón, lo he repetido desde entonces y cada San Valentín celebramos tu segundo cumpleaños. Eres el hijo del amor, de un amor que creí perder una tarde lejana en un hospital. El mismo hospital donde tú estabas, esperándome supongo, porque nadie te había esperado más que yo. Mientras escribo estas líneas, siento tu olor de recién nacido de nuevo y rememoro ese día como si fuera hoy mismo. Miro por mi ventana y un hermoso campo de flores cubre hasta donde alcanzan mis ojos  Sólo falta el arcoiris, que vimos ese día con tu padre, de vuelta a casa, cuando ya eras parte de nuestra familia.

Su Nombre

Su nombre y su destino cambiaron ese día. El fraile se arrellanó contra la roca y se dispuso a escuchar. Ya sabía los detalles desde antes, pero no estaba de más la confesión de un alma martirizada, cuando el arrepentimiento es claro. O al menos eso quería creer.

Joaquín había dado tumbos en su vida. El abandono y la desesperación fueron moneda corriente en los días de su infancia y hasta los quince años. Se hizo hombre demasiado pronto. Perdió la inocencia demasiado pronto. Creció siendo parte de la tripulación de muchos barcos, sin embargo no era el mar su destino. De alguna forma, siempre lo supo y cada vez que zarpaba tenía la certeza que había un lugar en tierra firme a donde él pertenecía. Veía en sueños un promontorio de verde eterno, árboles ordenados en líneas sin final y su caballo andaluz.  Los otros tripulantes reían de sus delirios y nunca dejaron de hacer chanzas a su costa. Pensaban que estaba demente, como muchos que perdían el juicio por tanta inmensidad, por mecerse al viento sin control alguno sobre sus destinos, tal como aquellas tablas que, de vez en cuando, veían flotando, en los atardeceres del océano.

A los quince años, su vida dio un vuelco impensado. En el puerto de Madeira descansaban los hombres, hablando de las fantásticas aventuras de un galeón en Port Royal y de cómo los ingleses estaban escamoteando cada vez las inmensas fortunas que venían de América. Fue la primera vez que oyó hablar de ese lugar. Pronto, sus oídos estaban llenos de nombres de puertos más allá de esta frontera, de relatos pavorosos y de esperanzas ciegas y estúpidas de un gran tesoro debajo de sus pies. Muchos de los hombres con los que había crecido, creyeron francamente en esas historias y desertaron para unirse a otras tripulaciones con destino a la mítica América.  Quedó solo, con un par de negros congoleses que nadie tomaba en cuenta, una criatura tatuada que nadie sabía de donde había venido, pero era el mejor buceador en toda la costa europea y el viejo Lucifer, que había ganado su mote por gritar, en las noches del escorbuto, el nombre del demonio hasta perder el habla. Sólo ellos y el capitán, que no lograba reponerse de su borrachera, por más evidente que se hacía el lío en el que estaban. Ordenó revisar en cada taberna, en cada garito inmundo y en cada muelle buscando desgraciados que estuvieran tanto o más borrachos que él y subirlos en vilo a la nave. El color paduzco de su piel había sido siempre un signo de su avidez por la bebida y su característica más marcada, cuando se emborrachaba, eran sus órdenes sin ton ni son, como los delirios en su cabeza. Sin embargo, se jactaba de tener la mejor perra suerte de todos los puertos del mundo y debía tener razón, porque con ese revoltillo que llevaba al caos más absoluto, nunca habían zozobrado, pero el destino, esta vez,  estaba a favor de Joaquín. Lo sentía en las cosquillas de su estómago y lo confirmó cuando el capitán, a punta de palabrotas, le puso detrás del timón. No vayas a hacer un estropicio, desgraciado, le susurró con su aliento a vinagre y se marchó a dormir. El capitán bebió y durmió el resto del viaje y fue asi como Joaquín se convirtió en contramaestre.

