Lo había visto desde siempre. Cada ida y venida, cada subida y bajada, cada carrera, cada vuelta por la pasarela, resbalosa a causa de la lluvia; crujiente bajo el sol. Lo había visto solo, soportando las inclemencias del tiempo, los mosquitos, el barro verdoso, el croar de las ranas. Todo. Solo.
Se aproximó con lentitud esta vez, deseoso de romper la distancia. Voces imaginarias le indicaban como salvar a este prisionero de la ciénaga espesa en la que se había convertido esa parte del canal. Estaba todo en su cabeza, la velocidad del zarpe, el ángulo de la quilla, la distancia de la aventura, la felicidad de liberar a este vetusto cautivo de su triste destino. Se aproximó otro poco. Crujió la tabla bajo sus pies. Sintió un aire tibio rozándole el pedacito de espalda que no cubría su camisa. Miró con pánico. No hubo más ruido. El bote se meció despacio y los gorgoritos del agua desaparecieron de a poco.