Cuando sentí el embate de su sexo, sólo alcancé a dar gracias a Dios por haber nacido, como había imaginado que debía ser. Su voz llenó los rincones de mi mente y la certeza de sus manos trajo el sudor a mi espalda. El ruido de la ciudad era como el de las olas del mar. Lo sentí tan parte de mí, como cuando se abraza una quimera, me sentí tan suya, como cuando la sensación de libertad no alcanza para cubrir el precio del amor.
Iba premunida de un libro de tapas ajadas, para matar el tedio de la espera. El balcón daba a la avenida. Las horas muertas anteriores sólo habían dado rienda suelta al deseo. Aquel primordial y salvaje. Aquel que sus obscenidades dulces habían martillado en mis oídos, por semanas. Imaginaba, a medida que avanzaban las páginas y el tiempo, su voz rozando los espacios escondidos de mi cuerpo. Por instantes infinitos, le amé. Con la fuerza de aquellos que han sobrevivido; con la constante de los tiempos; con el rumor definitivo de la ciudad que me rodeaba. Te he esperado desde tiempos nebulosos y distantes, dije en voz alta, cuando el ruido del teléfono y su voz me trajeron de vuelta a esta realidad.
Acaricié su rostro, cuando estuvo frente a mí, en el balcón, mientras su voz llegaba con preguntas irrelevantes, datos sin sentido en la naturaleza de este encuentro. Buscaba sus manos, buscaba su esencia y cuando por fin pude holgar sobre su cuerpo, los sueños alimentados por semanas tomaron el control de mi persona. Se convirtió en un experto en mí en los segundos posteriores, mientras su voz me iba trastornando. Siempre tuvo esa capacidad. Ahora, se regodeaba de ella y me penetraba con la libertad de quien se sabe deseado.
Resistí el asalto de su masculinidad con estoicismo y vehemencia, mientras el sudor inundaba nuestros cuerpos. Escuché el latido de su corazón, bebí su transpiración. Abajo, la ciudad se iba calmando. Cambiando. Cambió él después del receso de la pasión, después de contarme sus secretos y verme más allá de mi propia desnudez. Cambió todo en un segundo. Como cambia la vida, las estaciones, el mar.
Aún tengo su olor, tatuado en mis manos, entre mis muslos, dentro de mi propio corazón. Aún no termino el libro de tapas ajadas y aún escucho en sueños sus palabras. Aún extraño esas frases lujuriosas que insuflaban mis deseos. Aún pasan muchas cosas, como en aquella avenida, donde la ciudad sigue martillando los recuerdos, como las olas en el mar.