Día de los Muertos

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De pronto el cielo empezó a cubrirse de nubes inmensas, grises, algodonadas. El aire se hizo de hielo y un viento del noroeste barrió con las flores del magnolio.

Estaba en el balcón, como había sido mi costumbre desde que llegamos a este pueblo. La única diferencia es que ahora acariciaba con esmero mi vientre, rogándote que no hicieras ni un movimiento. Rogando ver los ojos azules de Esteban entre la muchedumbre. Rogando que todo este sopor melancólico tuviera un final, como cuando se despierta de un sueño y rogando que los homenajes al finado don Lico dejaran a mi marido ocupado hasta bien entrada la madrugada.

La luz se fue de pronto y comenzó a llover como si fuera Julio. Lo que más me había costado al llegar a este fin de mundo había sido caer en cuenta que las estaciones iban al revés. Que cuando en mi tierra estaban cosechando los melocotones, aquí enterraban a los niños por epidemias de escarlatina, tos convulsiva y tifus.

Me pesaba el vientre y me pesaba la cabeza con el golpeteo de la lluvia. Imaginaba sin descanso los besos de Esteban, mientras doblaba, apurada, la carta que mi empleada le llevaba ese día, escondida en la canasta de la basura. Ella me miraba con piedad, tomaba mi mano temblorosa y me contaba una vez más que ese día de los Muertos nadie hacía ninguna algarabía en sus casas. Se guardaba el más respetuoso silencio. Nadie echaba palabrotas, ni se faltaba al nombre del Señor. Se recogían las flores más primorosas y se partía en romería a los humildes cementerios, a darle compañía a los que ya habían partido. Me había descrito mucha veces el pasaje donde iban a parar los niños. Pequeños ataúdes con crespones blancos, rosas y celestes. El llanto histérico de las madres, el dolor, el dolor y el dolor.

Esta tierra estaba marcada por ese sentimiento. Lo habíamos comentado con Esteban, cuando empezamos a pasear juntos por la alameda. Cuando tomaba casto mis manos enguantadas y yo podía sumergirme en la tibieza de sus ojos. Esteban. Miro por la ventana como arrecia el aguacero y siento que nuestro hijo se acomoda en silencio, para no causar ningún problema. Ha sido un niño maravilloso, desde que tomé consciencia de su existir. Siento que no me cabe en el pecho tanto amor, como no cabe en el alma la dicha de verte cada mañana, cuando abres tu tienda y me dedicas una larga contemplación.

Nadie le falta el nombre al Señor, dijo mi empleada y se me quedó su frase en la memoria, mientras seguía de lejos la pompa fúnebre de don Lico. La viuda y sus hijos pequeños avanzaban detrás de la carroza, pagada con los rastrojos de su fortuna. Iban lento. Sabían que cuando el hombre ya estuviera en su lugar en el cementerio, una nube de acreedores les caería encima, como enjambre de langostas.

Ahora llovía a cántaros. Tal como la tarde que empezó nuestra historia. Cuando entramos apurados, quitándonos la ropa… una señora como yo no debe hablar de esas cosas; como tampoco debería estar encinta de quien no es su marido.

El cortejo avanzaba a paso cansino, hasta que los perdí de vista. Don Lico va a tener un lugar a este lado, donde sus deudos puedan ir a acompañarle. Donde puedan dejar un ramo de flores y rezar un Padrenuestro con sentimiento. Mis muertos están muy lejos; como están los tuyos, Esteban. La muerte nos obsesionaba. Nos sigue las pisadas muy de cerca, dijiste un día. No teníamos dónde llorar a los que nos habían dejado. Estaban lejos, al otro lado de este mar inmenso que nos había hecho replantear nuestra existencia. Nuestros muertos yacía abandonados. En un cementerio sin lápida ni nombre. Sin nadie que junte las letras de un Padrenuestro…

Tuve que cerrar de golpe los postigos. El viento azotó los suaves pétalos de mis magnolias y las arrancó de golpe. Vi como la fuente se fue llenando de ellas, como la lluvia causaba estropicios en la quietud de sus aguas. Se abrieron las nubes de pronto, en un último y agónico suspiro del día que ya se iba.

