Día de los Muertos

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De pronto el cielo empezó a cubrirse de nubes inmensas, grises, algodonadas. El aire se hizo de hielo y un viento del noroeste barrió con las flores del magnolio.

Estaba en el balcón, como había sido mi costumbre desde que llegamos a este pueblo. La única diferencia es que ahora acariciaba con esmero mi vientre, rogándote que no hicieras ni un movimiento. Rogando ver los ojos azules de Esteban entre la muchedumbre. Rogando que todo este sopor melancólico tuviera un final, como cuando se despierta de un sueño y rogando que los homenajes al finado don Lico dejaran a mi marido ocupado hasta bien entrada la madrugada.

La luz se fue de pronto y comenzó a llover como si fuera Julio. Lo que más me había costado al llegar a este fin de mundo había sido caer en cuenta que las estaciones iban al revés. Que cuando en mi tierra estaban cosechando los melocotones, aquí enterraban a los niños por epidemias de escarlatina, tos convulsiva y tifus.

Me pesaba el vientre y me pesaba la cabeza con el golpeteo de la lluvia. Imaginaba sin descanso los besos de Esteban, mientras doblaba, apurada, la carta que mi empleada le llevaba ese día, escondida en la canasta de la basura. Ella me miraba con piedad, tomaba mi mano temblorosa y me contaba una vez más que ese día de los Muertos nadie hacía ninguna algarabía en sus casas. Se guardaba el más respetuoso silencio. Nadie echaba palabrotas, ni se faltaba al nombre del Señor. Se recogían las flores más primorosas y se partía en romería a los humildes cementerios, a darle compañía a los que ya habían partido. Me había descrito mucha veces el pasaje donde iban a parar los niños. Pequeños ataúdes con crespones blancos, rosas y celestes. El llanto histérico de las madres, el dolor, el dolor y el dolor.

Esta tierra estaba marcada por ese sentimiento. Lo habíamos comentado con Esteban, cuando empezamos a pasear juntos por la alameda. Cuando tomaba casto mis manos enguantadas y yo podía sumergirme en la tibieza de sus ojos. Esteban. Miro por la ventana como arrecia el aguacero y siento que nuestro hijo se acomoda en silencio, para no causar ningún problema. Ha sido un niño maravilloso, desde que tomé consciencia de su existir. Siento que no me cabe en el pecho tanto amor, como no cabe en el alma la dicha de verte cada mañana, cuando abres tu tienda y me dedicas una larga contemplación.

Nadie le falta el nombre al Señor, dijo mi empleada y se me quedó su frase en la memoria, mientras seguía de lejos la pompa fúnebre de don Lico. La viuda y sus hijos pequeños avanzaban detrás de la carroza, pagada con los rastrojos de su fortuna. Iban lento. Sabían que cuando el hombre ya estuviera en su lugar en el cementerio, una nube de acreedores les caería encima, como enjambre de langostas.

Ahora llovía a cántaros. Tal como la tarde que empezó nuestra historia. Cuando entramos apurados, quitándonos la ropa… una señora como yo no debe hablar de esas cosas; como tampoco debería estar encinta de quien no es su marido.

El cortejo avanzaba a paso cansino, hasta que los perdí de vista. Don Lico va a tener un lugar a este lado, donde sus deudos puedan ir a acompañarle. Donde puedan dejar un ramo de flores y rezar un Padrenuestro con sentimiento. Mis muertos están muy lejos; como están los tuyos, Esteban. La muerte nos obsesionaba. Nos sigue las pisadas muy de cerca, dijiste un día. No teníamos dónde llorar a los que nos habían dejado. Estaban lejos, al otro lado de este mar inmenso que nos había hecho replantear nuestra existencia. Nuestros muertos yacía abandonados. En un cementerio sin lápida ni nombre. Sin nadie que junte las letras de un Padrenuestro…

Tuve que cerrar de golpe los postigos. El viento azotó los suaves pétalos de mis magnolias y las arrancó de golpe. Vi como la fuente se fue llenando de ellas, como la lluvia causaba estropicios en la quietud de sus aguas. Se abrieron las nubes de pronto, en un último y agónico suspiro del día que ya se iba.

Pensé en ti, papá y tu lápida sin nombre. Henry la dejó de esa manera, para castigar tu suicidio. Tu falta de valor para enfrentar las deudas que te había dejado el exceso de confianza. Pensé en la joven viuda de don Lico. Ella le daba la mano a lo incierto. Este último despunte de luz seguro no le traería ninguna conformidad. Largos eran los días que le quedaban por delante. Dolorosa era la afrenta de pagar “las deudas de un caballero”

Se iría en silencio y con recato. Eso yo ya lo sabía. Dejaría sin mirar atrás, el fantasma de un marido que la había sumido en el escarnio y la burla, pero al menos había tenido a bien morirse cuando aún les quedaba algo. Su borrachera y la golondrina que anidaba en el techo de la farmacia hicieron el favor de despacharlo.

Al irse, renunciaba a tener a dónde rezar. A dónde buscar consuelo y respuesta a las preguntas que acompañan a los que se han ido de repente. Ella lo iba a hacer por su propia voluntad. Yo, había sido arrastrada por una promesa en el lecho de muerte y por el pavor de una vida en la pobreza o el claustro.

Ahora, mi consuelo estaba justo aquí, en mi vientre. Iba a afrontar lo que fuera necesario para tenerte a mi lado. Renunciaría a mis recuerdos, mis muertos, mis fantasmas. A eso y a todo lo que fuera. Eres mi fuerza vital. Mantener la frente en alto se me hace indispensable y me crea el hábito del valor. Camino nuevamente por el corredor. Aspiro el olor que dejó el aguacero. Cierro los ojos y pienso que nadie encenderá una vela por el descanso del alma de mi padre, y en su nombre, en el nombre de mi tranquilidad y de la luz maravillosa que siento en mi interior, busco los cerillos, desbocada, antes de que muera la última luz de este día.

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El Cachorro de Hombre

Apagó de un soplido, resignado pero firme, los dos cirios que velaban el ataúd de sus padres. Había sido una tragedia, decían todos y no se cansaban de acariciar sus cabellos y de besar sus mejillas. El pequeño estaba conmovido, pero una mezcla espesa y gruesa le taponaba los pensamientos, le impedía llorar y le daba a sus acciones un dejo automático y distante. Todos le miraban. Incluso sus dos hermanas, con los ojos arrasados por las lágrimas. Ellas se habían negado a comer, se habían negado a moverse de las sillas ubicadas al frente de los cajones de madera apenas cepillada, que contenían los cuerpos sin vida y se mantenían como cautivas en un sueño recurrente, que no las dejaba volver a este mundo. Los asistentes al sepelio depositaban ofrendas de dinero en sus faldas, como si fueran míticas imágenes consagradas al sufrir, ofrendas que ellas dejaban caer al suelo, exánimes sus manos, con una conciencia de conformidad tan abismante que parecían espectros, condenadas a una existencia de dolor.

Todos se habían dado cuenta de ello y sentían una profunda pena. Los pañuelos eran insuficientes para enjugar tantas lágrimas y aunque las visitas se había ido retirando con cuidado y con respeto, la casa entera era un total despelote, sólo el pequeño había tomado conciencia de la inmeditez de la vida y deambulaba prendiendo luces, armando camas, cortando panes, poniendo leños en la lumbre, cerrando las cortinas, estrechando manos piadosas que le daban un sentido pésame y recogiendo con suma discresión las monedas y los billetes que caían de las manos sin fuerza de sus hermanas. Algo le martillaba por dentro, algo que fue capaz de romper esa costra dura en la que se había convertido su corazón y que le gritaba, le estremecía, le abofeteaba con furia en una sola consigna: hay que seguir viviendo. Esto no se termina aquí. Esto era apenas el comienzo.

Escuchó esa sentencia por días, después de que todo se hubo decantado y el dinero se hubo terminado. Después que sus hermanas se recobraron del sopor y empezaron a probar una libertad que nunca antes había saboreado. Desaparecían de la casa, volvían días después y no les preocupaba en lo más mínimo el estado general del que alguna vez habían llamado hogar. Él era el único que trataba de mantener todo como estaba, pero sus suaves y tiernas espaldas eran demasiado pequeñas para una empresa como esta.

Todo se fue perdiendo, los cubiertos, los platos de porcelana, la ollas y los sartenes, los muebles del gran comedor, todo fue desapareciendo como si estuviera siendo succionado por una fuerza misteriosa que se los tragaba en los momentos en que nadie estaba en la casa. El chico estaba perplejo, desorientado, se sentía parte de un naufragio que había acontecido sin previo aviso, ajustando las jarcias de un barco que se hundía irremediablemente. Estaba solo, acosado por el miedo, la soledad y el frío. Sus hermanas… brillaban por su ausencia.

La maestra se dio cuenta de sus faltas y trató de hacer algo al respecto. Averiguó con sus compañeros dónde vivía y fue a verle. El bultito sentado frente a la lumbre apagada, le conmovió más de lo que hubiera esperado. Se arrodilló junto a él, le secó las lágrimas saladas, limpió su carita sucia y le tomó de la mano, lo invitaba esa noche a su hogar, a un plato de sopa caliente, a una bañera con agua limpia y a una cama, para honrar los recuerdos de lo que alguna vez el chico consideró como hogar y que se empecinaba en mantener a flote, aún en esas condiciones.

Al día siguiente le acompañó al Ayuntamiento. Intentó explicar su historia al alcalde, pero el chico abogó por sí mismo. Quería estudiar, dijo con la voz de un titán, quería ser un hombre de bien, tener una familia, un trabajo decente y un lugar donde llegar, a estirar sus piernas cansadas, después de la jornada laboral. En sus hermanas ya no podía confiar ni contar. Habían decidido vivir sus vidas de una manera absurda de acuerdo a su párvulo entendimiento. Él quería cuidarlas a ellas, eran parte de su familia.  Ellas no querían ser cuidadas por nadie, sentenció.

El chico tomó asiento y respiró contraído. El alcalde y la maestra se quedaron de una pieza. El hombre llamó a su secretaria y al oído le entregó una instrucción. Les pidió que esperaran en la antesala, donde los viejos asientos de cuero color café perfumaban todo el cuarto. Estrechó la mano mínima y flaca del pequeño y enjugó una lágrima. Llegó a su casa para el almuerzo y fue ahi donde me contó esta historia. El pequeño cachorro de hombre, como lo bautizó con emoción, se había ganado su apoyo incondicional.  El ayuntamiento le proveería de una pensión, que se decidió llamar beca, para no ofender el alma valiente de este pequeño y la maestra sería la encargada de proveer casa, comida y abrigo. Lo que quedaba de su vivienda sería adquirida por el pueblo, a un precio justo y razonable, dinero que luego sería depositado en una cuenta a nombre del chico, para que pudiese retirarla cuando fuera mayor de edad.  Estaba emocionado, lo recuerdo bien. Tenía la silueta del niño dibujada en su mente.  Sus palabras, su valor lo conmovían. Ahora, dijo, antes de soltar el llanto, ese niño podrá iniciar su camino en esta vida. Ahora, podrá hacerlo con confianza y sin temor, dijo en tono de discurso. Tiritó su voz en la última palabra y tuve que alcanzarle un paño de cocina. El pequeño Cachorro de Hombre ahora estaba a salvo. Mezcla de emoción y alegría eran esas lágrimas. Yo lo sabía de antemano, pero no dije nada para no arruinar el momento.

Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

En tu Nombre

Todo pareció detenerse. Las circunstancias te invalidaban, pero nada podía contra tu agudo sentido, tu palabra siempre elocuente, tu mente luminosa y fugaz. En la aparente inamovilidad de los sentidos y del mundo alrededor, reflexionaste y lo planificaste todo. Me imagino que leíste el reporte del tiempo y elegiste tu ropa más cómoda. Este tiempo estéril y aplastante estaba por concluir. En la certeza de tus ideas, así iba a ser.