Por tres años siguió con esta tripulación de caricatura hasta que en las aguas de Cabo de Buena Esperanza el capitán finalmente dejó de existir. El olor a ron rancio de su cuerpo sumado al sopor de la jornada, terminaron por colapsar a todos los hombres. Se produjo una desbandada y el barco fue abandonado. Joaquín se unió a una tripulación que volvía a España y fue entonces que se enteró de los detalles del reino de los incas.

Fue allí donde vendí mi alma al diablo, fraile. Decidí no seguir navegando. Tenía callos tan grandes en las manos y mi piel tan curtida, que parecía carne de caballo reseca por el sol. No quería más drizas ni velas, ni obenques ni cabrestantes, ni nada de esa mierda. No más cuentos de monstruos marinos ni de sirenas que le quitaban a uno las bolas y la lengua. Estaba harto. Decidí hacer fortuna en América, como todos los bastardos que se subían a las naves, hechizados por los lingotes de oro que alucinaban en sus mentes. Decidí viajar en ese barco y aquí estamos.

Lo maté fraile, porque era lo que tenía que hacer. No podía soportar seguir en el mar. Se negó a darme el permiso, amenazó con amarrarme a la cofa, porque no habían buenos tripulantes en esas inmensidades, rezongó y le maté. Lo ahorqué y moriré en la horca, lo sé, pero no podía hacer algo distinto. Tomé su nombre.  Fue fácil. El escriba me debía veinte favores y no le costó nada alterar la bitácora de viaje. Por eso, en el manifiesto, soy otro. ¿Cuántos leen, fraile? Tú me has enseñado y supongo que es algo bueno, pero dime ¿cuántos? ¿Cuál era la maldita diferencia, si la nave la comandaba yo? El hombre era un inútil, un señorito sin aptitudes y yo le maté.

¿Sabes, fraile? no me arrepiento de nada. Voy a ser un Señor. Tendré más oro que todos los bastardos juntos que tripulan todos los barcos de la flota. Ya lo verás. No me mires con esa cara que no me arrepiento y sé que es lo que esperabas. Sígueme contando de los de la Asunción, que eso sí me importa.

Velero

Nos habíamos pasado el embarcadero. El camino era sinuoso y el tráfico endemoniado, a esa hora de la tarde. El aire se mezclaba con el mar, el petróleo de los camiones y el hedor de las plantas de proceso. La vista estaba empañada. Parecía que iba a llover.

Retrocediste y logramos entrar. El velero olía a guardado, a océano aposentado demasiado tiempo en las esquinas de sus luces de proa. Golpeaba despacito el agua y sentí que no teníamos nada que hacer allí. Insististe tercamente y entramos. El finlandés del interior parecía la portada de algún reportaje de National Geographic. Su barba puntiaguda, sus ojos profundamente azules, el sweter de lana peinada y las manos gigantescas y llenas de rasmilladuras y cicatrices. Había sido de todo, habló para sí, consciente de nuestra atención, carpintero, estibador, vendedor viajero, parte de una cuadrilla de trabajadores de un parque nacional, que se encargaban de marcar renos en las soledades del invierno, eso y mucho más.

Destapó lentamente una botella de vodka y empinó un trago, como aceitando la antigua maquinaria que hacía las veces de la bomba de su embarcación. Me mostró fotografías de los lugares de su travesía, tratando de explicar porque navegaba sin rumbo ni destino, sólo dejándose mecer por las corrientes y la luna. El oceáno es lo único que me sorprende, dijo con un acento de difícil identificación. Había estado en tantos lugares, había gozado de tantas aventuras y quería seguir navegando.

Afuera llovía con fuerza y las aguas mansas del embarcadero se agitaban probando nuestra resistencia, mientras el vodka iba haciendo su tarea. Achispados todos, caminamos peligrosamente por la cubierta, tú ayudabas a adujar la vela mayor, siguiendo las instrucciones del finlandés y yo miraba absorta los grises pesados que iban cubriendo el horizonte, mientras las luces en el puerto iban apareciendo, en un espectáculo de difícil definición. Reímos. Estábamos empapados. El finlandés ofreció una sopa de almejas y entramos, saboreando anticipados.

