Sofía

Sofiiiiaaaaaa…. Franco abre y cierra sus dedos como un niño y la persigue por la pequeña habitación. Sofiiiiaaaaaa, insiste y ese nombre le sabe a todo. No tiene la menor idea que a Rafael ese nombre, le sabía también a guerra.

Sofía, capital de Bulgaria, le atrajo desde la primera vez que la olió, como le pasó a Franco con esta Sofía. Don Giuseppe le había advertido de estos incordios de la vida.  A él le había sucedido, pero no fue capaz de prevenir al nieto de los avatares de un corazón insuflado de amor. De ese que duele si no lo tienes, de ese que lastima, que no olvida, que se pega a tu piel y tus recuerdos. Que se enrosca entre tus carnes y es parte de ti.

Sofiiiiaaaaaa. Ella ríe con esa sonrisa arrebatadora y suave. Con aquellos ojitos tímidos, pero fieros. Y lame la mano. Pasa su lengua pegajosa por la mano de Franco. Los avatares del destino, pregonaba don Giuseppe. Seguro no tenía idea de estos avatares. El LCD  disfrazado en el póster de la película se cortaba en pedacitos iguales y cada uno es una dosis. Somos- la-voz-de -Dios, vociferaba Franco por el parlante del viejo gramófono, antigüedad atesorada por su abuelo, entre muchas otras cosas valiosas. Porque si algo había en la vida de Franco era dinero. Dinero y nada más.

Los cuidados de la Rosa no fueron suficientes para quitarle el frío del corazón y la porfía del carácter. Los correazos de don Giuseppe tampoco fueron suficientes. Esa pena de mierda. Esa lástima maldita. Los padres muertos, el niño abandonado. El cliché tan típico. Tan repetido. Luego de la zurras… los perdones. Luego de las cagadas, los abrazos. Don Giuseppe estaba viejo, cansado, perdido, agotado, podrido.  Entre sus penas de hombre viejo, de viudo amargado y de viajero empedernido se hacía un tiempo en la precariedad de su corazón para darle cabida a este chico.  Pero el chiquillo era demasiado, aunque parte de su propio corazón. ¡Su familia! Pregonaba. Lo más importante… Pero no le alcanzaba el carácter para enrielarlo. Hasta que un buen día se dió por vencido y lo dejó al descampado de la vida, sin más ayuda que los ceros a la derecha de su abultada billetera.

Cuando Franco llegó a la edad de beber solo, lo hizo y en grandes cantidades.  El líder. El que mueve las masas. El héroe. El más bello. El más galante. El más loco.  Con su banda de hip hop recorriendo la ciudad. En especial los barrios bajos. Lo más abyecto, lo más vil. El barro. Los campamentos. Los hacinados. La violencia. Las drogas duras. Las peleas. Los desfigurados. Los sin esperanza. El dolor.

Sofiiiiaaaaaa. No le costó nada conquistarla, pero fue un dolor enamorarse de sus ojos cargados de Kohl y pasar por alto sus desaires. Y el padre. El padre.  Rafael era un buen hijo de puta. Había visto la expresión de su rostro muchas veces. Era un mal parido. Un engendro vestido de caballero con la entrañas al rojo vivo. Amaba la violencia más que a nada en el mundo y pregonaba de moral y buenas costumbres, con el sexo al aire. Un incordio, hubiera dicho su abuelo. O tal vez no hubiera dicho nada, porque don Giuseppe llevaba el mismo diablo entre el pecho y la espalda. Como él. También.

Sofia. La niña de mis ojos. Mi único corazón. Eso gritaba ronco en sus canciones que le sabían a gloria. Llevaban tres semanas en el departamento y era el tiempo más maravilloso que hubiera podido recordar. Cuando empezaron las llamadas de su familia, Franco le preguntó qué quería. Y se le heló la sangre cuando ella dijo: «Sólo tú». Era lo que esperaba, pero no sabía lo que significaba. Y se sorprendió de lo que encontró. Ahora no podía separarse de ella.  De esta Sofía contestataria, alucinante, alucinada. Bella, frágil. Sólo su voz le alimentaba. Y sus excesos. Cómo le gustaban sus excesos. Don Giuseppe le dijo que basta, pero estaba tan lejos y eran tan poco importantes sus palabras. Hasta que el viejo lo despertó una mañana en sueños y le dijo claramente, ahora hijo mío, vas a ver lo que yo he sufrido.