La crónica del periódico anuncia en cuatro líneas tu decisión, una tarde de domingo, de un día de abril, en que el sol alumbraba con benevolencia, la misma que buscaste para tu difícil situación.  Aprendiste que los mundos internos coexisten en un delicado balance, que siempre explicaste con tu oratoria apasionada. Siempre fue fácil hablar contigo, nunca fue fácil llegar a la médula de tu corazón.  Tu sufrimiento interior te traicionó, la lucha entre tus creencias y vivencias te estremeció definitivamente y tomaste la decisión de sacrificarte para no lastimar a nadie.

Te fuiste cargado de simbolismos, como fue siempre tu discurso y tus dibujos. Como era la prosa que gozabas, los poemas que creabas, los trazos de luz y sombra en tus diseños. Te balanceaste entre esta vida y la siguiente y decidiste quedar más allá de nuestro mundo finito, pagano, irredento, cruel. Mundo al que nunca te acostumbraste. Mundo que nunca se acostumbró a ti.

Quedan las líneas del periódico, queda el informe del forense, queda tu figura congelada en el árbol de arrayán, que soportó tu peso cuando te colgaste, queda el trozo de soga y tus zapatos, queda la cara de perplejidad de los paseantes al verte ahi sin vida. Quedan las preguntas todavía, quedan los recuerdos y las dudas. Quedas tú, aún revoloteando entre nosotros, con tus pasos silentes, tus manos de dedos redondos y ágiles. Quedas tú y las preguntas. Quedamos nosotros aún. Buen viaje, amigo mío. Te agradezco la generosidad de tu corazón, la palabra siempre dispuesta, los buenos deseos, el más allá.  Te agradezco todo eso con este don que nunca supiste que existía. Buen viaje, mi querido Juan.

N de la R: Esta entrada ha sido escrita en memoria de Juan Araya Brizuela, quien falleció el día domingo 11 de abril de 2010, a los 52 años. Amigo querido y generoso, tomó esta, la decisión más dura y partió por su propia voluntad. Agobios económicos, según la carta que estaba en su bolsillo, justifican su decisión. La nota que me enteró de su muerte, en este link :http://www.diariollanquihue.cl/prontus4_nots/site/artic/20100412/pags/20100412095335.html

Entre los Muros

«Nació viva. Vivió dos horas. Hija de María Isabel y José de la Cruz. Rezad por ella», decía el papelito escondido entre los pliegues de la sábana de lino, que se mantuvo en su sitio gracias a los bordes de la cajita de madera. Ahí se quedó, hasta el gran remezón.

Sólo seis meses había logrado María Isabel acoger a esta criatura en su vientre. Porfió por salir esa noche de agosto, cuando el invierno aún no abandonaba los campos y la lluvia se metía entremedio de los muros, que olían a cal, arcilla y humedad. Nadie llegó a socorrer a la pobre madre y sus gritos se perdieron en la gran casona de adobe, absorbidos por el silencio de los patios y el continuo martillar de la lluvia. La criatura se desplazó entre sus piernas y el cuerpecito mortecino, de ojos cerrados, no emitió ningún sonido.  Descansaron ese momento y los siguientes, mientras la lluvia seguía, monótona, aletargando todo.

La madre tomó las manitos de puños cerrados y las sintió frías. El brasero de latón estaba al rojo vivo, en el medio de la habitación, mientras una jofaina con agua caliente llenaba el aire de vapor. Trató de frotar las manitos, pero las sintió lacias y exánimes. Acarició la carita, pero estaba helada. Se incorporó lentamente y en un instinto primordial, acercó la criatura a su pecho. No hubo reacción. Abrazó al bultito y se dio cuenta de que ya no tenía vida. 

Entonces vino el dolor, golpeando tan hondo que la inmovilizó. Lágrimas saladas aguaron su cara y sólo el calor de la habitación mantuvo su semblante con color. Jose de la Cruz entró, con sigilo, al cuarto en penumbras. Los hombres estaban vedados en estas labores y él mantuvo su lugar en las afueras, atizando la lumbre en la cocina y fumando un cigarrillo. Escuchó los gritos del alumbramiento, como había escuchado tantos otros, en las mismas circunstancias, pero el llanto histérico que vino después, lo alertó y le anunció, antes de que entrara, que había ocurrido una desgracia.

Preparó un pequeño cajón, sin pensar en lo sucedido, hipnotizado por la lluvia y por el viento que ahora se colaba entre las rendijas de la puerta. Escuchó a lo lejos a los terneros y se concentró en su labor. María Isabel, profundamente conmocionada, ya no era capaz de emitir un sonido. Abrazaba a la criatura sin vida, mientras caminaba descalza y sangrando. Él tuvo de obligarla a depositar a la pequeña en la cajita, arrancándola de sus manos.

Un revoltijo de pensamientos le acezaban, como flamas abrazando un tronco. Escuchaba voces entremedio del silbido de viento y cargaba la caja a través de la casa, caminando sin rumbo, recorriendo los patios mojados, intentando elevar una plegaria por el alma diminuta, que había abandonado esta tierra en tan poco tiempo, pero era inútil. Nada le salía. Estaba perturbado. Tanto que no fue capaz de depositarla en la tierra blanda, al lado del rosal, sino que decidió dejarla entremedio de los muros, tapada con papel periódico y restos de arcilla y cal, en la esperanza de que la pequeña se despertara y consolara a su madre y él pudiera borrar de su mente las escenas que había presenciado,  extraerse de este recuerdo y volver al minuto antes de que empezara el aguacero.

Guardaron silencio por muchos años, pero no olvidaron la caja que estaba en el muro, mientras una sensación de dolor y profunda turbación les embargaba, año tras año. Cada vez se preocupaban de cubrir con cal y adobe, hasta que finalmente se fundió como parte de la casa, como se había fundido en sus recuerdos, como la tenían en sus corazones mudos, en sus sueños silentes.  No le contaron nunca, nada a nadie, pero jamás la olvidaron.

La noche del terremoto, la casa entera se vino al suelo, con los recuerdos, con las alegrías, con los ruidos, con los secretos, con la vida. Los rosales del patio quedaron sepultados y una vez que todo quedó en calma y el silencio sepulcral se rompió, cuadrillas de bomberos recorrieron los escombros, buscando con perros y detectores, cuerpos atrapados y una esperanza de vida.

La punta de la nota se deslizó por entremedio de lo que quedaba de una muralla del gran caserón: «Rezad por ella»  y fue el joven rescatista que la vio. Hurgó con calma, mientras su perro descansaba a la sombra. Pensó encontrar aquellos antiguos íconos de santos, que la gente atesoraba desde los tiempos de la Colonia, pero en su lugar vio, primero, la sábana de lino, amarillenta por el paso de los años y bermellón, por los restos del muro. Ahogó un grito en la entrada de su boca, cuando lo que quedaba del cuerpo de una recién nacida, salió entre los pliegues del trozo de tela. El papel con la nota cayó al suelo y la recogió. Rezad por ella, leyó en voz alta el rescatista y yo se los pido a ustedes, por esta tierra devastada y por un lugar donde ya no queda nada para recordar.

N de la R: Esta historia fue inspirada por un hallazgo increíble, descubierto en la localidad de Chimbarongo,  después del terremoto del día 27 de febrero. La nota periodística completa, en este link: http://diario.elmercurio.cl/2010/03/18/nacional/nacional/noticias/d7b53b52-15ef-49bb-87da-efdbc7eae536.htm

Determinación

Había visto a los abuelos nuevamente. Sentados con mansedumbre en el banco de la plaza, con sus manías vivas. Tejiendo crochet la abuela Yolanda y liando un cigarrillo, el abuelo Miguel. Los vio claramente, tal como los recordaba y entendió su propósito.

Dejó el libro de Hemingway en la ventana y analizó concisamente los últimos treinta y seis años de su vida. Destacó las férreas amistades y el amor. Las relaciones largas y fructíferas que duraron lo que tuvieron que durar. Aún quedaban gotitas de esos amores inundando su corazón y le sabían a dulces recuerdos. Aún estaban las preguntas sin resolver de por qué no había terminado una carrera, cuando la inteligencia era un don familiar que no costaba utilizar.

Con empleos de mediocre desempeño, quedaba siempre la buena impresión y el gusto innegable por el tiempo compartido con colegas, subalternos y jefaturas. Todo prístinamente congelado en un recuerdo que se iba sumando a los otros, que conformaban su vida. Sentía que había sido una buena vida. Sencilla, constante, sin sobresaltos. Con visión poderosa de los rencores del alma y de la férrea voluntad de deshacerse de ellos a como diera lugar.  Se sintió siempre a gusto en compañía de los viejos y tal vez por eso fue quien más sintió la partida. Las tardes de dominó y recuerdos, matizados por té con pan tostado untado con manjar, eran citas necesarias cuando las hormonas adolescentes hacían su agosto en las convulsiones del corazón. El olor de los viejos le sedaba, la voz cansina, las manos cubiertas de venas. Se estaba tan a gusto, mientras el olor de las migas quemándose, inundaba todo el lugar.

Traspasó nuevamente la visión de la ventana. El helecho prehistórico, de dimensiones colosales, que le daba al patio trasero de su casa un aire a selva siempre virgen, impoluta, misteriosa, callada y olvidada. Tal como se había olvidado de los recuerdos minuciosos de su vida. Intentó tomar el libro nuevamente y leer las páginas siguientes, pero la voz en su cabeza martillaba con furia. ¿Cuál era su destino?. Cuál era el propósito de su existir, si sentía un cansancio grave, como si hubiera vivido una vida entera y aún faltaban siete días para cumplir los treinta y siete. 

Miró sin ver y se concentró en el croar de las diminutas ranas, los pasos de la gata en el tejado y las ínfimas gotas de lluvia que se dejaban caer. Se sintió solo, desnudo, quebrado, infeliz. Sin un propósito claro, sin un norte, sin un por qué luchar. Respiró hondo y llenó la bañera. Mientras corría el agua, recordó vapores de la misma condición inundando los espacios del placer y del amor. Aguas calurosas, aguas frías. Sonidos de ríos cordilleranos, fuentes inagotables de olores infinitos que se posaban lentamente en su piel, en una sensación de díficil dimensión. No había nadie que preguntara en qué piensas. No había nadie que confortara sus pensamientos. Sólo el libro, la bañera, los pasos de la gata en el tejado y la lluvia.

Entró a la tina lentamente y se quedó por minutos eternos. Levantó la vista y allí estaban de nuevo. La abuela Yolanda desenrredando la madeja de estambre y el abuelo Miguel tosiendo y limpiándose la boca con el dorso de la mano, tomando, lentamente, con la otra, su novela; examinándola con detención y curiosidad, con ese gesto tan suyo. Volvió a pensar que nadie le extrañaba y que él extrañaba demasiado a tan pocos. Que la vida no tenía un propósito claro y que fuera de estas paredes, no valía la pena seguir.

Le llegó la frase concisa y breve. Clara y simple. Salió desnudo, mojando el piso. Se acercó al clóset y la encontró. Comprobó su estado y volvieron juntos al baño. Allí estaban los viejos todavía. Los miró con calma. Entró al agua y supo que sería sólo un segundo. Luego, podrían descansar. 

Noche Vieja

Me vestí con la faldita de colores que tanto te ha gustado. Acomodé mi pelo en un moño, en lo alto de mi nuca y apliqué rosa pálido en mis labios y me asomé a la cocina a ver cómo iban las lentejas.

En el camino, pensé en lo que se había ido. En las penas y las alegrías, en las discusiones y las dulces reconciliaciones. Hice un alto especial al recordar en los que no iba a abrazar nunca más y mi corazón se llenó de lluvia. Me pasaste la toalla de un abrazo y con el vapor de la olla, se fueron los malos momentos y todo lo que quiero olvidar.  Me quedó la esperanza y la dicha, representada en tus ojos, de azul profundo a verde esmeralda, veleidosos y cambiantes, como ha sido el mundo, como ha sido este año que se va yendo apuradito, sin que nos dé tiempo para largos discursos y despedidas.