¡Este tiempo de mierda! exclamé adentro, tratando de ubicar alguna sección de mi ropa que estuviera seca. El finlandés me miró divertido y empezó otra historia. Una terrible, fría, misteriosa, mientras iba haciendo pausas con los tragos de vodka, revolviendo afanoso la olla de la sopa con una cuchara de madera, de complicados dibujos.

El olor de la crema fresca y los mariscos inundó todo el lugar. El vapor se quedaba sobre nosotros y eso explicaba la maravillosa variedad de plantas de interior, que pululaban en el camarote y el olor a guardado. Este lado del mundo es el mejor para mí. Hay lluvia, dijo, pero no hay frío. El frío es el peor aliado del marinero, insistió meditando sus palabras. La congelación de todo, por una capa espesa y transparente que deja la memoria suspendida. Así dijo y apagó la estufa. Sacó platos de un compartimento y preparó la mesa. Sirvió la sopa. Nos miró con detención.

El invierno que decidí abandonar Finlandia para siempre, fue el más frío que se haya registrado jamás, dijo lentamente, mientras sorbía ruidoso. Todo se congeló. Mi mundo estaba destruido y sólo quería irme lejos. El mar era lo único que me tranquilizaba. Había decidido unirme a la tripulación de un mercante, pero íbamos aplazando la salida cada día. La bahía estaba petrificada y la desolación era inmensa. Era como si un manto de tristeza sideral se hubiera ensañado con nosotros. Caminé por dos días, grabando las imágenes del frío en mi mente, hasta que lo ví. Atrapado, como yo; congelado, como yo; perdido, como yo. Tomé nota de la ubicación, revisé el casco y me enteré de quienes lo tripulaban. La última vez que estuve en esa bahía fue para componer esta embarcación. Ahora estamos aquí y somos buenos amigos, sonrió. Yo le he rescatado y ella a mí.

Fotografia gentileza de Anne Fatosme http://annefatosme.wordpress.com/

Entre las Nubes

«El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande». *

Tuve que interrumpir mi lectura, mientras el sol me pegaba de frente y la magia de los acontecimientos me despertaba con la imagen nítida y colorida de los globos aerostáticos elevándose lentamente en la planicie, en el camino a Lucerna, coincidiendo magistralmente, como si todo estuviera ya planeado.

Miré con detención, mientras los globos seguían subiendo. En sus carlingas de mimbre se refugiaban pequeñas personas. Veía parejas en la plenitud de su amor, eligiendo este viaje para contraer matrimonio. Era la moda este año, en un verano plácido y soleado. Lo mejor de la región.

Ibamos a celebrar nuestro décimo tercer aniversario. La complicidad rebelde de los primeros años había cedido a un apacible estado de adivinación, donde con sólo ver los gestos del otro, podíamos predecir incluso el tiempo y la temperatura de nuestros corazones. Habíamos dejado atrás las conjeturas respecto a la felicidad y nos habíamos conformado con una especie de calma chicha que no tenía nada de despreciable y a veces sabía igual.

Acostumbrados, más que otra cosa, a las manías de cada uno, se hacía suave el surcar esta vida elegida y construida por ambos. Los vientos de las pasiones primeras se habían suavizado a medida que avanzaba nuestra existencia. No recordaba las borrascas iniciales y sí saboreaba con pena el anhelo del primer amor. Me faltó el aire en este punto y me miraste como con descuido. Ya conocías mis estados de ánimo, variables como era el viento en esta época del año. 

Escuchaste mis razones sin mucho entusiasmo, mientras contemplabas curioso otro globo que acababa de despegar. Recorriste con cuidado el libro que estaba por terminar y sonreíste. Siempre te pones melancólica cuando lees García Márquez dijiste, y me plantaste un beso sonoro en la frente, mientras tomabas el texto y lo arrojabas al asiento de atrás. 

Sólo ustedes, los de esta tierra, pueden ser tan descariñados y ausentes, argumenté buscando un alegato que realmente no quería. Seguiste conduciendo por la carretera, mientras avanzaba la mañana. Masticaba el amargo sabor de la no respuesta, pero me conocías bien. Entre los campos se levantaba la polvareda del verano, anunciando una cosecha abundante. Siempre tu alma ha sido la de un campesino, por eso me has tenido tanta paciencia, suspiré con pena, tratando de alcanzar mi libro.

