Detrás del Escenario

Jovita me ha recriminado siempre que le doy muchas vueltas al asunto y que nada va a cambiar si lo cuento. Que es mejor olvidarlo, no seguir elucubrando posibilidades, pero lo que yo ví no fue ninguna posibilidad, sino todo lo contrario. Hoy, con este sol del desierto, a miles de kilómetros de allá y cuando ha pasado más de un año, me doy cuenta claramente que así fue.

Madame Edith se puso mal apenas iniciamos nuestra primera gira. Vieja maldita, no le dijo nada a don Martínez y él gastó lo que no tenía en boticarios, tratando de curar a su máxima estrella, convencido que era la precariedad en la que viajábamos, la delicadeza de la dama, la inclemencia del medio ambiente, todo menos que la mujer ya venía enferma y tal vez por eso la habían echado de la otra compañía.

Ella alegó airadamente contra el hombrecito que se unió a la caravana antes de llegar al pueblo donde pasó la fatalidad, pero siempre era así. Llegamos en la noche y nos instalamos en el mismo teatro. Un español de cigarrillo en la boca, con un extraño parecido al chico que recogimos, nos recibió fascinado y el Regidor nos indicó que podíamos quedarnos el tiempo que quisiéramos. Guardo todavía el cartel que mandaron a imprimir por nuestra función. El pueblo era bucólico, la gente sencilla. Las monjitas tenían un hospital y fue ahí que le dijeron a la Madame que no tenía vuelta, pero me estoy precipitando, como siempre lo hago. Es por eso que Jovita se molesta y maldice mis arrebatos. 

Compramos algunas cosas para la compañía con los escasos pesos que nos habían quedado. Fuimos con la Meche y Tomasito a la pulpería de los franceses. Tuve que sentarme en el mesón  para indicarle al dependiente lo que necesitábamos. Estaba acostumbrada a las caras de sorpresa, pero no estaba acostumbrada a ver a una dama tan hermosa como aquella que se paseaba por el balcón de la casa de enfrente, donde había un gigantesco árbol de magnolias. Nos dijeron por lo bajo que era la esposa del dueño y que estaba encerrada de por vida. Tomasito pagó la cuenta, aguantando las rechiflas de los empleados, que se mofaron de su forma felina de andar. El dueño estaba en la caja y su acento extranjero me hizo recordar los chapuceos de Madame Edith. 

Volvimos al teatro y creo que fue Tomasito el que lo comentó. La Madame se puso incómoda y escupió con más fuerza que de costumbre. Salió a tomar aire, dijo y no volvió hasta bien entrada la tarde. Estábamos a punto de empezar la función.

El pueblo entero estaba revuelto. Recuerdo claramente el carro del manicero y su sonrisa buena, cuando me pidió disculpas por el error de corretearme como a los niños. El Regidor estaba en la puerta de entrada, dando la bienvenida a todo el mundo. La noche estaba fría, lo recuerdo por el vaho que salía de las bocas de los transeúntes. Creo que volví a ver al chico que llegó con nosotros, rondando por la plaza, pero no estoy segura.

La urgencia que antecede a la puesta en escena es un ritual que hasta el día de hoy me fascina. Los minutos previos, el nerviosismo histérico, el cambio de las personalidades y del vestuario, los olvidos, los alegatos, los silencios porfiados de los que entran en situación. Las abluciones de Sergio Rodríguez, tratando de sacarse el olor a aguardiente. Meche. Sí, Meche. Aún estaba con nosotros.

La obra anduvo fenomenal y la ovación no se hizo esperar. Dos veces salió la humilde comparsa a recibir el aplauso sincero de esta gente que jamás había presenciado una pieza teatral. Dos veces. El olor a naftalina de los trajes se mimetizaba perfecto con las burdas colonias de las mujeres, con el aroma a cuero viejo de los asientos, con el lejano olor a eucaliptus que venía de la rivera del río. El olor a eucaliptus aún me trae el recuerdo de esa noche.

Los disparos se escucharon como uno solo. Por segundos infinitos no hubo más ruido en el ambiente. Sólo un olor a eucaliptus y luego, Dios, luego, ese terrible alarido. El hombrón tan recio, de cabellos color cobre lloraba como un niño, apretujando el cuerpo de la mujer que, sonriente, le tomó la mano durante toda la función. Los recordaba claramente, porque irradiaban felicidad. Ella estaba tirada en la calle, muerta. Nadie se explicaba por qué.