Espero el goce, espero la champaña helada y el ponche a la romana, el asado de cordero y las risas francas y sonoras. Espero beber hasta que se me caigan las cejas con la copa de cristal donde descansa mi anillo de brillantes y espero despertar a tu lado, abrazada a tu corazón. Espero que la noche vieja nos regale una hermosa luna llena y que permanezca hasta la próxima la compañía de todos los que han estado conmigo y me han regalado, cada día, dicha y abrazos.

Mientras aguardo a que se escuchen las campanadas y las sirenas de los bomberos y a que revienten los primeros fuegos artificiales, agradezco por lo bueno que me ha pasado. Me tomas de la mano y brindamos.

Confutatis

pasillo hospital

Es la hora más pesada de este turno. Por años ha sido siempre igual y por más que se ha esforzado, no ha conseguido encontrarle ni un mínimo de razón. Se pasea de una punta a otra del pasillo, escuchando las máquinas que le van dando vida a corazones que se niegan a latir, a pulmones que no quieren o ya no pueden respirar. Víctimas dolientes de accidentes de diversos tipos. Pacientes saliendo de sus cirugías. Enfermos terminales en los últimos estertores de su existencia. El anestesista aguarda también, escondido en una mínima oficina, comiendo galletitas saladas y escribiendo crucigramas en servilletas de papel.

Su beeper se activa en el minuto menos apropiado. Estaba por entrar al baño. La llamada viene de Emergencias. Corre por el pasillo, tratando de minimizar el ruido de sus pisadas. El equipo ya está en sus posiciones y la ambulancia acaba de entrar. Ha sido un tiroteo, informa el paramédico al depositar la primera víctima.

Sus pensamientos la evaden, como ha sido siempre su costumbre en estos procedimientos, a la infancia de su hijo. El campo lleno de malvas. El perro corriendo. Gaspar, presa de un ataque de risa, persigue a un pobre abejorro que lucha por tomar altura pero no puede; ha sido demasiado codicioso, apenas puede con su peso. Sus colores naranja y amarillo se destacan contra la luz de la tarde. Gaspar tiene sus mejillas coloradas y una gota de sudor le marca un zurco dramático en su frente, cubierta de pasto y tierra. Ella ríe francamente y le abraza. Caminan de vuelta a casa. El vecino, veterano de la gran guerra, ya está escuchando el concierto. Se sientan en el porche, mientras  Gaspar saborea una malteada y ella le limpia la cara con un trapo de algodón. El aire es suave y tibio. El sol ilumina la tarde en reflejos que se  sumergen en el agua del estanque. El perro suspira cansado y se estira a sus pies. Es Mozart, le grita el vecino, más para escucharse a si mismo que para darse a entender. Una granada estalló a diez centímentros de su cabeza. Le costó el oído y dos matrimonios. Es Mozart, insiste, gritando sobre el coro, que ruega por la piedad del Señor. Gaspar desdeña la pieza y se dirige al interior de la casa. El perro suspira nuevamente. Ella permanece sentada, con su copa de vino blanco, mientras el coro clama: «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis; voca me cum benedictis; oro supplex et acclinis; cor contritus quasi cinis; gere curam mei finis»*

¿Quién te ha pedido que vengas? le sacude el residente. No debes estar aquí. Llamen a otra enfermera. Vete por favor. NO DEBES ESTAR AQUI. ¿Qué ha pasado? Ha sido un tiroteo. Vete de aquí. Es una orden.

En la confusión, uno de los camilleros le golpea la cara. Se dirige al baño. Observa el moretón y trata de explicarse porqué el médico ha rehusado su presencia. Recuerda que no hay nada para desayunar en su hogar. Su turno termina a las siete. Tal vez encuentre algo abierto, pero Gaspar ha de estar durmiendo para entonces. No sabe en qué minuto dejó de conocer a su hijo. En qué momento perdió su pista y se convirtieron en dos extraños.  Ese viaje no le hizo ningún provecho. Su amistad con Rick y toda esa historia torcida, era más de lo que podía soportar. ¿Dónde estaba el niño amoroso y suave que limpiaba sus lágrimas, mientras ella luchaba por salvar su matrimonio? ¿Por qué este joven rubicundo pero cruel llegaba a su casa con relojes costosos y totalmente fuera de si. El tatuaje fue la gota que rebosó el vaso. La figura de una calavera con dientes de oro y los ojos llenos de violencia y maldad. ¿cómo había sido capaz de grabar en su cuerpo algo asi? Recordaba perfectamente el momento. La sonrisa de orgullo. Los ademanes. Era terrible. ¿Dónde se había ido? ¿Por qué lo había perdido? ¿Dónde se había equivocado? ¿Cómo podía deshacer todo y volver a los hermosos veranos cuando escuchaban juntos los conciertos que venían de la casa del vecino sordo? Cambiaría todo por esos momentos preciados. Todo. Lágrimas de frustración y ahora, de dolor por el golpe accidental, le nublan la visión. Quisiera tener todas las respuestas. ¿Por qué le habían conminado a salir de la sala de emergencias? Su teléfono movil empieza a sonar. Contesta sin muchas ganas.

Corre por el pasillo nuevamente de vuelta a Emergencias. El anestesista escucha un concierto para no quedarse dormido. La ve pasar corriendo. Ella escucha vagamente. Sabe bien cuál es. La música llena todo el hospital: «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis; voca me cum benedictis; oro supplex et acclinis; cor contritus quasi cinis; gere curam mei finis»*. Retumba en sus oídos,  en su conciencia, en sus recuerdos.  Las lágrimas y el horror. La vista de las víctimas del tiroteo. No puede estar pasando. Se precipita a la camilla. Levanta la sábana que cubre el cuerpo sin vida. Lo primero que ve es el tatuaje.

Mozart – Requiem – Confutatis – 7 by chrieseli

*Rechazados los malditos y entregados a las crueles llamas, llámame con los benditos. Suplicante y humilde te ruego, con el corazón casi hecho ceniza, apiádate de mí en esta última hora*

El Último Homenaje

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Estaba don Benno, Flor y Elena. Detrás, Candelaria y la Dorita. Pancho, el jardinero y las monjitas del colegio. Dos perros callejeros que se negaron a salir de entre el gentío, nosotros y algunos, como el Cheuto, que se unieron al cortejo a medida que iba avanzando por la única avenida del pueblo. Eramos en total treinta personas.

El cielo estaba oscuro y una neblina delgada acompañaba a los que ibamos caminando. Se hacía pesado respirar y se escuchaban bajito las toses y los suspiros. Las monjas iban rezando, agarradas todas del brazo y su letanía adormecía a los caminantes. Alguien por ahí rió de pronto y se escucharon los codazos y las censuras. Las personas en la calle agachaban la cabeza, se persignaban a la rápida y los hombres se quitaban sus gorras en señal de respeto.

La carroza era un Buick de 1940, que botaba humo por todas partes y la caja de cambios se quedaba atascada en la segunda. A cada cuadra, se paraba y el chofer debía volver a hacerla andar. Los hombres se reían maliciosos y las monjitas seguían orando con más devoción. Tocaba caminar todavía un trecho largo. No había signos de que despejara la neblina. Ibamos todos con las mejillas coloradas por el frío y con los mocos asomando.  Flor y Elena lloraban honestamente y se apoyaban una en la otra, para no trastabillar con sus zapatos de taco alto y su poca experiencia caminando. Miraban la carroza con respeto y acomodaban las flores que parecía iban a caerse en cada parada del vehículo.

Amelia había sido una madre para ellas. Amable y preocupada, justa e imparcial. Honesta como pocas. Con un corazón que no cabía en su pecho gigante, como si hubiera parido un ejército de hijos con ese cuerpo bajito y redondeado. Sus caderas habían sido las más deseadas del pueblo y era famosa por sus dotes en la cama. Había criado a estas chiquillas y a varias otras, que llegaron a su casa a pié pelado y con el estómago vacío, la cabeza infestada de piojos y la firme determinación de hacer con sus vidas algo más productivo que sólo mozas de campo.

Siempre se caracterizó por la nobleza de su espíritu. Mantenía a las chicas bien cuidadas y les daba toda clase de consejos. Trataba a su establecimiento como un negocio frío e impersonal que sólo le proveía dinero. Lo administraba con prudencia y sabiduría, aunque apenas sabía leer. Aprendió a contar haciendo la caja, iluminada por una chispa de inspiración al lograr entender cómo cada moneda tenía su equivalencia en la de mayor valor y así lo mismo los billetes. Se fascinó y contaba el dinero veinte veces, sólo para sentirlo. Estuvo siempre muy agradecida de mi padre, quien le ayudó a hacerse del negocio, que antes había sido de Nicanor y donde ella empezó como empleada. Se conocieron un día en el lugar y él no dudó en la inteligencia y la  habilidad de esta muchacha ordinaria, que se pintarrajeaba mucho los labios y se reía francamente con sus chistes gruesos y sus expresiones catalanas. Ella hizo mucho por nosotros.

Mi madre se acercó a su ventana una noche de verano, cuando el calor no se apiadaba aún del pueblo y le rogó que le ayudara a traerme al mundo. Fue la única persona en la que pudo confiar. Amelia procedió con seguridad, en un arte que había aprendido de su madre y antes de su abuela, pero no pudo evitar la hemorragia que cubrió las sábanas mugrientas de la cama que estaba más cerca de la puerta por donde mi madre entró. Yo salí entero y en silencio, enmudecido por el calor probablemente y por la desesperación que mi madre tuvo que soportar durante todo su embarazo. En su vientre, aprendí a ser una criatura callada y a no hacerme notar. Amelia me enseñó el valor de la risa y de las palabras. Fue su ternura la primera que sentí en mi espalda desnuda y fueron sus labios los que me tocaron, primero que mi madre. Recuerdo su olor a hierba seca y perfume barato, a humo del hogar que el Cheuto se encargaba de prender cada mañana, mientras componía su borrachera con una caña de vino blanco que Amelia le dejaba oculta debajo de la mesa, como si fuera un accidente. El Cheuto también llegó por casualidad, como casi todas las chicas de la casa y fue ella quien tuvo la piedad de darle un lugar donde dormir y asignarle una tarea que hacer, para dar dignidad a su vida de borrachín, paria y errante.

Amelia había sido la matrona de la única casa de putas del pueblo y ahora que había muerto, todos le rendían sentido homenaje en su partida. Agradecían su caridad siempre oportuna, sus mentiras piadosas y su buen corazón.  Al llegar al camposanto, las lágrimas de las chicas enjugaron todos los pecados mortales de su doña y pudo alojarse con calma y con cuidado. Mi padre pagó por su sepultura y yo personalmente me encargué de supervisar al panteonero para que hiciera un buen trabajo. Le debíamos mucho. Era lo menos que podíamos hacer.

El Asesinato de mi Padre

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El hijo mayor del hombre que llevaba su mismo nombre se había quedado a cargo de la hacienda, desde que la desgracia asolara a la familia. Entonces, sintió que estaban condenados, no quiso tentar al destino y no exigió respuestas, aunque las dudas las siguió viendo día tras día, incluso en este instante tórrido, que le hizo recordar al joven la jornada infame en que mataron a su padre.

En la noche de un verano macho, don Constantino había ido al pueblo, montando su manco consentido, ataviado con sus mejores galas, espuelas de plata, colleras en su camisa y su sombrero de fieltro tieso y negro, que, de lejos, parecía un cuervo gigantesco posado en su cráneo ya sin pelos; con la tos seca y pegajosa del que ha fumado demasiado y los dedos amarillentos de sus manos grandes, cubiertas de venas azules y verdosas que agarraban las caderas de las mozas cada vez que tenían oportunidad.
Iba una vez por semana, lloviera o tronase, a echarse unos tragos, jugar a la brisca y ver a los viejos amigos de siempre, que se instalaban en la misma mesa del fondo del salón, contaban los mismos chistes y cuentos que tenían en la memoria, al amparo de los vasos, recargados cada tanto, por la animosa mano del empleado del bar del Hotel Unión. Allí permanecía horas, nada más que gastando su dinero, hablando de lo mismo, una y otra vez, cosechando miles de quintales de trigo, contando centenares de vaquillas preñadas y sintiendo un desmedido orgullo por el hijo de su corazón, aquel que llevaba su mismo nombre.