Recordé la primera vez que te vi. El sol iluminando tu chaqueta color lúcuma, en un verano perdido, en un tiempo tan anterior a este. Soplaba el viento ese día, lo recuerdo bien, porque un remolino de tierra te alcanzó, mientras volvías a tu auto y me miraste perdido en la ventolera. Pensé no alcanzarte nunca, pero aquí estábamos, trece años después de entonces y me sentía desgraciada al constatar que ya no era lo mismo.

La esencia del amor no era más que eso, pude comprobar a la vuelta de los años y cuando todo se me venía en contra. Era difícil ser inmigrante en mi propio hogar. Ver tus muecas de desaprobación cada vez que equivocaba los tiempos verbales o terminaba hablando algo tristemente fuera de contexto, en un idioma completamente ajeno. Me refugié en los libros con porfía y aceptaste que las cosas eran de ese modo. Creo que nunca habías dejado de amarme. Yo no estaba segura si aún podría usar esa frase con propiedad.

Paraste de pronto y diste la vuelta en U. Sin pensarlo siquiera, estábamos en la planicie de los globos. Bajaste corriendo, mientras el viento agitaba tus cabellos. Cogí mis lentes de sol y me bajé entre sorprendida, molesta y fascinada. Me subiste en tus brazos a la carlinga y acto seguido el sonido de la flama de gas era lo único que nos acompañaba. Te miré fijamente. Busqué con desesperación al que había visto entre la ventolera, en un lugar tan distante, en un tiempo tan anterior. Ahí estaba. Riendo francamente, apartando sus cabellos con el mismo ademán de entonces.  Ahí estaba. Conmigo. Entre las nubes. Arrojaste con un gesto teatral mi libro por la borda y me abrazaste. El sol nos iluminaba. El viaje por un cielo tan azul nos encandiló la mente. Creo que no habíamos gozado tanto con un aniversario. Guardé los minutos celosamente en mi memoria. Sin mirar, asentiste con tu cabeza. Tú hacías lo mismo.

* De «El Amor en los Tiempos del Cólera», Gabriel García Márquez.

 

The Third The Seventh – by Alex Roman HD by chrieseli

De Causa y Esperanza

El mayoral me había despertado, siguiendo mis instrucciones. Esperaba las noticias del campo de batalla. La causa estaba en juego y no era que me iba a quedar de brazos cruzados sin apoyar la libertad de mi país.

Las nuevas no eran alentadoras y aunque ya había mandado a casi todos mis sirvientes e inquilinos a ponerse al mando de las tropas que luchaban, además de caballos y alimento, no había lugar a dudas. Estábamos perdidos. Si escuchaba con atención, podía oír los gritos de los hombres moribundos y los cañones del enemigo causando estragos en nuestras filas. Escuchaba como nuestras esperanzas se iban diluyendo con la sangre caliente de los que iban cayendo. Dicen que van a cruzar la cordillera señora, indica Juan de Dios, mi mayoral y me resisto a pensar que deban abandonar la patria por la que tanto han batallado.

La hacienda había estado en mi familia por generaciones y aunque mis raíces venían hondas e innegables desde el reino de España, no podía negar que me sentía más de esta tierra que de aquella al otro lado del mar. Con buenas influencias en el reino y siendo una familia de respeto aquí, había logrado comodidades y un buen pasar sin tener marido. Mi estancia era rica y fértil. Un valle regado, donde el sol se ponía con maravillosos bermellones y amarillos, acompañado de las palmeras y las flores en verano. Esta tierra tenía toda mi alma y todo mi ser. Estaba en mi sangre y era parte de mí.