Pensé en ti, papá y tu lápida sin nombre. Henry la dejó de esa manera, para castigar tu suicidio. Tu falta de valor para enfrentar las deudas que te había dejado el exceso de confianza. Pensé en la joven viuda de don Lico. Ella le daba la mano a lo incierto. Este último despunte de luz seguro no le traería ninguna conformidad. Largos eran los días que le quedaban por delante. Dolorosa era la afrenta de pagar “las deudas de un caballero”

Se iría en silencio y con recato. Eso yo ya lo sabía. Dejaría sin mirar atrás, el fantasma de un marido que la había sumido en el escarnio y la burla, pero al menos había tenido a bien morirse cuando aún les quedaba algo. Su borrachera y la golondrina que anidaba en el techo de la farmacia hicieron el favor de despacharlo.

Al irse, renunciaba a tener a dónde rezar. A dónde buscar consuelo y respuesta a las preguntas que acompañan a los que se han ido de repente. Ella lo iba a hacer por su propia voluntad. Yo, había sido arrastrada por una promesa en el lecho de muerte y por el pavor de una vida en la pobreza o el claustro.

Ahora, mi consuelo estaba justo aquí, en mi vientre. Iba a afrontar lo que fuera necesario para tenerte a mi lado. Renunciaría a mis recuerdos, mis muertos, mis fantasmas. A eso y a todo lo que fuera. Eres mi fuerza vital. Mantener la frente en alto se me hace indispensable y me crea el hábito del valor. Camino nuevamente por el corredor. Aspiro el olor que dejó el aguacero. Cierro los ojos y pienso que nadie encenderá una vela por el descanso del alma de mi padre, y en su nombre, en el nombre de mi tranquilidad y de la luz maravillosa que siento en mi interior, busco los cerillos, desbocada, antes de que muera la última luz de este día.

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En la Ciudad

Cuando sentí el embate de su sexo, sólo alcancé a dar gracias a Dios por haber nacido, como había imaginado que debía ser. Su voz llenó los rincones de mi mente y la certeza de sus manos trajo el sudor a mi espalda. El ruido de la ciudad era como el de las olas del mar. Lo sentí tan parte de mí, como cuando se abraza una quimera, me sentí tan suya, como cuando la sensación de libertad no alcanza para cubrir el precio del amor.

Iba premunida de un libro de tapas ajadas, para matar el tedio de la espera. El balcón daba a la avenida. Las horas muertas anteriores sólo habían dado rienda suelta al deseo. Aquel primordial y salvaje. Aquel que sus obscenidades dulces habían martillado en mis oídos, por semanas. Imaginaba, a medida que avanzaban las páginas y el tiempo, su voz rozando los espacios escondidos de mi cuerpo. Por instantes infinitos, le amé. Con la fuerza de aquellos que han sobrevivido; con la constante de los tiempos; con el rumor definitivo de la ciudad que me rodeaba. Te he esperado desde tiempos nebulosos y distantes, dije en voz alta, cuando el ruido del teléfono y su voz me trajeron de vuelta a esta realidad.

Acaricié su rostro, cuando estuvo frente a mí, en el balcón, mientras su voz llegaba con preguntas irrelevantes, datos sin sentido en la naturaleza de este encuentro. Buscaba sus manos, buscaba su esencia y cuando por fin pude holgar sobre su cuerpo, los sueños alimentados por semanas tomaron el control de mi persona.  Se convirtió en un experto en mí en los segundos posteriores, mientras su voz me iba trastornando. Siempre tuvo esa capacidad. Ahora, se regodeaba de ella y me penetraba con la libertad de quien se sabe deseado.

Resistí el asalto de su masculinidad con estoicismo y vehemencia, mientras el sudor inundaba nuestros cuerpos. Escuché el latido de su corazón, bebí su transpiración. Abajo, la ciudad se iba calmando. Cambiando. Cambió él después del receso de la pasión, después  de contarme sus secretos y verme más allá de mi propia desnudez. Cambió todo en un segundo. Como cambia la vida, las estaciones, el mar.

Aún tengo su olor, tatuado en mis manos, entre mis muslos, dentro de mi propio corazón. Aún no termino el libro de tapas ajadas y aún escucho en sueños sus palabras. Aún extraño esas frases lujuriosas que insuflaban mis deseos. Aún pasan muchas cosas, como en aquella avenida, donde la ciudad sigue martillando los recuerdos, como las olas en el mar.