Esa noche, ebrio y desarmado, fue atacado arteramente por una banda de ladrones, que después de degollarlo como a un cerdo, lo dejaron botado en la vereda del camino, sin botas ni cinturón, con su cabeza contra la cuneta. No sintió dolor, no hubo gestos en su cara que delataran el sufrir, sólo sus manos empuñadas quisieron decir lo que no pudo mientras tuvo un hálito de vida.

No apareció por ninguna parte, pero nadie en la familia pareció impacientarse demasiado. Sin embargo, la hija empezó a arrastrarse por las murallas, con el ceño fruncido y los dientes apretados, después de haber hablado con la madre de Azucena. Miraba el horizonte con atención enfermiza y salía disparada a la puerta, a la llegada de cualquier visitante. Esperaba lo peor y se persignaba a cada rato, sin poder articular una palabra, mientras unos pequeños jotes se iban posando más y más cerca de la casa, con una osadía extraña y una confianza infinita.

El mozo avistó a las aves y trató de espantarlas con su sombrero primero, luego con una escoba, pero se negaron a moverse, sólo se desplazaron por la cerca un poco más lejos de su alcance, pero ahí se quedaron, bien a la vista, hasta que el joven Constantino salió. Entonces, emprendieron el vuelo lentamente, uno primero, luego el otro y esperaron. Lo acosaron durante todo el día. Se perdían de vista y volvían a aparecer. Era como si quisieran decirle algo.

Pronto cayeron todos en cuenta que el hombre no iba a regresar. En la noche, los búhos planearon por afuera de las ventanas del gran caserón. El vecino, a la mañana siguiente, acusó un bulto en el horizonte y unas aves volando en círculos concéntricos muy alto. Entonces se decidieron, entre los ruegos de las mujeres y los mozos más viejos, que se santiguaban rapidito, para no ser moteados de cobardes.

Sólo el joven Constantino se atrevió a reconocerlo, botado como estaba a la orilla del camino. El cuerpo estaba hinchado y cubierto de gusanos y moscas. Habían seguido el vuelo macabro de los tres pequeños jotes que iban y volvían y que habían perturbado a todos en la casa, llenando de superstición a las mozas, que habían organizado cadenas de oración, porque este era un signo inequívoco de la mano del demonio.

Desde aquel día, se negó siempre a la oración. Le traía el recuerdo del horror del padre descompuesto en sus propios humores, sin que hayan tenido la oportunidad de atrapar a quienes se habían atrevido, sin que hayan podido organizar una pompa fúnebre como correspondía, porque la sola pestilencia del cuerpo fue suficiente para marchitar dos matas de ruda y hacer que la gata pariera antes de tiempo gatitos con dos cabezas, que fue necesario eliminar. La carreta que transportó el cuerpo sin vida, se llenó de los mismos gusanos que pululaban en el interior del occiso y hubo que quemarla, untándola con alquitrán y parafina.

La fatalidad les acompañó desde entonces, y por más que el joven Constantino se esforzaba en vencerla, siempre acudía a su lado, como una compañera silente y molestosa. Ahora, que veía esta yunta de bueyes con crespones negros, se convenció aún más.

El Final

El ruido de los tiros aún retumbaba en el aire gélido de la noche. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas, mientras las personas se persignaban y miraban en todas direcciones, aún conmocionadas. El espectáculo se había terminado. El pueblo lucía desierto.

La compañía de teatro había dudado de presentarse en este escenario tan modesto, con una población tan reducida, pero el director insistió que todo lugar era digno de ser explotado y que ellos estaban para distribuir el arte donde fuera, no coartarlo con fríos e impersonales análisis financieros. Eran artistas, no banqueros.

El hombrecito delgado que se unió a la caravana, tampoco fue bien recibido por la comparsa, pero el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron la atención de las mozas, como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbando a los viajantes y las mascotas. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vieron y desapareció entre la vegetación de la rivera.

La función empezaba exactamente a las nueve de la noche y todos estaban ahí reunidos. No era que el arte les interesara demasiado o que la compañía fuese muy famosa. Era simplemente que pocas cosas pasaban en aquel entonces y valía la pena salir de vez en cuando. Todos se conocían y habían recibido gentiles invitaciones para asistir al evento, auspiciado por la única tienda del pueblo.

Allí estaban, felices, plenos y distendidos. Entraron todos en un rumor de voces que se fue apagando a medida que ingresaban al teatro, y tomaban asiento en las butacas de cuero viejo que rechinaban al ponerlas en posición. Acomodaron sus abrigos y sus trajes, mientras el olor a naftalina y paños de cretona les llenaba el olfato y les guardaba la voz. Se escucharon ruidos y movimientos en bambalinas . Las luces se apagaron de pronto y en un destello nuevo, el telón subió. Los aplausos completaron la escena. Comenzaba la función.

Era la loca del pueblo y se paseaba con una manta de castilla raída que le arrastraba por el suelo, aunque a veces la usaba sobre la cabeza y dejaba ver su sexo a los transeúntes que se volteaban horrorizados, incapaces de entender su esquizofrenia mezclada con la lascivia de la sinrazón. Había visto la conmoción, antes de que empezara la función y desde dentro de su ser, una llamita de odio le hizo proceder con lógica perfecta, como nunca antes en su vida. Se armó de una escopeta antigua, robada del último granero donde había pasado la noche, manoseada por un peón borracho y desdentado y se dirigió sin vacilar a la entrada del teatro. Se tendió detrás de las matas de rosas , esperando que la función terminara, acariciando la escopeta, como antes había acariciado al que había amado y que la había sumergido en la vorágine de su locura.

Henry estaba cansado de la historia sórdida entre el dueño de la tienda y su mujer. Sabía que el hijo que ella esperaba no era suyo y que ellos se veían a escondidas, mientras él se embriagaba en los burdeles, fumando yerba y gastando a manos llenas. Estaba decidido a terminar con este cuento que mancillaba su buen nombre y su hombría. Tomó la escopeta escondida en lo alto de su ropero, buscó su abrigo y bebió un último trago de brandy. Se dirigió hacia el teatro. Esperaba verlos a ambos ahí.

El joven de ojos azules que había viajado con la caravana, se ubicó en la plaza. No había comido en todo el día y mordía sus manos con rabia y frustración. La escopeta que consiguió con las pocas monedas que había robado, no le parecía suficiente para llevar a cabo el cometido por el que había viajado desde tan lejos. Intentó cerrar los ojos, pero el frío de la noche le calaba, sin que su chaqueta  fuera capaz de protegerle. Acariciaba el arma por momentos y por otros le golpeaba contra los adoquines. Sólo disponía de un tiro.

Los aplausos y vítores despertaron a la loca e hicieron aproximarse al joven más hacia la entrada del teatro. Henry tenía una posición inmejorable y fumaba el tercer cigarrillo de los últimos diez minutos. Estaba tranquilo, pero sus manos sudaban de impaciencia. No sentía su orejas por el frío. Era el único inconveniente. El de los ojos azules se aproximó lentamente, oculto entre los espacios sin luz de la calle, arrastrando la escopeta, intentando disimularla en su pierna. La sentía fría y rígida. Sus tripas resonaban y se moría por una sopa caliente. La loca acomodó su manta una vez más, cubriendo su desnudez lo mejor que pudo. Se acercó justo a la entrada, escondiendo la escopeta entre los pliegues. Hizo rechinar sus dientes, en una costumbre que siempre había tenido, tornando su boca en una mueca de frustración y de rabia. Los primeros espectadores empezaron a salir del teatro.

La obra había sido aceptable y graciosa. Nada del otro mundo, pero él no perdió la oportunidad de acariciar las manos y besar el cuello de la que amaba, en los instantes que la luz se iba. Eran felices y no podían serlo más. Se amaban en cada atardecer, se abrazaban muy juntos en las mañanas y aunque llevaban muy poco tiempo de casados, sabían que debían estar juntos en esta vida y las siguientes. Allí estaban también sus amigos; el dueño de la tienda y la mujer de Henry, que les miraban con regocijo y esperaban el final del espectáculo para comentar y compartir.

El aire de la noche les golpeó con furia, al salir. Ella se arropó en su delgado abrigo y avanzaron del brazo entre la muchedumbre, pasaron por el lado de la loca sin reparar en ella, vieron al joven ojiazul en la esquina y la estela del humo del cigarrillo de Henry, al frente.

El aire se cortó de pronto y todos los sonidos desaparecieron. Sólo el retumbar del trueno quedó suspendido. Ella se iba desplomando lentamente, mientras él trataba de encontrar el equilibrio. Había sentido el tiro rozando su cabeza y trataba de ver de donde había venido, entonces la vió desfallecer, mientras sus manos cubrían el borbotón de sangre que emanaba de su estómago. Estaba horrorizado. No podía ser posible. Miraba como si no fuera ella la que estaba allí. Palidecía más y más, mientras el carmín iba inundando su vestido, como una ola en la playa. Quiso gritar, quiso llorar, quiso moverse, pero estaba congelado, mientras ella permanecía con una mano extendida, intentando alcanzarle. Susurraba algo, mientras el dolor le iba quitando las fuerzas. Nadie hacía nada, como si esta escena macabra fuera parte del espectáculo que acababan de presenciar. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas. El pueblo lucía desierto.

Nadie sabría cómo explicar esta desgracia  y después de las exequias de la joven, le vieron a él tomar su caballo y avanzar hacia la salida del pueblo. Nadie le vio nunca más, como nadie vio nunca más a la loca ni a Henry. Sólo el cadáver del joven de los ojos azules estuvo flotando por días, congelándose en el río, mientras su escopeta se mecía, junto con otras dos, en la rivera.

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El Mascarón

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La noche que abandonó el barco que le había traído a esta tierra, estaba estrellada y el aire del fin del mundo era diáfano y dulce. Sus ganas de fumar arreciaban como el viento que inflaba el velámen de la nave que lo había guardado en sus entrañas, por seis meses de travesía. Había memorizado cada detalle, cada sonido y al cabo de un tiempo eran uno. Se despidió de las gastadas duelas de la proa y sin haberlo notado antes, sus ojos se detuvieron en el mascarón. Era una hermosa dama. Por un momento tan solo, creyó haber visto la imagen antes. El sonido de las olas  le hicieron despertar. Siguió intrigado. De pronto y mientras escapaba con rapidez, se dio cuenta que era la figura de su esposa.

Años han transcurrido desde esa visión, años que han sido del todo buenos. La fortuna por la que llegó a este lugar, le sonrió desde el principio y aunque decidió abandonar este pueblo perdido, que lo había acogido sin preguntas ni juicios, por la serie extraña de hechos que se desencadenaron después de la noche amarga que Emilio disparó contra él, sin acertar y se suicidó tirándose a las aguas del río, produciendo el escándalo más grande que la población haya podido recordar. Los negocios se arruinaron, los malos manejos políticos echaron todo a perder, en un arranque de populismo que él nunca entendió del todo y las tragedias naturales, que siempre asolaban a este país, se presentaron todas de golpe. Entonces decidió irse.

Sus amigos se habían marchado. La mujer que tanto amó estaba muerta hacía tiempo. Antes, había tenido la gentileza de regalarle un hermoso hijo que ahora le acompañaba y administraba sus empresas.  Su nueva esposa, siempre gentil y suave, se ha hecho cargo de todo, sin una pizca de remordimiento ni una pregunta. Todo le sonríe, incluso en este día.