Juan de Dios me anunciaba que venían. Venían y estaban exhaustos. Escapaban. Había sido un completo desastre. Cansados, abatidos y huyendo. Ciento veinte patriotas, me dijo Juan de Dios con los ojos llenos de lágrimas. Ciento veinte, señora y piden permiso para aprovisionarse de agua y comida.  Me dirigí corriendo a donde estaban. Los rostros demacrados, negros de pólvora, humo, sudor y tierra. La tierra que defendían y que ahora pensaban abandonar. El General pelirrojo que los dirige se baja de su cabalgadura y cortésmente me pide lo que Juan de Dios ya me ha adelantado. Tendrán lo que necesiten General, digo, pero por Dios y la Vírgen, descansen un momento. Niños van entremedio del grupo que huye a la desbandada. ¡Tenga un poco de compasión!, le ordeno, porque mal que mal yo soy la ama de esta hacienda y tanta insensatez sólo cabe en la cabeza de los hombres.

El General me lleva aparte y me explica la situación. Son perseguidos. El Comandante que va tras ellos es cruel y sanguinario. Estamos exhaustos señora, estamos sin moral y sin valor, dice. Nuestra estrategia no funcionó y hemos debido de salir corriendo. No estoy acostumbrado a escapar, créamelo, pero la situación, en esta noche aciaga, me habló en otros términos y debo velar por la vida de mis hombres, para completar nuestro cometido. Es ese mi deber. Muchos han muerto mi señora, muchos que no tenían porqué morir. Nuestro espíritu está en el suelo, le ruego nos entienda. No hable más General, le suplico. No soporto ver a un hombre rendirse. Tiene toda mi ayuda. Vendas, comida, agua para hombres y bestias. Por favor, General, siéntase como en casa.

¡Señora, tropas se acercan!, grita Juan de Dios. General tome a sus hombres y vayan a la bodega, ¡ahora mismo! Los miro descender corriendo, un reguero de sangre y polvo queda tras su huida. Paso mi vestido por sus huellas. Abanico mi cara. Tengo miedo. Mi respiración se entrecorta. Se aproxima el Comandante. Quiere a los rebeldes, grita. Acerca su caballo negro azabache a mi persona. Es arrogante. Veo en sus ojos la crueldad. Insiste. Pide las llaves de mi hacienda. ¿Qué se ha imaginado, Comandante?. La dueña de esta casa soy yo y sobre mi cadáver tendrá mis llaves. Le proveeremos de los víveres que requiera. No me desafíe señora, que mando a quemar toda esta mierda en un santiamén.¡¡Cabo!!

 ¡¿Necesitáis fuego?! Mi corazón palpita, mis manos sudan, mi mente se congela en la cara del mocoso que viene huyendo con su padre, apiñados como ratas, en la bodega. ¡Aquí tenéis un brasero!. Una fuerza descomunal me hace arrojarlo a los soldados como si fuera una brizna de paja.  Me sorprendo, pero no puedo acobardarme, el destino de muchos depende de mí. Les miro fijamente. Veo las brasas extinguiéndose en el suelo. Abanico mi cara. Tiemblo. Apenas respiro. Camino delante de ellos, esperando cualquier cosa.  Juan de Dios observa. El Comandante ordena dar la vuelta. Se marchan.

Ciento veinte patriotas abandonarán mis tierras la mañana siguiente, más repuestos, con las panzas llenas y los corazones con esperanza. El General me agradecerá con lágrimas en sus ojos y yo no podré menos que decirle que se cuide, que ahora todo está en sus manos,  que la libertad por la que luchamos es mucho más grande. No cabe en el pecho. No se reemplaza con nada.

En el año de 1818, cuatro años después de este momento, el mismo General que pasó la noche en mi bodega, firmará el Acta de Independencia, en un caluroso día de febrero, un mes antes de empezar la vendimia.

N de la R: Paula Jaraquemada Alquízar, dueña de la Hacienda Santa Rita, refugió en sus bodegas a 120 soldados que venían huyendo de las tropas realistas, después del Desastre de Rancagua. Entusiasta patriota, colaboró decidida en la causa libertadora y posteriormente, dedicó su vida a la ayuda de los más desposeídos. Los hechos que se narran en esta historia están basados en sucesos reales, descritos por cronistas de la época.