El Mago

Sergio Rodríguez siempre supo de encantamientos. Pases con las manos y la atención absorta de una audiencia atolondrada con los movimientos del prestidigitador, formaban parte de su vida, tan patentes, como aquellas imágenes de sueños que, de pronto, se hacen realidad. Como se hizo realidad Graciela, aquella tarde de primavera, mientras los retamos florecían y los nerviosos picaflores se perdían dentro de las fucsias y los rododendros.

Nada más la vió salir, con sus cabellos al viento y sus labios acorazonados, sintió el aguijón caliente del amor. Las caderas de ella se balanceaban al ritmo de sus latidos y no le costó ningún esfuerzo averiguar detalles íntimos de su vida, mientras  hacía aparecer palomas y flores con sus trucos. Una sonrisa entera, grande, hermosa le llenaba a ella la cara de vida. Vida que no había vivido, vida que no había saboreado nunca con el dulzor que Sergio Rodríguez le ofreció en cada uno de sus pases mágicos. En cada truco, en cada movimiento de las cartas, la risa hermosa y cantarina de Graciela le daba razones más que suficientes al mago del amor, como ahora se llamaba, para inventar nuevos números y no perder de vista a esta mujer que le hechizaba por completo.

En cosa de semanas eran amantes. En cosa de semanas, Sergio se enteró con lujo y detalle de la catástofre que habían sido los últimos doce años en la vida de Graciela. Cómo, fingiendo amor, había mantenido un matrimonio de opereta con el hombre más aburrido del planeta. sólo por la sanidad mental de las dos hermosas hijas que había concebido en ese claustro que ella llamaba vida. Cada truco del mago, cada intentona le daban a ella las alas para querer volar lejos, pero se detenía al pensar en el qué dirán, en la irremediable suerte que había elegido por destino, en la comodidad de su hogar, en la aversión a la vida itinerante del circo, en los sueños en que naipes se le venían encima, en castillos desarmados y la cara triste de Sergio Rodríguez cada vez que le comentaba, después del amor, los lúgubres presagios que llenaban sus noches.

Graciela exudaba pasión. Sus cabellos crespos, su boca de perfecto corazón, sus pechos turgentes, sus caderas amplias. Todo estaba en la memoria del mago, que le dibujaba lujurioso en sus pases, cada noche, en las funciones del circo. Quería otro destino, quería llenarse de gloria por ella. Quería aletear sin descanso, como los colibríes que revoloteaban entre las lilas. Quería todo. La quería a ella.  Saltaban las flores del sombrero de copa y Sergio imaginaba que no sólo podía hacer brotar flores y conejos, palomas de alas romas y bolas de fantasía. Imaginaba que también podía hacer aparecer un futuro esplendoroso para ambos.

La noche que llegó el marido de Graciela a gritar la traición y su nombre  a la función, debe de haber sido la más trágica y bochornosa para toda la comparsa. Sergio Rodríguez tiraba los cuchillos con los ojos vendados, mientras Irene, la mujer del domador, enfundada en una malla de azul tornasolado, sonreía petrificada por la naturaleza del acto. Acto que ella prefería antes de lavar los calzoncillos cagados del marido, que jamás lograba eliminarse el olor a bestia enjaulada. Chilló la traición el esposo mancillado de Graciela e Irene pagó la culpa de Sergio Rodríguez. El cuchillo se le incrustó en el ojo izquierdo, penetrando su cráneo alargado, hasta quedar estampado en el tablón de encino donde se apoyaba la artista. El mago no se dio cuenta de nada, hasta que el público empezó a gritar y el mismo marido de Irene, junto con el de Graciela, entraron a la pista de aserrín, uno colorado de furia y el otro blanquecino de espanto.

Sólo el día de su muerte Sergio Rodríguez recibió una golpiza igual. Pero aquel día no era su destino pasar al otro lado del alambre y el padre de don Martínez, vestido de payaso, les tiró agua con lavandina a los agresores hasta hacerlos retroceder.  A empellones sacó al domador viudo y al marido agraviado fuera de la pista. Tocó la orquestita la música de final de función y llegó la policía. Todo se volvió nebuloso. Todo se volvió del color del aserrín. No hubieron trucos para Sergio Rodríguez que lo ayudaran a salir antes de los cincuenta días que estuvo en la cárcel. Allí se enteró de la desaparición de Graciela y su posterior hallazgo entre las tablas carcomidas de la leñera. El perro de la casa amenazaba con romper los nervios de todo el barrio, a fuerza de rascar los tablones y recibir las zurras del marido. El domador viudo se ahorcó con su látigo y desfalleció en la jaula del rey de la selva, bestia inmunda y desdentada, que no tenía más aprecio por la vida que la que tuvo su compañero de función. Bostezó largamente, antes de apoyar su cabezota sobre el cuerpo del domador. Fue necesario pegarle un tiro para lograr sacar el cadáver que, después del tercer día, ya apestaba a todo el pueblo.