Guardamos nuestros bártulos y comimos algo en silencio, mientras las calles se fueron vaciando y se llenaron de silencio. Lamentamos los acontecimientos y lentamente, nos fuimos retirando. Regresé detrás del escenario a buscar mis notas y a empacar el vestuario. La noche estaba muy fría. Aún tenía en mis oídos los gritos y el llanto del pobre hombre. Miré por la rendija de la puerta del único camerino del teatro y pude ver a la Madame fumando un cigarrillo, discutiendo con aquel hombre de abrigo negro, que apoyaba contra su pierna una carabina.

Al día siguiente, abandonamos el pueblo. Antes, salí a dar la última vuelta. La mujer que vendía verduras al lado de la glorieta comentaba que habían encontrado el cuerpo sin vida de un joven extranjero, con una escopeta a su lado, en la rivera del río. Era el chico que trajimos en la caravana. El que se bajó antes de llegar al puente. Estaba segura. Me topé con Madame Edith en la esquina. Venía del hospital de las monjitas. Me miró con odio y acercó su dedo huesudo a la boca, en esa señal de silencio tan macabra, que a todos nos daba miedo.

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Somos Compañía

El viudo Martínez no siempre fue así. Eso ya lo mencioné. Lo que sí, fue siempre parte de un circo. Circo pobre, comentaba con vergüenza. Heredó la pequeña compañía de entre los retazos de su circo original y de partes del espectáculo donde actuaba su esposa, una contorsionista. A don Martínez se le coloreaban las mejillas cuando pensaba en ella. Quién sabe qué marranadas le hacía hacer a la pobre, pero eso es algo que se me ocurre a mí y que no debe ser motivo de juicio para el pobre don, que me hizo el favor de levantarme del camino donde me dejaron botada, me limpió los mocos con sus propias corbatas, me vistió, me alimentó y me dijo que ya no iba a estar más sola en este mundo. Que mi condición no iba a cambiar, pero sí podríamos sacarle buen partido. Siempre sonreía cuando miraba mis piececitos. Decía que parecían empanaditas. Es un buen hombre, lástima que el dinero siempre fue escaso, porque si hubiera sido al contrario, otro gallo nos cantaría.

El viudo tenía costumbres de señor. Leía los periódicos con detención y observaba un lenguaje decoroso y educado. Afectado a veces, por los rigores de la profesión, pero se sabía distinto. Distinguido. Buscaba más de la vida y por eso no dudó un segundo en contratar a la Madame Edith en cuanto la vió, desesperada, afuera del teatrito de aquel pueblo en la costa, sentada sobre sus arcones de marinero, con su aire de reina madre. La Madame no tenía ningún acto que aportar a la comparsa, pero entonces despedía una elegancia que el viudo no había visto jamás en el mundo circense y que, por alguna razón, se ajustaba perfecto a sus sueños de grandeza.

A ella le molestó desde un principio la promiscuidad de la carpa, sin camerinos ni cortinas. Exigía un sitio privado y mientras hablaba de sus viajes de lujo por el mundo y sus actuaciones en los escenarios más elegantes, reclamaba por todo. Su tez estaba ya ajada. De eso me acuerdo claramente, como me acuerdo de su expresión cuando me vio la primera vez. No le caí bien, pero a ella nadie la toleraba tampoco. Sólo don Martínez  la miraba arrobado cuando hablaba de la magia del teatro. De cómo la voz y presencia del actor eran suficientes para hipnotizar a la gente. Sin perros  bailarines desnutridos ni el perico que echaba palabrotas en esperanto, porque eso era lo que decía el ave, según la Madame, lenguaje de marinero y nada más.  Me pregunto cómo ella sabía de esas cosas, si era tan distinguida y elegante.

