Pantomimas en el Desierto

Aún recordaba al hombrecito delgado que se unió a la caravana y que no fue bien recibido por la comparsa, tal como yo, tanto tiempo atrás. Había pedido un aventón y la tradición del actor transhumante rezaba que el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron mi atención, tanto como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbándonos. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vimos y desapareció entre la vegetación de la rivera. Los sucesos de esa noche cambiaron para siempre a la Compañía de Teatro Espectacular. Dimos un giro sin vuelta atrás la velada que actuamos en aquel pueblo. Decidimos, luego, arrancarnos buscando otro rumbo lejos de allí. Aún escuchábamos los tiros, el clamor de la muchedumbre, el llanto del hombre que nos enteramos después, no se vió nunca más. Todo cambió esa noche, en un revoltijo confuso y ahora, en esta pampa marchita, parecía que los acontecimientos finalmente se iban a ordenar.

Madame Edith escupía sangre por tercera vez. Actriz principal, su cara tenía la misma textura del caliche. Se había mimetizado con la pampa o la pampa se había personificado en ella. Decía que venía de Chambord y aunque nadie tenía la menor idea ni siquiera cómo se escribía esa macana, ella chapuceaba entremedio de su español peruano algunas palabritas en francés. El viudo Martínez, que dirigía la compañía, la aguantaba por piedad y por la taquilla. Jovita, la costurera y maquilladora, decía que en las noches de invierno don Martínez se acercaba como un perrito guacho al camerino de la actriz, para verla despojarse de sus medias de puntos corridos y sus calzones de tafetán amarillento. Suspiraba con pena y con vergüenza, contemplando  la erección senil que lograba con el patético espectáculo. El viudo estaba muy preocupado por ella. Madame Edith se caía a pedazos, se le cascaba la voz, se le desarmaba el vestuario, se le olvidaban los parlamentos. Tenía ese garbo de las actrices antiguas y su actuación, otrora impecable, por alguna razón,  aún seducía a esta audiencia de hombres brutos, quemados con este sol que escaldaba los ojos y los pensamientos. Escupían en el suelo, tosían como condenados, decían palabrotas, pero cuando la Madame alzaba su voz en los largos monólogos de las tragedias que le gustaba personificar, todo quedaba suspendido en el aire caliente del teatro, que se  callaba completamente para escucharla. Era la mejor parte del negocio y se estaba perdiendo.

Yo estaba cansada de estar en bambalinas. Cansada de la tarea inútil de ubicar a los actores en situación. Cansada de  repetir «no confunda eso que es de Orestes y esta noche hacemos Macbeth. Por amor de Dios, si los mineros no son tan ignorantes y después de la quinta función, se saben los parlamentos de memoria…» Limpiaba la caca de los perros, planchaba los disfraces de los actores y miraba por la ventana chiquita de atrás, cómo el viento formaba remolinos de tierra, olvido y muerte. Estaba cansada de ser la ayudante del apuntador. Estaba cansada del olor a naftalina, de la mierda de los animales y los hombres, de las exigencias de Madame Edith y su escupidera colorinche donde iba botando lo que le quedaba de sus pulmones. Jovita se burlaba de mis alegatos y mis sueños y me explicaba que lo único que había para soñar en ese lugar olvidado éramos nosotros. En esta tierra ruda, asolada, achicharrada de día, aterida de noche, mancillada por el oficio de las minas, estábamos para entretener. Para vender un sueño imposible, mientras el aire se enrarecía de sudores y pis. Si te quedas con un pampino bruto, me decía, mira como vas a terminar. Mira a sus mujeres solamente. Escucha los llantos de sus chiquillos. Ella era la única en la Compañía que no había mentido en su origen. Venía del puerto. Creció comiendo pescado y machas crudas, cosiendo redes y aprendiendo canciones repletas de palabrotas con sus medioshermanos. Nunca fue a la escuela. Cuando se refería a sí misma lo hacía usando la palabra «bruta». Tenía un gran corazón. Juntas tomábamos limonada con hielo que sabía a monedas de cobre y masticábamos la arena que se metía en la boca, los intersticios de la piel, entremedio del cabello y hasta en el corazón.

Me recogió el viudo. Creo que no lo he mencionado todavía. Yo tenía diez años y el viudo acababa de perder a su mujer. Madame Edith era tan vieja como hoy y el resto de la comparsa de entonces, se fue perdiendo de pueblo en pueblo, como cuando se pelan los árboles en otoño. Estaba Tomasito, con su voz de pito y sus canillas peludas, de familia de payasos, aspirante a primera actriz. El Gran Sergio Rodríguez, mago originalmente, según él heredero de un linaje de actores que se remontaba a la llegada de Colón, pero incapaz de decir una línea estando sobrio. Jovita aún no llegaba y la Meche Escobar, contorsionista de profesión, actriz sin mucho talento, se perdió una tarde de invierno entre el barro y la lluvia del estero de Santa Juana. No quiero hablar de ella. Esos son los que más recuerdo y será porque no están con nosotros ahora, excepto la Madame, con sus arcones de marinero y sus exigencias de prima donna. Recorrimos cada pueblo, cada estancia, cada caserío. Éramos un circo en miniatura, con los perros equilibristas, el perico que contaba en esperanto y la gata bailarina, hasta que don Martínez decidió convertirnos en una compañía respetable. Ahora te digo por qué.

N de la R: Esta entrada es parte de mi proyecto de término del Taller de Literatura. Viene otra parte más, en la siguiente entrada. Voy a probar el género de la novela por capítulos, a ver qué sale. Les agradezco su atención.
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