«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.
La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.
¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.
Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…
La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.
Ya los comentarios anteriores dicen más de lo que puedo decir sin ser redudante. No quería dejar de comentar este relato tan claro, tan bello que traspasa a la tristeza del tema. Un gran abrazo y al igual que Minicarver, yo también aprendí qué son los trintaros.
Clau: me alegra que más allá de la carga dramática del tema en si, hayas aprendido un nuevo americanismo que puede ser de utilidad en tu creación.
Un abrazo apretado y las gracias como de costumbre por tu entusiasmo y amistad.
Un relato excelente, estimada chrieseli. Me ha impresionado mucho su emotividad y su profunda visión humana.
Un fuerte abrazo.
Querido Luis: Un abrazo grande para ti también y las gracias siempre por tus amables comentarios. Siempre me queda la certeza que has leído el texto con calma y tranquilidad y la indulgencia de tus palabras llena mi corazón y me da ánimos para seguir en esta vorágine de historias.
Muchas gracias
Sonrío chrieseli y tú sabes porqué. Al mismo tiempo, la sonrisa queda desangelada y corrompida. Un texto exquisito. Te felicito por lo que conseguiste y un día quisiste recomponer.
Queda el alma en suspenso y la irracionalidad de una muerte infantil. Algo que nunca puede racionalizarse.
Me siento muy halagada, chrieselli y tú sabes porqué.
Un cálido beso desde acá y mis deseos de que seas todo lo disciplinada que puedas para recuperarte cuanto antes.
Piper: me imagino y me alegro. La disciplina corre por mis venas, con el pequeño aporte de la región de Colonia que aún revolotea en mi ADN. Te agradezco tu amable comentario y la calidez de tu saludo. Desde esta lado del planeta donde el invierno amenaza con quedarse, como amenaza la tristeza con volar la razón de la protagonista de esta historia que has tenido la gentileza de leer.
Un abrazote y muchas gracias 😉
Una madre que intenta llegar al otro lado de su puente emocional, como el que cruzó con su hijo. Un relato que conmueve con solo imaginar la tragedia y el dolor de perder al hijo.
Ahora conozco la palabra trintaros… saludos
Minicarver: te agradezco siempre la paciencia y la conciencia con la que lees mis escritos. Me ha encantado la alegoría que haces con el puente, que es precisamente la razón de su inclusión.
Los trintraros son bichos de mucha importancia en mis escritos, su simbolismo traspasa la humildad de su origen y la fragilidad de su existir.
Un abrazo y gracias por pasar.
muy triste, y hermosamente contado.
un abrazo,
G: y otro para ti. Esta historia llegó en susurros a mis manos y así es como ha quedado
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