Un día, cuando la Madame le dijo a don Martínez, por el acto nuevo que estábamos presentando, «le plus singulier que j’ai vu dans ma vie», el pobre se quedó con la cara más larga que las piernas recién afeitadas de Tomasito y se decidió. Al día siguiente, nos llamó a todos y dramático, nos informó sus planes. No más circo. No más aserrín. No más carpa. No más nada de lo que habíamos estado haciendo hasta el momento, en una tradición que se había mantenido por medio siglo. No más. Ahora, íbamos a ser una compañía de teatro. Fue tan categórico que Quico y Queco, los siameses unidos por la pelvis, tomaron sus cosas y se fueron al instante. Tomasito se quedó. Siempre había querido ser actriz. Su trabajo de payaso le daba apenas para comer y decía que le sentaba mejor el drama que las risas, porque su vida era así. Aseguraba que siempre se había sentido mujer y que lloraba de rabia en las noches tratando de eliminar los pelos de su cuerpo e intentando hacer crecer su par de tetillas invisibles, con toda clase de trucos descabellados. Estaba sencillamente encantado.

Convertimos todo lo que pudimos en bártulos de teatro. Don Martínez consiguió un telón de terciopelo apolillado y escogimos los transportes que estaban en mejores condiciones. Los animales se siguieron quedando con nosotros, porque el viudo aseguró que podrían ser un día de utilidad. La Meche bromeó que los podríamos echar a la olla si nos iba mal, porque no tenía ni una pizca de fe en esta nueva empresa. La Madame le clavó los ojos azul índigo con tanta rabia, que la hizo callar.  Tiempo después, la perdimos.

La Madame se encargó de enseñarnos los rudimentos de la actividad y pronto don Martínez mostró su veta más filantrópica y la primera controversia con ella.  No desechábamos ninguna plaza ni poblado. Insistía que todo lugar era digno de ser explotado y que estábamos para distribuir el arte donde fuera, no coartarlo con fríos e impersonales análisis financieros. Eramos ante todo artistas, no banqueros. Fue por esa razón que recorrimos todo el sur, entre bosques, lagos y ríos, entre caseríos y pueblos que apenas descubrían la luz eléctrica. Nos recibían como reyes, a tablero vuelto. Incluso a mí me aplaudían de pié en mis escasas incursiones, siempre en papeles de infante, pero la Madame odiaba trabajar conmigo y por eso el viudo me pidió que fuera la ayudante del apuntador. Por eso pude ver todo lo que sucedió los días previos a la noche del asesinato que luego, nos hizo llegar a este lugar, pero me estoy adelantando mucho y no quiero que eso pase.

Pantomimas en el Desierto

Aún recordaba al hombrecito delgado que se unió a la caravana y que no fue bien recibido por la comparsa, tal como yo, tanto tiempo atrás. Había pedido un aventón y la tradición del actor transhumante rezaba que el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron mi atención, tanto como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbándonos. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vimos y desapareció entre la vegetación de la rivera. Los sucesos de esa noche cambiaron para siempre a la Compañía de Teatro Espectacular. Dimos un giro sin vuelta atrás la velada que actuamos en aquel pueblo. Decidimos, luego, arrancarnos buscando otro rumbo lejos de allí. Aún escuchábamos los tiros, el clamor de la muchedumbre, el llanto del hombre que nos enteramos después, no se vió nunca más. Todo cambió esa noche, en un revoltijo confuso y ahora, en esta pampa marchita, parecía que los acontecimientos finalmente se iban a ordenar.

Madame Edith escupía sangre por tercera vez. Actriz principal, su cara tenía la misma textura del caliche. Se había mimetizado con la pampa o la pampa se había personificado en ella. Decía que venía de Chambord y aunque nadie tenía la menor idea ni siquiera cómo se escribía esa macana, ella chapuceaba entremedio de su español peruano algunas palabritas en francés. El viudo Martínez, que dirigía la compañía, la aguantaba por piedad y por la taquilla. Jovita, la costurera y maquilladora, decía que en las noches de invierno don Martínez se acercaba como un perrito guacho al camerino de la actriz, para verla despojarse de sus medias de puntos corridos y sus calzones de tafetán amarillento. Suspiraba con pena y con vergüenza, contemplando  la erección senil que lograba con el patético espectáculo. El viudo estaba muy preocupado por ella. Madame Edith se caía a pedazos, se le cascaba la voz, se le desarmaba el vestuario, se le olvidaban los parlamentos. Tenía ese garbo de las actrices antiguas y su actuación, otrora impecable, por alguna razón,  aún seducía a esta audiencia de hombres brutos, quemados con este sol que escaldaba los ojos y los pensamientos. Escupían en el suelo, tosían como condenados, decían palabrotas, pero cuando la Madame alzaba su voz en los largos monólogos de las tragedias que le gustaba personificar, todo quedaba suspendido en el aire caliente del teatro, que se  callaba completamente para escucharla. Era la mejor parte del negocio y se estaba perdiendo.

