Ya te hablé de Baptiste, un negro antillano, flacuchento y erguido como una estaca, con tatuajes de marinero que colgaban de sus brazos y que cuidaba de no exponer a la clientela de mi abuelo ni a nadie en todo el pueblo. Su coraza era el seño siempre adusto, su mutismo y el misterio de su pasado. Todo en él causaba desconfianza y sólo después de lo que te voy a contar, me di cuenta que lo que se juzga es siempre la apariencia.
Mi abuelo no sabía nada de la infancia de Baptiste entre los cañaverales. De sus viajes en tren de ganado de una hacienda a otra, de los días sin noches y las noches sin días. Del candomblé y de la macumba. De las veces en que fue dado por muerto, sepultado, exhumado, vuelto a la vida, muerto de nuevo y sepultado otra vez. De las pestes, los mosquitos, los bananos fritos, el mar Caribe. Todo lo supo una noche de tormenta, como aquellas que caen en el desierto, con rayos y truenos que amenazan con reventar el cielo. El Lincoln quedó atascado en el barrial en que se convirtieron las calles y por más que el antillano intentó, no consiguió moverlo un milímetro. Mi abuelo le dijo que permaneciera en el interior y mientras el monzón caía, Baptiste empezó a tararear una canción. Nunca decía nada más que «sí, señor», o «a su orden señor» pero ahora cantaba con una cadencia y una voz que embrujaron al abuelo y le llevaron de cabeza a las cálidas aguas del Caribe. Allí le vió tatuarse por primera vez un calamar y otro y otro. Luego, formas salidas de caleidoscopios. Para la buena suerte, escuchó que le susurraba Baptiste. Todo eso estaba en la canción que entonaba, mientras seguía la tormenta. El abuelo le preguntó cómo es que había sido enterrado vivo y el antillano calló.
Pasó la tormenta, de la misma forma como había empezado y se resumió el agua en la tierra sedienta. Baptiste pudo mover el vehículo y siguieron la ronda médica. Mi abuelo no hizo más preguntas. Baptiste no siguió la canción, pero el hielo se había roto y la parsimonia se había transformado en una extraña complicidad.
Lo ví luego, lavando el automóvil, con las mangas arriba y los tatuajes al sol. Hablaba con el abuelo, que estaba en la poltrona, abanicándose el calor. Yo estaba en el sótano, rodeado de frascos llenos de formol. Me gustaba el lugar porque podía espiarles a mis anchas. Quería escuchar hablar a Baptiste. Quería escuchar esas historias que a veces contaba en la cocina, con su lengua de papiamento y sus gestos de médico brujo. Las empleadas sucumbían a sus encantos y muchas veces las escuché gemir como gatas, entre el crujir de los catres de la pieza de la servidumbre. Su voz provenía del fondo del mar, decía él. Se había salvado de naufragios e inundaciones, de langostas y de hormigas carnívoras. De olvidos. De la misma muerte. Estaba aquí para cumplir una misión, susurraba. Se me ponía la carne de gallina.
Siempre lo espiaba desde mi refugio en el sótano y nunca me di cuenta del contenido de los frascos a mi alrededor, hasta que esa mañana, el sol entró de lleno y pude ver el espectáculo macabro que se encondía. Partes olvidadas de seres humanos flotaban en el líquido lechoso y amarillento. Pulmones de aspecto macilento. Corazones diseccionados en partes iguales. Tejidos sueltos, sin procedencia ni destino. Bebés encerrados, durmiendo un sueño líquido. Afuera, Baptiste rió con fuerza. Salí despavorido.
En mi huida, me topé con el abuelo y no pude sino escapar de él. Algo me decía que estaba al corriente de lo que se escondía en el sótano. Por eso la complicidad de ambos. Corrí hasta que mis pulmones no pudieron insuflar más aire y me caí al lado del camino, entre el césped y las lilas. Estuve allí hasta que el sol empezó a bajar y el frío de la tarde me hizo tiritar. Me dolía el estómago y las piernas. Extrañaba a mamá.
Ví las luces del Lincoln y creí morir. Estaba atrapado. No podía moverme. Baptiste estacionó el auto contra la acera y descendió. Me levantó como a una hoja y me depositó en el asiento trasero. El olor del cuero me hizo reaccionar y le miré fijamente, ya sin pavor. Usted es un asesino, espeté. Usted y mi abuelo son asesinos. Él me miró con suma calma y empezó a cantar. Su tonada hablaba de lamentos de enfermos, de dolor y de vida.
Jovencito, dijo, nada de lo que usted cree es como lo piensa. Su abuelo es un hombre honorable y recibe de las familias de aquellos que han sufrido la muerte, los órganos que causaron el dolor. El doctor Benjamín los estudia. Yo le asisto y es un verdadero honor. También fui médico en mi tierra, ¿sabe usted?, curaba con plantas y salmos, con humo y ron. Hemos aprendido cosas juntos. No me juzgue tan malo, que no hay nada de macabro ni secreto. No me juzgue tan malo, sólo porque soy un chofer negro que hablo papiamento.
La expresión de mi cara tiene que haber sido muy graciosa, porque se echó a reír en el acto. Yo también reí, más tranquilo. Fuimos juntos de vuelta a casa y al día siguiente, mientras el abuelo dormía la siesta, Baptiste me enseñó a conducir.
Atrapado en tus palabras, sintiendo, temiendo, participando de la narración con la misma fuerza de los èrsonajes, y finalmente el suspiro de alivio de la explicación. Un relato magistral, chrieseli.
Un abrazo.
Ernesto: siempre un agrado tus visitas. Como le decía a Concha, quien experimentó sensaciones similares; que el lector se involucre a este grado en un relato es el premio mayor para esta contadora de historias.
Un abrazo y gracias por pasar.
me gustan estos relatos que haces de inmigrantes que llevan consigo (como tatuajes en la piel) toda la historia de su tierra. coincido con minicarver, baptiste se merece convertirse en uno de los habitués de tus historias ciertas y no tanto.
abrazo.
G: Vamos a ver qué dice Baptiste del éxito de su historia. Seguro algo sale por ahi otra vez.
Un abrazo y mil gracias por pasar
Una parte del crecimiento es develar los misterios quebrando las fantasías con la lógica racional. La mayoría de las veces (como un tu relato tan bien contado) es para bien, pues se vierte luz sobre los miedos y se abre paso a relaciones más reales, pero más cercanas. Bellísimo el clima que recreás. Un abrazo grande!
Clau: y otro para ti. Mil gracias por tu análisis tan claro. Se nota que te gustó esta entrada.
Muchos cariños desde este lado de los Andes
Este negro da para más me parece, ha de tener tantas historias como negra la piel. Personajes de niñez que se quedan en nuestra memoria ficticia. saludos
Minicarver: qué gusto verte de nuevo. A veces pasa que algunos personajes son mucho más interesantes que otros. Me alegra que te haya gustado esta entrada. Vamos a ver si Baptiste nos cuenta algo más.
Un abrazo
Has hecho que mi corazón palpite al unisono del pobre chico al descubrir el botin secreto de aquel sótano húmedo. Que bien llevado este relato. Y el final sobresaliente. Enhorabuena
Concha: Qué maravilloso lo que me cuentas. Hacer partícipe al lector de las emociones descritas en la escritura, me parece el mejor premio para aquellos que disfrutamos con esta manía.
Un abrazo y mil gracias por tus palabras.