Sergio Rodríguez perdió la felicidad de la magia y se olvidó de todo encantamiento que hubiera dominado jamás. Me hubiera gustado conocerlo antes que esa tragedia opacara su vida para siempre. La alegría le rebalsaba la cara. Ahora, era un alcohólico fantoche y arrogante, perdido entre sus propias mentiras, que inventó desesperado, durante cincuenta días, para no morir en la cárcel, de abandono y desolación. Me hubiera encantado conocerlo antes.

La Nuit de Carmen

Facundo se subió los pantalones, tiritando. Esto de ir a orillas del río, entre los pastos subidos, estaba bueno para los chicos, pero nosotros ya no lo eramos y francamente llevábamos un buen tiempo en estas maromas de colegiales. Todo por culpa de la indecisión de Facundo y mi marido Juan.

El policía Juan Angel Iturrieta se paseaba esa noche, cumpliendo una ronda de rutina, por el casco antiguo de la ciudad. El ruido de sus pasos se amplificaba por las construcciones del pasaje del Fundador. La noche estaba tranquila. El aire del río se venía sereno a sus narices. Por ahí escuchaba algún quejido a la lejanía y se burlaba para sus adentros. Quizás a quien le estaban poniendo los cuernos esa noche. Era por todos sabido que a falta de un techo, las parejas de adolescentes, los maricones e incluso aquellos que faltaban a su promesa de fidelidad matrimonial, buscaban los pastos a orillas del río, para holgar por unos momentos, que se hacían de miel y sudor, al abrigo de la pasión que nublaba las mentes caldeadas por el ritmo, monótono pero placentero, del sexo al descampado.

Eso estaba destinado a cambiar. El hombre misterioso que vino desde la capital y compró el terreno baldío cercano al hospital, empezó a construir sin demora. Publicó en todas partes, aunque no hubiera sido necesario, que su intención era tener el primer establecimiento en el pueblo que le diera la dignidad necesaria a todos aquellos que se escabullían por la rivera, congelándose el trasero en el invierno y llenándoselo de picaduras de mosquitos en verano, por el derecho inalienable y esencial del ser humano de poder tirar como Dios mandaba, en una cama de sábanas limpias, con cortinas y puertas que les separaran del mundanal ruido y del qué dirán, a un precio razonable, no faltaba más. Y fue tanta su prisa y su empeño, que en menos que canta un gallo, ya estaba a punto de inaugurar.

Facundo me llegó con la idea del motel, como si eso nos diera un nuevo aliento. Carmen, me dijo, se va a llamar la Nuit, como aquella canción que escuchábamos cuando eramos chicos, te acuerdas?. Sí, la misma que tocaron cuando me casé con Juan Angel, porque tú tarado, te echaste para atrás con lo nuestro y me dejaste botada en este pueblo donde todo el mundo habla. Vamos, dale, vamos, me insistió con su sonrisa perfecta, esa que me conquistó cuando tenía catorce, que me sedujo de nuevo, después de los veintiuno y que me había dado dolores de cabeza, una úlcera al duodeno y sólo Dios sabía la cantidad de sustos y carrerones que había tenido que pasar. Vamos, le acepté al final.

El policía Juan Angel Iturrieta no podía creer lo que le decían. Sus ojos se agrandaron, su tez se volvió color berenjena y un profundo calor ahogó su garganta. Herbert, el gordito de cachetes colorados, que había aceptado el puesto de recepcionista del nuevo motel, se le reía en la cara. Si te están cagando, tarado. Yo mismo los ví, de la mano como tórtolos, haciendo la reserva de la habitación. Es esta noche. Esta noche te ponen los cuernos, idiota.