La neumonía sin embargo, no se aleja de su ser. Los cigarrillos que tanto le gustaban han tenido que ser, lentamente, reducidos a su mínima expresión. Hoy en día hay tanto adelanto. Los filtros microscópicos no dejan pasar una gota de alquitrán, pero su cuerpo ya está muy enfermo. Ha vivido demasiado. No puede quejarse. Ha sido una buena vida.

Los recuerdos le asaltan en este invierno frío, que ataca con irreverencia. Todos sus amigos se han ido; Agustín, Manuel, don Alfonso, Lucía. Todos ellos han dejado esta tierra mucho antes que él y le han bendecido antes de partir. Sin embargo, el mejor de todos ellos partió una noche, sin decirle nada a nadie. Nunca más supo de su existencia. Sus tierras se marchitaron, su familia desapareció sin dejar rastro. Aún existen cuentos de la hermana loca y hay quienes le vieron nuevamente, muchas veces,  montando su alazán, en el pueblo que , hasta este día, no había vuelto a ver.

Ahora que ha visto a esta chiquilla en la ferretería, que ocupa el lugar donde estaba la vieja pulpería de los franceses, una ola de recuerdos le azota noche tras noche, con imágenes oscuras y olores que creía olvidados. Se agita y despierta por sueños que no puede recordar, como siempre ha sido, pero ahora se han vuelto insidiosos y no le dejan descansar.

¿Será que me estoy volviendo loco? le consulta a su hijo en la mañana, cuando le acompaña a tomar el desayuno. ¿Será que me voy a morir muy pronto? No diga leseras papá, que aún el cielo está sereno y quedan tres de sus nietos para escuchar cómo usted cruzó el mar escondido en la cala del barco. Yo me deleité mucho con esa historia. No diga leseras, le ruego, que le queremos por un rato más largo. Sus ojos azules se llenan de lágrimas de alegría. Abraza al retoño que lleva su mismo nombre y que es la viva imagen de su madre, aquella etérea y grácil que lo traspasó con su verdad y su fragilidad, una tarde de otoño que se vieron en la que era, por entonces, la recién inaugurada alameda. Muchas cosas cambiaron en su vida por esta mujer, pero no su suerte. Nunca sospechó, sin embargo, que el pasado le iba a morder tan salvajemente, como la noche que intentaron asesinarle. Nunca pensó recordar todos esos hechos tan vívidos y cercanos, esta mañana.

Le preguntó a la muchacha, apenas la vió, quién era y su  nombre no le dijo nada. Sus ojos,  algo en su semblante, sin embargo le recordaron fielmente a aquella a quien su amigo del alma siempre amó y que se fue la noche de su atentado, sin tener razón. Desde el día que le ha visto, ha estado recordando a todos,  su hogar, su tienda, sus amigos, los viajes, las risas, los olores, la simple complicidad y  mira a su hijo, quien, intrigado, le consulta qué hay tan importante detrás de esa jovencita.

Esa noche dormirá temprano, arropado y contento, como de costumbre. Sus ensoñaciones le llevarán nuevamente al inicio de su enfermedad, al nacimiento de sus nietos, la graduación de su hijo, su matrimonio, la muerte de Marie, su romance prohibido y hermoso, las fiestas y el amor, el pavor del cruce del río, la bala perdida que Emilio disparó con odio, su travesía por la Trapananda, la noche estrellada de su desembarco en esta tierra y de pronto, de una profunda paz en su alma, las olas generosas le transportan a ese mismo minuto, donde queda suspendido viendo el mascarón con la imagen de su primera esposa, que se volteó para no despedirse, cuando él se alejó de su tierra natal y ahora, en este último minuto de su vida, le mira desde la solidez de este mascarón, para guiarlo en este viaje y decirle adiós.

Mi Amigohermanoamante

Nos conocimos una noche fría de invierno, cuando la fiesta estaba acabando y la lengua se volvía floja y molesta, los párpados se cerraban y reparábamos o en los vasos medio llenos o en nuestras palabras que no iban a ninguna parte. Sólo nuestros ojos se topaban en miradas con segundas intenciones. Nos fuimos juntos y en la escarcha nos amamos, entre la leña húmeda, mientras el amanecer se abría paso lentamente, y lentamente nos ibamos viendo más enteros, menos mareados, más en esta tierra.

Me despediste con un beso largo y sin soltarme de tu abrazo, apoyados contra un cerco viejo y que emanaba el vaho del deshielo. Nos separamos finalmente y seguimos viviendo nuestras vidas. Te convertiste en mi amigohermanoamante de una forma extraña y sin que yo lo decidiera. Era hermoso poder descubrirte en tus pensamientos, poder adivinar tus filosofías y olerte en tus libros y discos. Eras mi amigo, más que nada otro y podía confiar en tu criterio, tu lealtad, tu tino, tus buenos consejos y tu punto de vista siempre agudo, directo y sincero. Eras mi energía y muchas cosas aprendí a desarrollarlas pensando cómo lo hubieras hecho tú. Me hiciste libre y borraste de mi mente prejuicios, culpas y supersticiones encerradas en el inconsciente colectivo de esta nación.

Siempre fuiste mi punto de referencia, mi alter ego, mi corazón. Hubieron otros maestros en mi vida, pero nadie tan perenne como tú. Separamos nuestros caminos, porque la vida da esa posibilidad y aún estando al otro lado del mar, te recordaba. Eras una constante compleja pero dulce, extraña pero necesaria.

Nos fuimos distanciando con los años y mi vida se tornó difícil y abrupta. Crecí de la mano de experiencias poco placenteras y que jamás hubiera querido para mí. Sin embargo, las horas compartidas contigo eran mi pequeño oasis en la nebulosa de mis tiempos. Mis cartas extensas y cargadas de dramatismo eran confortadas por tus siempre graciosas teorías que no dejaban de ser ciertas a la distancia de los hechos y la objetividad que siempre fuiste capaz de encontrar. No siempre la tenías, pero nunca esperé que fueras perfecto. Eras mucho mejor así.

Tu influencia estuvo siempre en mi mente, tus chistes, tus garabatos, tus inflexiones de voz, tu pasión por los temas divergentes, tu esencia de partyman, tus platos de comida, tu literatura, tu enfermiza inclinación por las causas perdidas y el deseo irredento de hablar en lenguas muertas, te conferían poderes sobrenaturales en mis boquiabiertos recuerdos y la fuerza necesaria para ser mi paz en los minutos de tristeza, de abrumadora realidad o sencillamente para sentirme nuevamente la que fui.

Hubo un quiebre, mi querido amigohermanoamante, que no sé cuándo empezó.  Hubo un minuto en que perdiste la macicez en mi idolatría y te convertiste en simplemente tú. ¿Sería tal vez cuando empecé a hilar más fino nuestra historia? ¿Sería que la alumna superó al maestro en el pragmatismo de los hechos contundentes de la vida? ¿Sería que la simplicidad por la que siempre abogamos se hizo carne y sangre en mí y sólo rito por tu parte?

¿Sería que acaso eras sólo una fantasía obsesa y profundamente anclada en mis recuerdos, traída por la voluntad de no querer perder al que había descubierto y que me había sorprendido tan rotunda y permanentemente? ¿ Existía aquel ser tan fuera de este mundo, exquisito, perfecto, impoluto, ideal? O era como siempre lo discutimos, e infinidad de veces lo concluimos, no existían seres perfectos, sino sólo intenciones perfectas. Que la naturaleza humana era deficiente por esencia y frente a eso no podíamos negarnos. Frases tan decidoras y complejas fueron forjando mi horizonte y mi espera.

¿Cuándo perdiste tu valor? Me perturba ese pensamiento y la pena infinita de sentirte atrapado en una realidad de la que no escapas, incompleta y castrante. Tranzas ideales por migajas ante mis ojos espectantes. Respeto tus puntos de vista, tu espacio y tu verdad, como lo hice siempre, desde el inicio de nuestro tiempo, pero no me calza lo que veo, no me contenta lo que siento. No me gusta el que he descubierto a la luz de los hechos y los conceptos provenientes de mi experiencia, que por arte y magia de tu influencia he sido capaz de concluir.

¿Dónde nos perdimos? ¿Cuándo te perdí? El original, único, valiente, confrontacional, libre, ideal amigohermanoamante se torna difuso y permeable. Se vuelve una caricatura comparado con el que permanece en mis memorias. El que me enseñó del respeto sobre todo de las ideas e ideales, el que me enseñó a creer y que mágicamente me dió alas para volar, prendida a tu espalda y a tus besos, apreciando la pasión como tal y no como producto, conclusión o requisito de nada más. Me niego a creer que sólo existió en mis sueños.

Sueño que te planteo todo esto y más. Buscándote, esquivando lentamente cada escollo y entrando con prisa en cada tema. Me das explicaciones, me imagino, y sólo puedo decirte, sólo quiero decirte, no te vayas, no me expliques nada, sólo vuelve.

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Mambo

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Johnny Pedro Mauricio era su nombre completo, pero todos le llamaban Mambo, por una historia absurda producto de la borrachera del minuto y de la gracia que se desprende de la chaladura del alcohol.

De proporciones épicas y poco agraciadas. Un vientre prominente y gigantesco, digno de ventosidades atómicas y que apestaban por horas. De cabeza regular y facciones comunes y corrientes, manos gordas, pero de dedos alargados. Muchos decían que era como un monigote de plasticina hecho por algún párvulo de malas ganas.

Sus grandes zancadas le antecedían y la vibración de su peso cimbraba cualquier establecimiento, casa, parroquia o quinta de recreo. Su risa franca y saludable, le hacía lagrimear sus ojos mansos y se veía el confín de su alma, sencilla y pulcra.

Enamorado del amor; su corazón se debía a una sola mujer, aquella de rizos rubios y ojos soñadores que alguna vez se le entregó con pasión y locura, en su etapa escolar, entendiendo rápido que Mambo no iba a llegar muy lejos, de seguir por el camino que iba.

En ese tiempo, todos los que le frecuentaban reconocían que esa mujer había destruido sus sueños más preciados y que le había convertido en esta bestia gigante y posesa que sólo pensaba en cazar, beber hasta perder la conciencia  y, de vez en cuando, producir algún dinero en la faena forestal.

Pronto descubrió que este negocio le iba y que la brutalidad del medio le iba también. La maquiavélica actividad de arrancar de cuajo un árbol indefenso, de un lugar perdido en mitad de la nada, donde todo era diáfano y puro y extender el ruido de sus tractores, estirar los largos tramos de cadenas y el sonido pertubador de las motosierras haciendo su trabajo con precisión de relojero, siniestras, amenazadoras, pero efectivas. Luego, luchar contra los elementos, arrastrando el árbol caído a un lugar más despejado para desbrozar y cortar en basas, como un carnicero eliminando pellejo y pezuñas para luego destazar a este animal descomunal, rendido y humillado a la evidencia de la supremacía de la tecnología y de la inventiva humana.

Mambo gozaba del ejercicio, gozaba de llegar hediondo y cubierto de tierra y hojarasca como un puerco, y abandonarse a la bañera para salir rozagante y dispuesto. Vendía el material al mejor postor y antes de tener el dinero en su mano, apostaba, invitaba, brindaba, pagaba y seguía invitando en una euforia mensual y cíclica que le empujaba a seguir en la misma rueda por un rato más largo de lo que le dictaban sus estudios de administración, sus estudios de economía de mercado y su propio corazón.

Era tan grande y  regada la borrachera que se alentaba a sí mismo a seguir adelante, en una locura propiciada e incitada sólo por el alcohol. Le escoltaban un séquito de súbditos callados y diligentes, que le acompañaban y le adoraban mientras tuviese para darles. Voy cruzando el río, cantaba, lleno de gozo y sin miedo la vez maldita que se le cortaron los frenos, antes de llegar a ese puente perdido y extraño, angosto y peligroso que era la entrada de su pueblo. Condujo con gracia y delicadeza, hasta asentar su máquina, que era «otra máquina» a la rivera opuesta y asegurar a sus pasajeros que lo malo había pasado y que podían destapar otra corrida de cervezas sin miedo de perder los dientes.

