Ese año había reprobado. Me sentía un paria, un bicho raro en la atmósfera siempre glamorosa de mi hogar. Mi madre y sus sesiones de lectura y arte con los autores más consagrados y las nuevas revelaciones. Mi padre y sus reuniones de negocios. Mi hermano mayor y sus amigos universitarios, hablando de política, cambiando el mundo y en medio estaba yo, reprobado de la escuela elemental. Un fiasco. Un total fracaso.
Mamá lo tomó con calma. Me llamó aparte y me convenció de que no era gran cosa. Que podría ser peor, que habían otras cosas más terribles de qué lamentarse. Acto seguido, indicó que me tenía una nueva tarea para ese verano. Yo arrugué mi nariz. Me imaginé inmediatamente a la tía Beatriz, dándome clases, en las tardes calurosas; mientras mis amigos corrían libres, sin obligaciones ni horarios, comiendo fruta y helados hasta hartarse y zambulléndose sin tregua en la gran piscina de los Grant. Estaba ya sintiendo la acidez de mi suplicio, cuando mamá me estiró la nariz con un beso y me dijo que me había conseguido un empleo. Iba a ser el ayudante del abuelo Benjamín.
El abuelo era Médico. Un personaje todopoderoso. Respetado. Querido por todos y motivo de orgullo desmedido en nuestra familia, que había proveído de otros eminentes facultativos a esta gran nación. El abuelo era de una inteligencia que asombraba, de una perfección en sus maneras que provocaba devoción y con una elegancia digna de un rey. Su cabello peinado a la gomina, la flor de la estación, impecable, descansando en el ojal de su chaqueta y su Lincoln Continental de 1950, conducido por Baptiste, un negro antillano, flacuchento pero erguido como una estaca, con una historia tan tétrica a sus espaldas, como los tatuajes de marinero que colgaban de sus brazos y que cuidaba de no exponer a la prestigiosa clientela de mi abuelo ni a nadie en todo el pueblo. Callado y de ceño adusto, lo único que escuché de él, desde que lo conocí hasta que murió, fue «a su orden, señor» con una voz rasposa y grave, que me causó siempre miedo.
El abuelo me indicó mis deberes clara y pausadamente. Su aroma a perfume francés me aturdía, pero sus manos eran suaves y tomó las mías con cariño. Yo estaba fascinado. Era algo tan simple, pero a la vez tan importante. El abuelo estaba orgulloso de mí, lo dijo claramente y salimos juntos, esa mañana luminosa, a dar su ronda de visitas por el condado. Baptiste sabía el recorrido desde antes y sin que le dijeran nada, dirigía el gran vehículo al destino siguiente. Mi tarea consistía en cargar el maletín del abuelo y en medio de la consulta, facilitarle los instrumentos, con cuidado y con respeto, como él se lo merecía.
En su casa, había una criada colorina, de piel alba salpicada de pecas y dientes grandes, que me daba leche con galletas, mientras esperaba a que mi abuelo estuviera listo para nuestra ronda de trabajo. Ella venía de Escocia y se llamaba Aileen. Poseía una virtud mágica, estaba en dos lugares al mismo tiempo. Me gustaba verla, con su uniforme negro riguroso, sus puños blancos inmaculados y su cofia de medio lado, hablando en un idioma ininteligible para todos en la casa, excepto para mi abuelo, que le respondía de la misma forma. Me gustaba adivinar por cuál puerta de la casa ella iba a hacer su nueva aparición. Aileen le entregaba a mi abuelo, todas las mañanas, el maletín, con una venia, apareciendo por un lado y acto seguido, aparecía por otro, entregándole su sombrero. Era mágico.
La visita de esa mañana estaba cargada de seriedad. La viuda Grant estaba muriendo. Lo había estado en los últimos seis meses, decía el abuelo y había que ser muy cuidadosos. Entramos con sigilo, pero escuchamos música. Música de foxtrot. Un viejo tema, acompasado por un sonido, como si alguien llevara el ritmo, en el suelo de parquet. Nos acercamos lentamente hasta el cuarto de la radio y sucedió algo fantástico. Mi abuelo la detuvo sin tocarla. Yo no podía creerlo. Me miró sorprendido y se acercó lentamente al aparato. Escuchó con atención y me pidió que me acercara. Dejé el maletín en el suelo y me aproximé temblando. Agucé el oído y ahi estaba, el corazón del abuelo, haciendo interferencia en la vieja radio.