Era sábado. La noche estaba en paz, interrumpida sólo por los murmullos que venían de la nueva construcción. Estaba lleno. Cada habitación tenía una pareja que gozaba por primera vez de este lujo. Tal como había prometido el hombre de la capital, una cama cómoda, sábanas limpias, cortinas de gruesas cretonas, puertas de lenga que se cerraban herméticamente, aislando la fiebre poderosa de la calentura entre estas cuatro paredes. Allí estaban Carmen y Facundo, por primera vez desde que tenían memoria, desnudos completamente, mirándose a la luz de un bombillo y no de la luna. Sonrieron. Se abrazaron. Se dieron un tierno beso. Se abrió bruscamente la puerta. Se escucharon los tiros.

El policía Juan Angel Iturrieta había irrumpido en dos puertas antes de dar con la de su mujer y su amante. Le pegó un disparo certero a ella y otro, un poco desviado, a él. Aún tenía ese calor ahogándole la garganta. Se acercó lentamente y de un sorbo voraz, se bebió todo el vaso de agua, que tenía marcados los labios de Carmen. Conmigo nunca te pintabas, puta, dijo antes de salir.

Caminó a los estacionamientos, sintiendo miles de ojos posados en su espalda. La noche aún cubría todo. No pensó en nada. No dijo nada. Pasó un tiro a la recámara y se quedó en suspenso. Recordó la risa miserable del gordito. Vió su uniforme con las pintas de sangre de ambos cuerpos. Escuchó el ulular de la ambulancia. Miró atentamente el firmamento. Apuntó con precisión y con fuerza. Cayó y sus sesos dejaron una marca color berenjena, en el pavimento recién inaugurado.

N de la R: Este relato, inspirado en un comentario que hizo, en una entrada anterior, nuestra amiga Claudia Ibañez. Para ella con cariño, a la manera de Historias ciertas y otras no tanto.

No Recuerdo

Haber estado tan cerca de ti en un tiempo anterior. No recuerdo haber sentido tu olor y haber besado tu espalda, en un tiempo anterior. Recuerdo sí tus ojos color esmeralda y el perro ovejero que cuidaba tus pasos y paseaba contigo en las tardes, después del almuerzo.

No me acuerdo de nada más que de tus ojos y sin embargo, tengo tu semblante pegado en mis sueños, tengo tu aroma desembarcado en mi nariz y tus manos tomando posesión imaginaria de mis concavidades. Tengo tus caricias dibujadas en mi espalda y mis besos tatuados en la tuya. Tengo memorias que no son mías y quisiera entrar en tus recuerdos, ver tus fantasías, retozar en tus pensamientos y descubrirte, otra vez. Una vez. Alguna vez. Muchas veces.

 

Nada Más

Queda el abrazo grabado en su memoria. Recorre el panorama y sentirá que, de alguna forma insólita y verdadera, lo que queda es sólo el abrazo. Eso y nada más.

Nada más que un abrazo finito y dulce. Ni la voz, ni la risa, ni los sueños. Ni el olor de los libros viejos, ni la cama de la abuela. Ni el frasco colmado de agua fresca, ni la pasión de media noche. Ni el humo del cigarrillo, ni las galletas de jengibre o la ensalada de pepinos ni el pan del desayuno. Nada más queda. Nada más.

¿Por qué ahora?

Me preguntas con tus ojos intrigados, mientras la segunda botella de alcohol recorre nuestras venas, entibiando nuestros cuerpos, afiebrando mi mente y congelándote en mi corazón, de esta manera hermosa en que brilla tu mirada, ebria y esquiva.

¿Por qué ahora? me repites y no sé qué contestar. Sólo quiero tu proximidad en las puertas de mi inconsciencia, en los albores de mi cuerpo y que te quedes ahí, muy quieto. ¿Por qué ahora? Porque quiero, porque puedo y porque estamos aquí.

La mañana siguiente no hay reproches ni miradas acusadoras. No hay largos desayunos ni paseos  tomados de la mano, ni frases ajenas con «te quieros» cursis y gastados. No hay responsables, ni culpables, ni tiempos ni mañanas. Sólo las risas contenidas,  besos apurados y la alegría de ser.

Eso es lo que he visto y ese es el porqué.

Abrazos

Abrázame fuerte, no te sueltes de mí, dice él entre divertido y serio. Aquí estoy, apriétame fuerte, antes que lo último de mí se vaya.

Escucho tu corazón, siento tu aroma en mi nariz y eres parte de mi ser, piensa ella mientras aprieta su espalda contra su pecho. 