Así transcurría su vida, de caza en caza, de árbol en árbol, de mujer en mujer. Amándolas a todas y sin amar sinceramente a ninguna, cuando la fatalidad llamó a su puerta en sueños difusos y se despierta sobresaltado en una mañana nebulosa y helada de invierno. Piensa lentamente si es necesario hacer ese viaje, si la vida realmente depende de aquello o si es sólo posible seguir conduciendo su jeep pasado a trago, tronador como un camión de labranza, sin frenos, sin calefacción, sin aire acondicionado, pero fuerte e indestructible en el sino de todos sus jolgorios.

Piensa nuevamente, cuando su amable tía le sirve el desayuno y vuelve a pensar cuando avanza hacia el Banco del Estado y se encuentra con su padre, ese mismo que, escueto y resbaloso, ha evitado verle en los últimos 30 años, sólo para comentarle ahora, secreto, que lo suyo con su madre no podía ser; sin embargo, él recibía todo su apoyo y cariño, porque eran de la misma sangre y si se miran al espejo, eran como dos siameses, diversos, pero claramente parecidos.

Sigue rumiando su sueño y su destino, y sin más cavilaciones, se adentra en la maraña borrosa y extraña del futuro.

Montará la vieja camioneta, pequeña para su porte, extraña para sus habilidades y que él, por la porfía del chofer, no conducirá y a la vuelta del camino, en plena Carretera Principal, se estrellará contra algo. El parte policial no lo identifica; los que quedan del accidente tampoco. Sólo quedará consignado que Mambo gritaba como un verraco, pidiendo auxilio, y que, al llegar los lugareños, le ayudaron a salir a él y a los dos compañeros que quedan en la mínima camioneta, golpeada por una fuerza descomunal y trataron de sacarles con vida, independiente de las condiciones en que se encontraban.

Mambo seguirá berreando, hasta que llegue la ambulancia, a la que ingresará por su propio pié. Su compañero Juan Sin Tierra, se mostrará lesionado y traumatizado por el golpe. Fingirá perder la conciencia hasta veinte días después del accidente. El tercer acompañante, sólo conocido por Mambo y Juan, morirá de camino al hospital entre las plazas de peaje que separan al pequeño poblado de la capital regional.

Al entrar al hospital, Mambo sufre un ataque cardiaco. Se requerirán seis enfermeros y dos curiosos de la calle para cargar tan portentoso animal. Muere cuando el reloj marca las cuatro con veinticinco y medio minutos de la mañana de un día jueves de invierno.

Al hacer la autopsia, los doctores y practicantes retrocederán frente al olor a alcohol que expele su cuerpo sin vida. Un olor penetrante y pestilente, horroroso, fuera de este mundo, salvajemente básico y detestable. Varios de los practicantes, ante esta muestra de la variedad humana, decidirán otros caminos en medicina, abandonando para siempre la tanatología.

En el intertanto, los doctores que han permanecidos incólumes, datarán al occiso con la hora y día de su muerte, por causa de un ataque fulminante al corazón, producto de la ingesta desmedida de alcohol y estupefacientes. Nada mencionarán de la colisión. Esto lo añadirá la policía por su lado.

La mujer que él tanto amó, la de los rizos rubios y ojos soñadores, despertará sobresaltada al verlo en su cuarto, descuartizado como un becerro, rogándole por favor que le ayude, que le indique dónde está su casa, porque con este revoltillo de cuerpo, ya no sabe dónde está su cabeza.

La Doctora

 ….Y la alianza ganadora es….. la roja!!!!!!! Saltan todos en un solo impulso y se abrazan fascinados, extasiados, felices simplemente. Había sido una larga semana, pero todos la esperaban con ansias. Era la única semana del año donde el personal del Hospital Base se permitía un rato de distención, donde todo era tomado a la chacota y se deponían las hostilidades, el cansancio, los sinsabores y todo este melancólico sopor de estar rodeados matiné, vermout y noche por el dolor y el sufrimiento. La Doctora Paulina Andrea Fuchlocher Gantz se convertía en la reina indiscutida de la alianza.

La Doctora Fuchlocher estaba acostumbrada a ser reina, no porque se sintiera ufana o engreída, sencillamente siempre lo había sido. Hija única de sus padres, mejor alumna del Colegio de Monjas, mejor amiga, reina de la semana del colegio innumerables veces, abanderada por excelencia, alumna estrella, lumbrera, mejor estudiante de la promoción de la Universidad, Maestría en Anatomía con honores, Jefa de Residentes del Hospital Base. Todo en la vida de la Doctora brillaba con el éxito y la felicidad. Todo había sido magnánimo, exorbitante. Su vida se había ido por un tubo y la palabra felicidad era un cliché repetido a lo largo de su existir. Eligió medicina, por ser una carrera respetable, acorde con su nivel académico y social, con sus profundas convicciones y su educación católica, apostólica y romana, que le hacían desear frenar el sufrimiento humano y agradecer al Creador de esa manera por toda la dicha que rebalsaba su vida.

La Doctora Fuchlocher era bien conocida en el Hospital. Amable siempre, incluso en los peores turnos y bajo las peores condiciones. Grata con los pacientes, simpática, de sonrisa amplia, vestir sencillo, manos suaves y que no estaban siempre en los bolsillos. Mujer decidida y apacible, cariñosa y preocupada, el ángel de la bondad, Florence Nightingale representada en carne y hueso por esta pueblerina de vida acomodada, que no le importó cambiar su tierra simple por esta gran ciudad, donde el sufrimiento era dos veces más cruel, las llagas dos veces más grandes y las recompensas dos veces más hermosas.

El sueño recurrente de la Doctora sin embargo no era el horror de la sala de emergencia, sino los gritos de su padre cuando conoció al que era su marido, el conocido oftalmólogo, de presencia humilde pero cercana, el doctor Díaz. ¡¡¡Es un don nadie!!! – bufó el padre descontrolado- está contigo sólo por tu posición y por tu plata, que no te fijas que te ha mirado por tu auto y tu departamento. Es un muerto de hambre, explotador, sinvergüenza. A la primera de cambio te hace un hijo y viene a instalarse en esta casa. No te eduqué en las monjas para que te encatres con un pinganillas como este.

Váyanse – gritó el padre – ambos váyanse. No te crié para que termines casada con un pobretón. No entras más a mi casa. Te maldigo, por estúpida, por mujer y por crédula. No haber tenido un hijo, por la misma mierda, me hubiera ahorrado este dolor de mi corazón..

Se alejarán los amantes, ya casi titulados y se dirigirán a la humilde casa del futuro doctor Díaz, en el corazón de la Trapananda, sin teléfono, sin comodidades, pero con un profundo amor. Paulina Andrea conocerá la vida sencilla sin dobleces ni lujos, el gozo del calor de la estufa calentita en invierno y el agradecimiento sincero de la comunidad que desde hace veinte años señorita nos tiene abandonados el gobierno sin siquiera una aspirina en esta posta perdida que usted tiene tan bonita…

Se titulan y postulan a becas de especialización. Casados ya, apoyados secretamente por la madre de Paulina quien se niega a perder el nexo con el único sol de su existencia, la única razón de su vida fingida e injusta, cubriendo por años su cara con maquillaje y acallando las comidillas del pueblo que siempre hablaron de malos tratos e infidelidad en su espléndido matrimonio. Nada de aquello importa ya, cuando Paulina confiesa que está embarazada. No cabe en sí de gozo la madre y por medio de artes y triquiñuelas convencerá al padre renuente a apoyar a esa hija enamorada que ahora da a luz un varoncito, heredero sin duda de la estampa del abuelo.

La vida siempre será gélida en este punto y el ahora doctor Díaz se negará sistemáticamente a visitar a los suegros, aunque le debe una profunda gratitud a la madre de Paulina, pero rehúsa a doblarle la espalda al padre déspota, arrogante y cruel. Permite, sin embargo que sus hijos visiten a sus abuelos, no faltaba más, no había pasado cinco años en la universidad y dos de especialización, para convertirse en un bruto intransigente.

En alguna parte de la historia, Paulina pierde el hilo del amor infinito que profesaba a su marido y que ahora por momentos parece ahogarle. Sólo los niños le mantienen alerta y decidida, además de su querido Hospital. Hay días, sin embargo que su dolor es tan intenso, que se esfuerza doblemente por sanar el ajeno, echando mano sin medida al escuálido dispensario del recinto y colmando las manos de los pacientes, viejos, mujeres y niños, arrojados por la enfermedad a la consulta de la dulce Doctora. Es tanto su propio dolor, tan grande, tan artero y cruel. Ella no está preparada para este sufrir en carne propia el abandono, el desdén y el olvido del hombre maravilloso que se convirtió en el centro de su existir, más allá de toda prudencia y medida, al que se le entregó una noche lluviosa de invierno, en su departamento de soltera, contra todos sus principios, porque era sin lugar a dudas el amor de su vida. Ella nunca se preparó para fracasar, nadie nunca la advirtió siquiera sobre esta posibilidad. ¿Cómo? Si su destino era brillante y luminoso, amplio, recto, fácil, ideal. La vida misma le sonreía y ella sólo debía sonreír de vuelta.  Pero la realidad que vivía era tan palpable y bestial, tan terriblemente verdadera que nublaba sus recuerdos más hermosos y sólo le hacía volver una y otra vez a la escena esquizofrénica del padre gritando obscenidades, mientras los echaba de la casa como ladrones y canallas.

La sentencia del divorcio debe ser firmada por ambos, acota el doctor Diaz y Paulina contra todos sus reflejos, estampará su rúbrica temblorosa en este papel escrito que dice que lo que ella creyó que era para siempre ya no lo es más. Que todo lo que había creído en su vida, que había sido el pilar fundamental de su existir, ya no lo es más. Que aunque muchas veces intuyó la cruel verdad del matrimonio de sus padres, admiró la estoica resolución de su madre de permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Eso es lo que ella había prometido, eso es lo que ella esperaba, pero ahora con su firma en este papel, en blanco y negro, sellaba otro final.

El dolor de su alma le persigue y redobla sus esfuerzos por ayudar a los pacientes, quienes le visitan incansables y agradecidos, le traen más parientes y amigos desde el otro lado de la ciudad para que la amable Doctora haga su magia maravillosa y de paso les regale las medicinas que están tan caras por amor de Dios. Le siguen, le esperan, le acosan, la aturden con preguntas y la Doctora se da paciencia de responder siempre lo mismo, como una gastada poesía, que ni siquiera la convence a ella, pero deja contentos a sus pacientes. Nadie habla tan bonito como la Doctora.

Esa mañana se despide de sus hijos con un beso largo y cariñoso. Se dirige al Hospital, por las mismas calles que lo ha hecho por los últimos cinco años. Verá furtivamente el box de atención del amable doctor Díaz y a la vuelta del pasillo, entrará al suyo. Cierra la puerta con llave y se detiene un minuto nada más. Recoge de su cajón la llave del autoclave y con frialdad extrae el escalpelo. Se tiende relajada en la camilla, y lento pero certero abre un corte en su arteria femoral. Sabe bien lo que hace y sabe bien que el dolor físico no será nada comparado al alivio de su corazón. Lento va perdiendo la conciencia. «Una hemorragia en la femoral es casi narcotizante», recuerda a su maestro de Anatomía, dictando la clase. Recuerda a sus amigas, el calor del abrazo de su madre y su despertar en la cama soleada el día de su cumpleaños, con su primer traje de princesa. Mira a su alrededor y sus hijos le esperan para la fiesta, junto con sus amigas del alma. Sus padres se abrazan juntos. Ella es la reina de la celebración.

