Las flores del cerezo ya habían caído. Yo leía en el jardín, mientras del gran portón de la casa del vecino se escabullía la silueta de un auto. Un humo gris y espeso salía del escape, inundando toda la calle.
El mirto protegía mi presencia, mucho más que el cerco desvencijado que me separaba de la otra vereda. El padre de mi mejor amiga, aquella a la que le fascinaban las arañas, huía en medio de la tarde, después de ver que su amante había abandonado la casa de citas del vecino.