Yo estaba cansada de estar en bambalinas. Cansada de la tarea inútil de ubicar a los actores en situación. Cansada de  repetir «no confunda eso que es de Orestes y esta noche hacemos Macbeth. Por amor de Dios, si los mineros no son tan ignorantes y después de la quinta función, se saben los parlamentos de memoria…» Limpiaba la caca de los perros, planchaba los disfraces de los actores y miraba por la ventana chiquita de atrás, cómo el viento formaba remolinos de tierra, olvido y muerte. Estaba cansada de ser la ayudante del apuntador. Estaba cansada del olor a naftalina, de la mierda de los animales y los hombres, de las exigencias de Madame Edith y su escupidera colorinche donde iba botando lo que le quedaba de sus pulmones. Jovita se burlaba de mis alegatos y mis sueños y me explicaba que lo único que había para soñar en ese lugar olvidado éramos nosotros. En esta tierra ruda, asolada, achicharrada de día, aterida de noche, mancillada por el oficio de las minas, estábamos para entretener. Para vender un sueño imposible, mientras el aire se enrarecía de sudores y pis. Si te quedas con un pampino bruto, me decía, mira como vas a terminar. Mira a sus mujeres solamente. Escucha los llantos de sus chiquillos. Ella era la única en la Compañía que no había mentido en su origen. Venía del puerto. Creció comiendo pescado y machas crudas, cosiendo redes y aprendiendo canciones repletas de palabrotas con sus medioshermanos. Nunca fue a la escuela. Cuando se refería a sí misma lo hacía usando la palabra «bruta». Tenía un gran corazón. Juntas tomábamos limonada con hielo que sabía a monedas de cobre y masticábamos la arena que se metía en la boca, los intersticios de la piel, entremedio del cabello y hasta en el corazón.

Me recogió el viudo. Creo que no lo he mencionado todavía. Yo tenía diez años y el viudo acababa de perder a su mujer. Madame Edith era tan vieja como hoy y el resto de la comparsa de entonces, se fue perdiendo de pueblo en pueblo, como cuando se pelan los árboles en otoño. Estaba Tomasito, con su voz de pito y sus canillas peludas, de familia de payasos, aspirante a primera actriz. El Gran Sergio Rodríguez, mago originalmente, según él heredero de un linaje de actores que se remontaba a la llegada de Colón, pero incapaz de decir una línea estando sobrio. Jovita aún no llegaba y la Meche Escobar, contorsionista de profesión, actriz sin mucho talento, se perdió una tarde de invierno entre el barro y la lluvia del estero de Santa Juana. No quiero hablar de ella. Esos son los que más recuerdo y será porque no están con nosotros ahora, excepto la Madame, con sus arcones de marinero y sus exigencias de prima donna. Recorrimos cada pueblo, cada estancia, cada caserío. Éramos un circo en miniatura, con los perros equilibristas, el perico que contaba en esperanto y la gata bailarina, hasta que don Martínez decidió convertirnos en una compañía respetable. Ahora te digo por qué.

N de la R: Esta entrada es parte de mi proyecto de término del Taller de Literatura. Viene otra parte más, en la siguiente entrada. Voy a probar el género de la novela por capítulos, a ver qué sale. Les agradezco su atención.

Soy Cantinera

No voy a decir tu nombre, porque en el fragor de la batalla ese detalle siempre dio lo mismo. Voy a contar tu historia y tus pesares, mi viudita, para que el recuerdo no se lo lleve el viento de la pampa, ese que levantaba las arenas, se metía en los ojos y no dejaba ver el pabellón patrio. Ese viento no se llevará lejos tu recuerdo, mi viudita. No se lo llevará.