Era en Abril

Se conectan en un beso largo y jugoso. Se aman como el que escapa, como el que teme, como el que vive. Un tiempo que parece la vida entera precede este amor que para Christine es tan real como este momento. Thomas es un poco más prudente, o tal vez un poco menos crédulo. Es graciosa la sensación de ser abrazado, de sentir el amor, baby, en todos lados. De disfrutar los largos minutos de fabulosos masajes y de poder contarlo a sus amigos, como el mejor de sus hallazgos. Se precia de encontrar tesoros en el mundo, cree firmemente que Christine es uno de ellos.

Ha vuelto no hace mucho de uno de sus viajes, que ha sido más que todo una pérdida de tiempo, viejos fantasmas del pasado le atormentan y hasta este confín del universo no llegan, piensa Thomas. Christine le cuida, le escucha, le besa y le adora, como nadie antes en su vida, o como nadie que él recuerde de buenas a primeras, lo que es mucho decir.

Para ella es claro todo lo que sucede. Es más sabia, más segura, más terrenal. Está claro este destino, está clara esta voz que se alza hermosa desde su corazón y que honestamente habla por sus labios, cada vez que le dice a Thomas que le ama.

Todo va, hasta ahí, más o menos ideal,  pero ella ha advertido un problema que no esperaba, un hecho que no planeó y que sin embargo, se posa en su mente, aterrándola. Está embarazada. Ha caído en su propio juego, aplazando más allá de lo prudente las precauciones para estos casos, sin darse cuenta del mismo tiempo y ahora la sensación de haber sido tan estúpida y haber actuado como una adolescente invade su ser. ¿Cómo ha sido posible?, bueno, sabe bien cómo ha sido posible, pero no acepta el haberse equivocado, el haber confiado ciegamente en su cuerpo y negarse a la existencia de la irrefutable fuerza de los elementos.

¿Cómo le digo? ¿ Cómo lo arreglo? No puede tener este hijo, existen demasiados contras que se acercan amenazantes al pequeño ser, que se empeñó en alojarse escondido en su cuerpo. Tiene que ir al médico, esto no puede estar pasando. Hay un error y debe arreglarlo.

En la consulta, el médico se muestra amable y le alcanza un pañuelo desechable cuando la ve llorar como una adolescente, aturdida y choqueada por la borrosa fotografía del ecógrafo. Sí, concluye, estás embarazada. Ahora todo en tu vida va a cambiar.

Camina por varias horas en la ciudad, bajo la lluvia, pensando cómo conciliar las emociones, cómo dejar a todos contentos, cómo enfrentar este dilema. No, no puede, lo ve ajeno, perdido, innecesario, irracional. Sabe que Thomas jamás estará de acuerdo, y que su reacción sólo le confirmará lo que ya sabe que tiene que hacer. Las palabras del médico retumban en sus oídos, tratando de calmarla, diciéndole que pueden ir ambos la siguiente vez a ver las fotografías del embrión, y que mágicamente él aceptará, que es todo parte de la vida y que él no saca nada con quejarse ahora, que si tiene algo que decir, porqué no usó un preservativo, desde el inicio.

Christine llama a Thomas y se juntan en un pequeño bar. No es necesario el discurso que ella ya tiene preparado, Thomas con sólo mirarla sabe lo que está sucediendo. Evita las preguntas de rigor y se esfuerza en explicar su punto de vista y enfatizar que sobre este tema ya habían conversado y no me vengas ahora con el cuentito de los hijos, porque la pasamos muy bien los dos solos y con un bebé de por medio, ¿dónde quedo yo?.

Christine está perdida, no puede sobrellevar el estupor y la imagen de la pequeña mórula en su cuerpo la persigue todos los días. Se siente grotesca, aterrorizada, diferente, pesada, menos atenta, más hambrienta. No quiere nada de esto, no está preparada. Piensa incluso qué dirán sus padres al enterarse. Es todo tan extraño. Pero más extraño es lo que sucede la noche que duermen juntos y Thomas en mitad de la velada, despierta y le remece diciéndole que la intención de ella es atraparlo, que es lo típico que pasa en estos casos y que muchos de sus amigos habían presagiado este final, donde iba a tener que agachar su cabeza y rendirse a esta verdad. ¿No sabía ella acaso que él venía de vuelta de una situación similar, con bastantes bajas como resultado y que él había sido claro y enfático al señalar que por nada del mundo iba a repetirlo? ¿Era que no hablaban el mismo idioma?, ¿era que no había sido suficientemente explícito?

Christine no puede parar de llorar, y no puede creer que este ser miserable y egoísta es el hombre que ella tanto ama. No puede creer que el pánico nuble su conciencia y se permita tratarla como una traidora. ¿No era ella la única que le amaba con sus ángulos agudos y sus verdades asfixiantes? No , no puede traer al mundo a un hijo de este hombre débil, quebrado, enfermo y sin embargo tan cálido al mismo tiempo. Es una locura.

Contacta sin decir nada a nadie a Maribel, la jefa de obstetricia del hospital general de la ciudad. Se conocen desde antes y Christine sabe por fuentes no confiables que Maribel es una reconocida abortista, de impecable reputación y con un marcador imbatible de ninguna muerte ni menos infecciones por malos manejos. Se juntan en la mínima consulta y sin muchos preámbulos entran en materia.

Maribel le explica lo hermoso de la maternidad y cómo ella después de los cuarenta goza con su hija y de lo capaz que fue de disfrutar de toda la experiencia. Que siempre es necesario optar por la vida, que lo dice el Papa y está en la Constitución, pero que ,sin embargo y dada la condición de ella y su certeza y seguridad, por una cantidad bastante razonable y en un tiempo reducido, podrá deshacerse de este inconveniente. Maribel opina también que si fuera legal y voluntaria esta práctica, se evitarían tantos escarnios y sinvergüenzuras con niños y apenas adolescentes, pero desgraciadamente las cosas no son así, asi que no comentes nada y nos juntamos el viernes en la tarde para efectuar el procedimiento.

No hay más que agregar y Christine llama a Thomas para comunicarle la decisión. Sin dar mayores detalles, se juntan en un pequeño café y él le entrega un sobrecito con los valores para pagar. De pronto y de la nada, en mitad del café, un niño, hermoso, suave, sano, lleno de vida, se queda mirándola sin moverse. Le sonríe. Ella cae en cuenta de su cara y de sus ojos, es como si Thomas estuviera allí convertido en este pequeño. El niño sigue ahi, hasta que de pronto gente de otras mesas se levanta. El pequeño desaparece por encanto.

Ese día, Maribel aplicará sin vacilación un antibiótico en una dosis suficiente para curar un elefante,  que le dejará a Christine un escozor en la pierna por algunos días. Procede con seguridad y talento. Ya ha hecho esto tantas veces, ha perdido la cuenta cuántas. Le explica a Christine que no puede anestesiarla porque corren el riesgo de que no vuelva, y sería más caro y complicado con un profesional para dormirla. Así que de tripas corazón mujer, y considera que parir una criatura es un sufrir de días enteros, esto va a ser sólo unos minutos. El procedimiento es terrible, brutal pero certero. Lentamente Christine siente cómo, Maribel, ayudada de este instrumento, va haciendo desaparecer la casita que su pequeño había formado despacito. Cómo se va perdiendo el nexo con este ser que se había empeñado en quedarse para acompañarla, para hacerla feliz y sólo Dios sabe qué más, porque ahora ya no queda nada.

Qué terrible había sido soñarlo, que terrible había sido verlo por unos segundos sonriéndole y luego aceptar que no puede verle nunca más. Mentalmente había perdido perdón al bebé antes de venir y se esmeró en explicar todos los detalles, suplicándole que entendiera que, muchas veces, en el mundo de los grandes, las cosas son asi.

El dolor de su cuerpo pasará en menos de veinticuatro horas. El dolor de su corazón le acompañará largas semanas. Llorará en el hombro de Thomas muchas veces, hablarán, discutirán y siempre llegarán a la misma conclusión. Verá repetida la imagen del niño del café en muchas ocasiones, hasta que el dolor mismo ceda por simple desolación. Él le dice que la ama, porque ha sido valiente y que nunca logrará curar del todo su dolor, pero se esforzará, porque es lo mejor que le ha pasado en esta vida, o al menos que él recuerde de buenas a primeras, lo que es mucho decir. Christine le cuidará, le escuchará, le besará y le adorará, como el primer día, pero siempre en este abril tibio, tendrán este recuerdo compartido. Se abrazarán muy juntos y compartirán las memorias y las preguntas, revivirá ella el dolor  y lento se irá pasando al abrigo de su mutuo amor. 

Pinocho

Cuando Pinocho empezó a encontrar sus propios chistes no tan graciosos, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo raro estaba sucediendo. Cuando comentó que su esposa tenía que conducir, porque su licencia había sido suspendida, la tercera vez que lo pillaba la policía  manejando borracho, y se moría de pánico con ella al volante y llovían los improperios, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo no andaba bien.

Siempre que le recuerdo, es con una sonrisa gigante en su cara, su nariz grande y colorada – por eso el apodo- y con sus preguntas impertinentes. Niño chico metido entre los grandes, gracioso como pocos, peleador y molestoso, soportaba estoico, cuando pequeño, los golpes de su hermano mayor, torpe y burlón. El nieto preferido de su abuelo, que le celebraba su cumpleaños monumental y hasta las tantas, porque aún era verano, porque podía y porque este chiquillo de moledera lo molestaba hasta el infinito si no había fiesta.

El mejor cuentacuentos entre los amigos, invitado infaltable de cualquier fiesta o tomatera, con una habilidad para hacer reír y reírse de su audiencia que no tenía comparación. Todos le querían como cercano, era la alegría misma verlo llegar y todos esperaban que abriera la boca y empezara a hablar, porque hablando iba saliendo el cuento, el chiste, el comentario soez pero gracioso, que lo convertía en parte fundamental de cualquier velada, con su repertorio inagotable y su inagotable sed por más alcohol. La gracia le salía por los poros, sano y borracho y se sentía feliz de ser esta especie de «partyman» incansable y necesario para que cada evento o reunión funcionara como debía ser.

Robaba la sidra embolletada, las gallinas y los huevos de sus abuelos y les daba de comer y tomar a un sin número de amigotes que se le pegaban como lapas de vez en cuando, terminando en los lupanales más abyectos del pueblo; llegando al amanecer, radiante y pestilente, a tomar desayuno al hogar familiar. Consentido por la madre, la abuela y cuanta mujer se le pusiera por delante, porque era encantador por todos lados.

La única que jamás lo consintió fue su mujer, niña todavía, sin mucha idea de lo que era un matrimonio. Salió de la casa paternal para irse a vivir con él, en calidad de esposa ya embarazada, a un elegante departamento en el centro de la ciudad universitaria, tratando de conciliar ser madre, dueña de casa, cónyuge y estudiante, sin disfrutar lo primero y rogando no perder nada de lo último. Pinocho fue obligado a casarse, por la hija, el qué dirán y el honor familiar y porque ya estaba bueno de jarana y de desorden, si tenía que ser un hombre responsable algún día y si su padre se había enderezado con el matrimonio, a él le tocaba su parte también. Claro que todos los amigos conocíamos las marramucias del padre y nos causaba gracia que de ese tigre tan rayado esperaran un blanco gatito.

Cuando dejó de acudir a las fiestas de los más cercanos y declaró que se concentraba en su carrera, todo el mundo se le rió en la cara y nadie creyó que podría terminar de estudiar. Dijo, la última vez que lo ví, que como cuentacuentos valía menos que como estudiante y que si no sacaba su título iba a tener que cantar en las micros para mantener a su familia. Hubo una risotada general. Pinocho fue el único que no se rió.

Tiempo después de esa velada, los perros del abuelo empezaron a ahuyar desatados en las noches, en una seguidilla de lamentos que nadie se explicaba. Escapaban por los agujeros más recónditos y terminaban debajo de las casas de los vecinos, gimiendo inconsolables, aferrándose a las viejas fundaciones de las casas del barrio, renuentes de salir y de volver a su casa. Esto sucedió por tres días.