Abrázame fuerte, dice él de nuevo, no me sueltes que esto es lo que queda, esto y nada más.

Ella le verá alejarse después de este abrazo, ser nuevamente el sorprendente, locuaz e interesante que siempre ha sido, quedarse con su olor perdido en sus sentidos y dejarle ir. Queda el abrazo grabado en su memoria. Recorre el panorama, huele el río y sentirá que está aquí, pero de alguna forma insólita y verdadera lo que queda es sólo el abrazo, eso y nada más.

Nunca fuimos

Ella se acomoda en el sofá y disfruta del penetrante sabor de su trago. Se miran como siempre y ríen de la vida pasada, sin poder parar. Se pierden en historias infinitas, como infinitas han sido sus vidas, desde el día que se conocieron. Divergen, sin embargo en cuándo fue ese primer día. Ella insiste en cuando se conocieron en el río, pero francamente él no tiene memoria de ese tiempo. Él insiste que fue aquella noche de copas, cuando, producto de la efervescencia y la fiebre que les recorría por entero, se fueron juntos, recorriendo el pueblo en mitad de la noche hasta encontrar un lugar donde amarse. Hacía frío, recuerda él. Estabas borracho, acota ella. Ambos ríen y es como si de pronto, se hubieran trasladado a ese momento.

¿Seguimos siendo los mismos? consulta ella intrigada. Este sentimiento pegajoso y dulce hace presa de sí, una vez más, en una regularidad que se niega a abandonarle. Nunca hemos sido mejores que ahora, aboga él, presintiendo la avalancha de preguntas y cuestionamientos en los que siempre acaban por tocar este tema. Él sólo quisiera tocarla, como aquella vez, descubrir su piel a la tenue luz y entibiar sus manos entre sus concavidades, como entonces. Se miran y ya saben qué es lo siguiente.

Entre abrazos perdidos, oliéndose como siempre, recreando la hermandad única que les caracteriza, él formulará la razón y motivo fundamental de su existir. Nunca fuimos nada más que esto. Nunca insistimos en nada ni demandamos nada. Sólo somos. Y aquí estamos. Este espacio es sólo nuestro, en un tiempo finito determinado por nosotros. Eso somos, nunca fuimos ni más ni menos que ahora.

Se abrazan nuevamente. Un escalofrío recorre sus espaldas. Se besan como lo han hecho desde aquella noche de invierno, donde, venciendo la escarcha, se amaron. Encontraron el calor que esperaban y ha permanecido siempre ahí. Ríen como entonces, se miran como entonces y por un minuto mágico no hay más que sólo ellos.

Siento que no te conozco

Regresa, él regresa. No se han visto en al menos cinco años. Hablan de lo mismo que siempre han hablado; sin embargo, no se conectan, hay gravedad en los comentarios, un desacople molesto y continuo. Quería verte porque eres mi razón, piensa ella antes de iniciar el diálogo por tercera vez. Quiero escucharte, porque eres mi aire, pero te enrareces y acabas en el suelo, al final de mis imágenes favoritas, como si no fueras nadie.

¿Tanto ha sucedido? ¿Tan disímil ha sido nuestro evolucionar? ¿O te has vuelto demasiado predecible como lo pensé en un principio? ¿Es esta mi luz? ¿eres tú el que me solía sorprender y mantener el arrobo en mi ser por más tiempo que el que duraba tu olor en mi cuerpo?

Ha pasado mucho tiempo, dice él por toda respuesta a la maraña de preguntas que brotan, complicándole a ella más de lo que quisiera. Pierde el hilo de la conversación, se confunde en las palabras, bosteza, se desconcentra. Trata de mirar por dónde se ha ido la fantasía y de dónde ha llegado este ser, que sin duda es parecido, sin embargo, ya no es el mismo.

Se sorprende, nuevamente, mirando por la ventana. Descubre la cortina raída. ¿Desde cuándo estuvo así? La casa cayendo de vieja, fría, imperfecta, sin embargo con su aroma y sus libros regados por doquier. Hace un nuevo esfuerzo, un nuevo intento, pero nada. Nada de nada.

La Despedida

No hay necesidad de explicaciones, ni de largos discursos. Él parte a la capital a buscar a la mujer a la que le ha escrito la gastada servilleta con el decidor te amo. No hay nada más para ella en ese corazón. Ambos lo saben.