Nos sentamos en frente del aparato y él me indicó, con profunda calma y parsimonia, cada fenómeno, como en una de las clases que dictaba en la universidad. Cuando la sístole bajaba la frecuencia y la díastole entregaba el paso a la sangre. Cuánto tardaba cada cambio. Cómo operaba cada ventrículo de su cansado corazón y por último, por qué había logrado detener la radio.
Revisó a la paciente en privado y nos fuimos a casa, pero antes nos detuvimos en la heladería. Un gigantesco cono de helado me tapó la cara y sólo recuerdo la voz del abuelo, explicándome el fenómeno de la radio otra vez. Su marcapasos había intervenido las ondas y era por eso que había producido esa «conexión». Pensó en voz alta sobre diversos fenómenos cardiacos, especialmente la afección de la viuda Grant y al mirar mi expresión de perplejidad, me dijo de pronto, cambiando bruscamente de tema: Aileen tiene una hermana gemela, que trabaja con nosotros. Ella es la que te confunde con sus entradas intespestivas. No hay magia, hijo querido. Me gustaría tenerla, pero es imposible. Sus ojos se ensombrecieron, por primera vez y entendí que él sabía que no tenía todas las respuestas.
Me hubiera encantado estudiar medicina, pero mis fracasos escolares marcaron mi paso a la adultez. No me quejo, he tenido una vida muy interesante y muy movida y todo lo que me enseñó el abuelo, lo he puesto en práctica de una u otra forma. Como hoy, que escucho tu corazón tan cerca del mío, mientras te cuento esta historia.
BRAVO!!! Precioso e impecable como el abuelo. Exquisito.
El caballero se equivocó, lamentablemente, la sabiduría para ser verdadera, necesita ser capaz de ver lo invisible, tocar lo intangible y percibir lo imperceptible. De otro modo se queda coja, aunque sospecho que no te estoy diciendo nada nuevo.
Pero eso es lo menos importante. A los abuelos se les perdona absolutamente todo, son criaturas maravillosas, imprescindibles y mágicas, casi por definición.
M: Qué sorpresa!!. Muy bienvenida nuevamente. Un gusto de verte por aquí, ahora que las cosas están más en calma. Este abuelo en particular tenía un pequeñísimo punto en contra, era un estudioso. A veces, tanto buscar los por qué, se pierden los imperceptibles, se pasa por alto la magia, se deja de tocar lo intangible, pero como tú bien dices, a los abuelos se les perdona todo. A este más que a ninguno.
Un abrazo y miles de gracias por pasar
G: Que agradable sorpresa. Tienes mucha razón, los abuelos en general son fuentes inagotables de sabiduría y de amor.
Este relato en particular tiene un significado muy especial para mí y tal como le comenté a Anne en su minuto, esa es la razón por la que he querido compartirlo.
Muchas gracias por tus amables palabras. Es un agrado que puedas disfrutar de mis historias, tanto como las disfruto yo.
Un saludo
cuanta sabiduria en ese hombre admirado y respetado que sabe que no tiene todas las respuestas. tus relatos tienen ese no se que de tiempo pasado que transporta.
salut,
Letradeagua: Las gracias te las doy yo, por haber pasado a visitarme. Me alegra mucho que te haya gustado. Un gran abrazo.
Como al narrador de tu relato, me hubiera gustado estudiar medicina aunque, de haberlo hecho, a saber si el camino recorrido me hubiese permitido llegar hoy hasta aquí para disfrutar de esta maravilla que nos has regalado. Es precioso. Gracias Chrieseli.
Tus relatos son siempre muy conmovedores y están escritos con maestría.
Me gusta mucho.
Fanou: Altamente agradecida por tu comentario. Me agrada que te haya gustado. Un abrazo
Querido Luis: Mientras logre sorprenderte me sentiré más que satisfecha con esta bitácora. Un gran abrazo y las gracias acostumbradas por pasar a visitarme.
Saludos,
Anne: Un agrado tu visita. A veces nos damos cuenta de la sapiencia de los viejos cuando nos vamos convirtiendo en ellos. Este relato tiene un valor muy especial para mí, por eso he querido compartirlo con ustedes.
Un abrazo y gracias por pasar.
De nuevo me sorprendes con otro de tus espléndidos relatos, querida chrieseli. Siempre sucede cuando me paso por acá.
Abrazos.
Un abuelo muy sabio el de tu relato, capaz de enseñar a su nieto que la ciencia no lo es todo en la vida, que la magia no existe. Preciosa la última frase donde gana la partida el amor.
Un abrazo,