Esa mañana, antes del alba, un tiro se escucharía en el vecindario. Nadie le daría importancia porque el vecino, militar retirado, gustaba practicar disparando a sombras y árboles cuando regresaba de sus fiestas. Sin embargo y mientras tomábamos desayuno, anuncia una voz en la cuadra que Pinocho está muerto, en el baño de su casa, con una bala en la cabeza disparada por él mismo, con la pistola del abuelo.

Llegó la policía y los familiares. Los amigos más cercanos se acercaron tímidos, pensando que el gran bromista iba a salir por la ventana cubierto por una sábana blanca y con salsa de tomate en la cabeza para gritarles en su cara que eran todos una manga de brutos…. Pero no fue así, y en cambio salió la madre transfigurada por el dolor; el hermano cabizbajo, el padre histérico y la abuela hablando incoherencias porque no podía ser cierto que su niño regalón yaciera botado como estaba, con los sesos regados en el baño.

Los hechos siguientes se confunden en la memoria, porque el dolor tiene esa particularidad. El día del funeral la procesión será interminable, todos los que han estado lejos se las arreglan para venir a acompañarle. Siguen como fantasmas la carroza arreglada con flores. El dolor trastoca las caras de los dolientes y por todos es sabido que tanto la abuela como el padre, avanzan en un estado de sopor artificial, creado por la cantidad exorbitante de calmantes que el doctor les ha administrado, para contener la histeria que provoca la sinrazón del horrible cuadro que tienen grabado en sus cabezas. Su madre, que tanto le defendió, malcrio y apoyó, avanza vestida de blanco, con los surcos de lágrimas marcados en su cara, su ojos azules aguados por el llanto y sin embargo, más entera, más firme su paso, decidida a acompañar al hijo al lugar donde ha decidido quedar. Porque él decidió terminar sus días en la casa de sus más hermosos recuerdos, acompañado por aquellos quienes siempre le adoraron y que, sin embargo, le habían empujado por muchas razones a tomar esta decisión.

La policía reconstituiría la historia y diría en el informe que Pinocho tomó un bus desde la ciudad universitaria, ebrio todavía, en la mitad de la noche y se bajó a tres kilómetros del pueblo, antes del amanecer. Caminó esa distancia y llegó a la gran escala de piedra de la casa familiar, donde tantas veces rodó, de pequeño por descuidado, de grande por borracho; se quitó sus zapatos, que quedaron perdidos entre las azaleas y una vez dentro, silencioso y decidido, tomó la pistola del abuelo y en paz después de tanto tiempo, no le costó nada apretar el gatillo y descansar. Los olores, las risas, sus perros, su hogar ahora le protegían. Era totalmente feliz. Había encontrado al que se había ido y no iba a ser ahora que iba a perderlo.

Mi Marido

Cuando nos casamos, Juan Ignacio era un hombre saludable y fuerte. Nunca pensamos, siendo tan jóvenes, la tragedia que iba a ser nuestro matrimonio. Él era muy deportista, un excelente padre, mi mejor amigo. Un día, después de una práctica, se quejó de dolor de espalda. Tenía 28 años. Llevábamos 7 de casados. Pensamos que era lumbago, tomó unos analgésicos y reposó el fin de semana. Pero el dolor no cedió.

Fuimos al médico y después de un sinfin de exámenes que nos parecieron innecesarios, y luego de haber sido derivado a otro médico, nos enfrentamos a la cruda realidad. Juan Ignacio tenía leucemia.   Y muy avanzada.

Era como estar viviendo una vida que no era la nuestra, que no éramos nosotros los que recibíamos ese diagnóstico. Juan Ignacio estaba indignado, amenazó con demandar a la clínica, pero luego, mucho tiempo después, una psicóloga nos diría que la primera parte de enfrentar la muerte es negarse a ella.

Fueron largos años que luchamos, fueron muchos los médicos, especialistas, clínicas, enfermeras, procedimientos y demases que conocimos en esos 10 años que Juan Ignacio estuvo con nosotros después del día del diagnóstico.

Me acostumbré lentamente a la nueva situación y cada vez que empeoraba y algo nuevo se añadía a nuestra rutina, era como si más peso fuera añadido a mi espalda. Me acostumbré a vivir de este dolor, y de alimentar con él mi rabia y frustración por no poder hacer nada, por no poder ni siquiera alivianar la pena. Pasamos momentos muy amargos, fuimos injustos el uno con el otro, fuimos crueles, lastimamos. También tuvimos nuestras pequeñas victorias, nuestros pequeños minutos de olvido, porque ya no puedes llamar felicidad a nada. Ya no puedes decir dicha sin pensar en que no es la palabra indicada, sino que hay otras, más cercanas: dolor, angustia, frustración, muerte.

Juan Ignacio se nutría de mi empeño y yo de su valentía. Nos amamos más que nunca en ese tiempo. Eramos como dos fugitivos, que gozábamos de cada minuto de cobijo fuera del alcance de nuestros perseguidores. Pero sabíamos que estaban ahi. Era de todo, lo más frustrante, lo que más hería. La certeza de lo inevitable, como el tic tac de un reloj, que no se va, que persite, que invade y que llena. 

Teníamos sueños recurrentes, donde nada de esto estaba sucediendo, donde la amargura era reemplazada por felicidad, de esa verdadera, de aquella que nos tocó mágicamente el día que nos conocimos y decidimos ser uno.

Fue terrible, buscábamos consuelo pero no lo hayábamos, buscábamos alivio pero era tan escaso el confort que podíamos encontrar que, un dia, sin darnos cuenta, nos dimos por vencidos y dejamos de oponer resistencia a la verdad.

Juan Ignacio empeoraba y las sesiones se hacían cada vez más dolorosas, invasivas, crueles, despiadadas, minando sus pocas energías, que con tanto sacrificio lográbamos juntar, para arrebatarlas en unos pocos minutos.  Quisimos escapar, pensábamos que nos estabamos volviendo locos. el dolor de mi alma era aumentado hasta el infinito viéndolo sufrir. Estabamos devastados.

Una mañana Juan Ignacio no tuvo fuerza para salir de la cama. Me abrazó, como hacía mucho no me abrazaba y por primera vez en largo tiempo, sentí su aroma claramente. Era como si el tiempo se hubiera congelado y fuéramos otra vez los mismos, antes de la enfermedad. Aspiré profundamente y esa bocanada me llenó de una felicidad que hacía mucho no sentía. Mis pulmones, mi corazón, mi alma entera estaban llenos del aroma del hombre que era mi compañero, mi mejor amigo, mi amor.

Miré sus ojos claros y una tibia sonrisa le llenaba la cara. Le dije, ¿amor? y ya no estaba. Me pregunté, ¿estás aquí, guardadito en mi? Y su voz clara vino a mis recuerdos, la primera vez que me dijo te amo.

Hace 5 años de ese tiempo. Y aún siento tu olor en mí, aún llenan mis pulmones las bocanadas de tu suspiro. Ahora puedo contestar la pregunta y decir claramente, si aquí estás, guardadito en mí.

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Hoy me decidí a contar tu historia

Hoy me decidí a escribir tu historia, como parte de la mía, para explicarme en el futuro las razones de mi vida y porqué siento este dolor tan grande y este egoísmo infinito, al mirar tus ojos vacíos tratando de recordarme, Soy yo, tu nieta, la que ha vivido como tú nos enseñaste, pero como poder, si tú eres todo. Eres mi fuerza, mi raíz, mi vida entera.

No sabes cómo extraño vernos juntas tomando el té, hablando de cosas sin sentido, mirándonos a los ojos y sintiendo que la vida de ambas tiene una razón. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas las aspirinas para curar mi resaca? ¿Recuerdas las comidas y cada vez que se nos terminaba el azúcar? ¿Recuerdas quién eres? ¿Recuerdas lo que fuiste?

Hasta un punto no te culpo. ¿Cuál es el propósito de seguir recordando si lo hecho ya no se puede deshacer? Si lo que no fue, no lo será nunca. Te dedicaste a nosotras con devoción y porfía, jamás dejaste de ver a mi madre como la niñita que hacía rato había dejado de ser. ¿Fuiste feliz?

Siento que van a quedar para siempre sin respuesta estas preguntas, que estamos congeladas en tu tiempo feliz, donde eras capaz de todo, con esa fuerza magnífica que emanaba de tu ser, que años después la vi repetida hasta la abundancia. Alguna vez te pregunté el por qué, creo que nunca me atreví a indagar tan profundo. Eres tan completa que no tienes defectos para mí. He querido ser como tú siempre. He tratado de escucharte y de quererte más que todos los que te conocen, más que todos los que te han amado.

Mis primeros recuerdos son contigo presente, tus ojos verdes, tu cabello tan fino, sujetado siempre con lo que fuera. Era como una vergüenza, la gringa sin sal, te llamaban. Odiabas tu piel transparente y frágil, tu aspecto distinto, incluso tus ojos. Años después hubiera dado mi vida, por lucir como tú, tal vez ahora no estaría aquí, escribiéndote…. Pero esa es otra historia, que más adelante te cuento.

Me miras con tus ojos vacíos y siento que mi vida se ahoga en un recuerdo sin tiempo, que tú tratas de buscar con paciencia infinita, como buscando los hilvanes perdidos de tus costuras. ¿Donde estás ahora? ¿Qué te hace aferrarte a esta vida? ¿Estamos condenados a perder lo que más amamos, precisamente por amarlo tanto?. Siempre fue notable la precisión de tus recuerdos. Empezaste a anotar detalles en tus pequeñas libretas o en las que yo te regalaba, hechas con restos de mis cuadernos, que atesorabas entre tus recuerdos.

Tus fotos, ¿dónde están tus fotos? “Son recuerdos vacíos”, alguien me dijo una vez, «congelados en un minuto del tiempo que ya no vuelve, que te esclaviza y te tortura, porque ya no somos los mismos».

Olguita querida, me he vuelto una maniática del tiempo, me he vuelto gris y desesperanzada en este punto, desde que él me pidió que regresara. Tú siempre lo quisiste tanto. Intuyo que hasta el día de hoy sueñas que aparezca con su porte de príncipe, sus ojos alegres y sus fantásticos chocolates, que tú guardabas bajo tu almohada y te comías calladita, saboreando.

¿Cómo podemos empezar? ¿Por dónde? Los primeros recuerdos que tengo de ti son acompañando a mi madre en todo. Eras una constante. Te recuerdo doblando las sábanas, esas tan blancas y tan fuertes que tú misma cosías, con esa tela alba y perfumada por el sol y el jabón; que colgaban infinitas en el cordel. ¿Recuerdas nuestra casa?. Cuántas veces maldecimos vivir en ella, pero qué falta nos hace su espacio. Te imagino incansable, limpiando, lavando, inventando una nueva tarea para acortar el día, para darle un sentido, para no pensar, para olvidar, para vivir.

Te extraño ahora, incluso frente a ti. Extraño nuestras conversaciones, tu risa contenida, nuestros recuerdos, nuestro hogar. El calor, el sabor de tu comida, la dulzura de tus abrazos. Te extraño como si ya te hubieras ido, y no es así. Somos egoístas los seres humanos, Olguita, lo sé. Lo vivo en carne propia cada día, no puedo aceptar que ya no eres la misma, no puedo concebir que no estás más conmigo. ¿Nos preparas, tal vez? Aprietas mi mano y me pregunto si sientes que estamos conectadas. Me pregunto si sabes que voy a contar tu historia.

N de la R: Esta entrada la escribí hace mucho tiempo atrás, cuando mi querida abuela Olga Palma Müller aún estaba con nosotros y empezaba su lenta despedida de quienes fueron lo más importante en su vida. Un año después, en una fecha como hoy,  falleció a los 93 años. Descansa en la tumba que era de su madre, en el cementerio del pueblo donde ella y yo nacimos. Aún la extraño y recuerdo sus palabras, sus historias y su vida, parte de la que, con todo mi cariño, he compartido con ustedes, como un homenaje a ella, en esta bitácora.  Te quiero mucho Olguita.