Fue entonces cuando Sofía empezó a vomitar por las mañanas. En su desespero, alguien les dijo que buscaran a Sandra.

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Baghdad. La Noticia

Michael siempre recuerda a Sean como si se tratara de un hermano. Ese  hermano que nunca tuvo. Ese hermano que le hace falta ahora que apreta entre sus manos el reloj que le dejó. Se ríe sin querer mientras lee lentamente y por tercera vez la carta que le escribió desde Bagdad. Hablaba del polvo de los caminos, de la abulia de sus soldados y de un curioso corresponsal que se empeñaba en seguirlos a todas partes y que tuvieron que amenazar con rifles cargados para que dejara de perseguirlos.

La suerte estaba hechada, decía a menudo, como aquella vez cuando lo subió de un tirón al bote que bogaban en aquel río cerca de Colorado. Michael no recuerda el nombre del cauce, pero sí  que las aguas estaban heladas y que su borrachera se le espantó en un segundo. Levantó su copa a unas chicas que iban cruzando el puente carretero justo sobre sus cabezas. Ellos habían consumido más ácido del aconsejable y bebían lentos sorbos de ginebra. Michael hizo una reverencia afectada, alzó su copa en un elegante brindis y de pronto perdió el equilibrio. Sus gruesos pantalones de pesca lo arrastraron al fondo. Sean era corpulento, pero el esfuerzo de levantarlo para no perderlo entre los rápidos, le hizo sangrar su nariz. Tal vez había sido mucho ácido. No importaba. Rieron hasta perder el aliento.

Ahora Sean ya no estaba. No quedaba más que el reloj que dejó entre sus pertenencias ese día, antes de salir con su batallón. El artefacto había reflejado el sol un día durante una excursión de reconocimiento y el simple brillo puso en peligro a toda su compañía. Michael nunca entendió como rayos Sean se había hecho soldado y con qué rapidez escaló en el rango. Era su hermano, su mejor amigo. Su cuerpo había quedado regado en el suelo seco y polvoriento de Bagdad, junto con ocho de sus soldados. No tenían ni una chance, dijo el capitán que le entregó el reloj, intacto, limpio, frío, con aquella correa de cuero que compraron juntos en México. Sí, México. El peyote, el tequila. Los mariachis y su chapuceo en un español patético y altisonante, mientras comian burritos bien condimentados.. . Ahora no estaba Sean para comer burritos. De hecho, aún no había descubierto ningún restaurant mexicano en esta tierra en la que se había quedado.  A su mujer no le gustaba la comida mexicana, ni a Sean le gustaba su mujer.  Tampoco le gustaba Joan, pero eso era distinto. Habia sido Sean quien habia visto al abogado de la familia abandonar a horas injustificadas la casa y había sido Sean con quien se topó Joan cuando compró el test de embarazo en la farmacia, mientras Michael estaba a cientos de kilómetros, sintiendo pena por sì mismo, declarando tres veces al día que era un maldito adicto y que su vida entera era un fiasco.

No tuvieron ni una sola oportunidad, repitió el capitán esa vez  y Michael volvió a escuchar las letanías del centro de rehabilitación y a ver la sonrisa de Sean cuando lo fue a buscar aquel día, antes de que se fuera a Irak, antes que Joan le pidiera el divorcio, antes de venir a Valparaíso, antes de que Sean muriera. Antes de todo.

En Bagdad, Michael miró con calma el campamento y tomó su cámara. Gastó dieciseis rollos de película y empacó. Guardó el reloj de Sean envuelto entre su diario y unos calcetines y se marchó. Todo olía a limpio. A  jabón de tocador. A sal de mar, en el medio del desierto. Caminó por la ciudad con extremo cuidado, saludando a los soldados que encontraba a su paso. Sean lo seguía en los recuerdos, escuchaba su voz. Lo veía en cada uniformado. Estoy alucinando buddy y no he consumido nada. No podrias creerlo. Se rió nervioso. Vió otra vez las aguas del río estrellándose contra su cara, aquella mañana de mayo, tantos años atrás.

No vas a creer lo que yo voy a contarte, le dijo la voz de Sean otra vez, mientras doblaba la carta con cuidado y se ajustaba el reloj en la muñeca. Era el mismo tono que usó para decirle lo de Joan y el abogado de la familia. Era el mismo tono.