Te metiste en el regimiento, escondiendo tu condición. El cabello cortado al rape, los senos apretados entre vendas, que usarías luego para curar. Poca plática, mucha resistencia. Empuñando la balloneta, partiste con el 3ero y cambiaste los verdores del campo, los olores del puerto por la pampa seca, el viento y las privaciones de esta guerra. Hubieron algunas más que decidieron seguir el mismo camino. Todas se desempeñaron en la trastienda, lavanderas, enfermeras, cocineras y soldados. Los generales decidieron darles un nombre de respeto y reconocer su condición. Ahí te cambiaste la guerrera, pero seguiste cargando el mismo fusil.

Marchabas con el 3ero, avanzando, avanzando. Pisagua, Dolores, Arica. Sufriendo lo insufrible, nombrando lo innombrable.  Prisionera. Forzada. Degradada. Liberada. No fue bastante mi viudita y seguiste. Chorrillos, Miraflores, Lima. Entraste victoriosa. Cocinaste empanadas en las alturas de la sierra. Curaste piernas y brazos mutilados en el desorden y la mugre de los hospitales de campaña. No habían galones de premio para esos soldados. Sólo tu presencia, mi viudita, con tacitas de agua para aplacar la sequedad de los labios y la fiebre quebrantadora de las grandes infecciones. No habían galones de premio para esos soldados, sólo tus canciones, sólo tus manos encallecidas acariciando sus frentes. Sólo tus palabras mansas prometiendo una oración, cuando ya se han ido. Sólo tú, mi viudita.

Se terminó el zafarrancho como siempre se terminan todas las guerras. Bajaste con el 3ero de vuelta a la patria querida y luego de los desfiles de rigor, vino el olvido del pueblo, que te olvidó a ti también. Una pensión de pocos pesos apenas honraba todos tus afanes. Las cicatrices que quedaron en tu carne, te empezaron a pasar la cuenta. Me enterraste a mí, sin ceremonia y sin dolor. Como yo hubiera querido. Me velaste apenas una noche y estuvo bien. Me sepultaste con la insignia del 3ero y estuvo bien. Te quedaste aquí mi viudita, hilando en la rueca, lavando ajeno, tratando de vivir. 

El pabellón se alzaba alto por los grandes edificios. Ya nadie recordaba la guerra, los caídos, los mutilados, los enfermos. Ya nadie recordaba a las que, como tú, habían dado luz de esperanza a las tropas, una jarra con agua, una venda limpia, una caricia piadosa entre la pólvora y la tierra roja del desierto. El pabellón estaba muy alto ahora, mi viudita. Tan alto que ya no podías enarbolarlo orgullosa, como en las afueras de Dolores.  Ya no.

Es crudo este invierno. Silba el viento, como cuando subimos el morro. Pero entonces había sol o era como si lo hubiese. Se escuchaban los gritos, se veían los ojos aguardentosos y negros, llenos con la pólvora de los fusiles. Tú ibas detrás mi viudita, con la balloneta en alto, la cantimplora llena, la guerrera bien abotonada, digna, valiente. Siempre valiente.

Escucho el ruido seco que viene de tu pecho. No eres la primera que termina de esta forma. Tal vez tanta arena de ese desierto maldito lijó los pulmones de todos y con los años, ya no te queda nada. Nada pude darte, sólo trabajos y recuerdos. Aquí te espero mi viudita, susurro ahora en tu oído bueno. La señorita de hospital te abre la camisa y escucha. ¿Qué hace usted señora? pregunta sin prisa. Aprietas entre tus manos los galones que prendió en tu uniforme el general Baquedano, una mañana de mayo, tanto tiempo atrás. Escuchas el silbido del viento, te estremeces con el frío que se cuela por la puerta abierta del hospital, esa por donde entran los pobres. La miras fijo, levantas el pecho y le dices con el orgullo del deber cumplido: soy cantinera y a mucha honra.

N de la R: La historia apenas recuerda a las mujeres que formaron parte del ejército chileno en la Guerra del Pacífico. Muchas de ellas vivieron y terminaron sus días en la indigencia y el completo olvido de la nueva nación, que se formó después de este conflicto. Mi homenaje muy sentido a valientes como: Candelaria Pérez, Filomena Valenzuela, Irene Morales, Carmen Vilches, María Quiteria Ramirez, Leonor Solar, Rosa Ramírez y Susana Montenegro. No las olvidemos nunca.