Un sentimiento amargo, uno que nunca antes había sentido, le embarga. Todos los recuerdos, todo lo que alguna vez vivieron se junta en una sola masa dolorosa, que le hace pensar en lo perecederos que son por sí mismos y lo fuertes que se tornan cuando la voluntad se empeña en traerlos de vuelta una y otra vez.

Ha sido su voluntad y nada otro lo que le ha hecho mantener este sentimiento corrosivo y dulce en su corazón todo este tiempo. Ha sido eso y nada más, se repite. Trata de lograr una perspectiva más entera de la imagen de ellos alejándose para siempre. No lo logra. Algo en su interior le golpea, le dice que no será la última vez. Que para siempre es mucho tiempo y que nunca más también es mucho tiempo.

-No digas nada y sólo abrázame- dice ella conmovida. Abrázame y déjame respirarte por esta última vez, dice sólo para sí.

-Estaremos en contacto- dice él. Quisiera decir tantas cosas, pero su naturaleza siempre le hace hablar cuando no es necesario, no siente la despedida, sólo espera el viaje, el cambio, el movimiento, la intención.

Infinitas cosas les sucederán a ambos en los próximos seis años de sus vidas. La existencia misma fluirá entre ellos, como un río escondido. Estarán separados, viviendo sus propias realidades en un camino que han decidido hacer cada uno por su lado. Se enviarán saludos de navidad y felicitaciones de cumpleaños. Mandarán breves notas, tratando de indagar por la existencia del otro y seguirán empujando este carro mágico que otros llaman VIDA.

El futuro no está escrito, mencionó él una vez, dentro de sus muchas frases notables. El futuro no está escrito repite ella para sí. Y guarda los recuerdos en el bolsillo. Desaparece la amargura, se abre la perspectiva y se queda sólo la alegría de esperar para su mejor amigo lo mejor.

Yo te Amo

Se encuentran como siempre. Hay desorden en la habitación. Ella intuye algo raro cerca y hablan como de costumbre, de todos aquellos temas que frente a otros serían inapropiados, ridículos o superfluos. Hablan como siempre lo han hecho, desde el fondo de sus corazones, desde la tibieza de sus pensamientos, pero esta vez, sin la sinceridad de sus almas.

Él va a buscar un café a la cocina y ella revuelve descuidada un lote de papeles, indagando por alguno de los geniales artículos que él suele escribir para el periódico local. Sin embargo, no encuentra un artículo, encuentra sólo una frase, perdida entre la maraña de hojas, encuentra un yo te amo, escrito con lápiz trasnochado, en una servilleta. Un yo te amo, que no es para ella, que lleva un nombre que no es el suyo. Da un paso atrás, no sólo en la habitación, sino en su vida entera. Nuevamente, la sensación de la hecatombe se planta en sus sentidos, inunda su ser entero, con el amargo sabor de la desdicha. Yo te amo, sonríe y repite con sorna, y se va, antes que él regrese con el café.

Hoy me Enfermas

Es la quinta vez que se visitan. Parece rutinario y cansador. Lento se acostumbra ella a sus manías y lento parece que él se aleja. Como una premonición, ella le siente cada vez más distante, más extraño, más confuso. Parece que todo se diluye al calor de la proximidad y la fantástica luz de sus recuerdos parece cegarla maquiavélicamente. ¿Dónde estás? ¿Mi vida, mi amor, mi sueño hecho realidad?. Tu sonrisa amplia y tus palabras sonoras se vuelven lacónicas y estúpidas a la vista de lo cotidiano.

Parece que tanto amor le enferma, parece un pajarillo atrapado en un espacio cubierto de espejos, lucha por marcharse. Tal vez sea que es ella la que le enferma. Tal vez sea, piensa ella, por primera vez en este tiempo, que no están hechos el uno para el otro y que ese ser maravilloso e ideal existe sólo en su corazón, creado por la lejanía de los hechos y la pasión enfermiza de un verano.

Le mira bajo esta premisa y el discurso parece gastado, la palabra se escucha manoseada, la pasión es insatisfactoria y sólo queda el profundo análisis, y sin palabras, concluir, no, hoy tú realmente me enfermas. 

Atrapando el Aire

Existe este sentimiento pegajoso y molesto que brota de su corazón cuando ella menos lo espera. Ahora conoce como él piensa, a dónde va y  quien es. Ha logrado atrapar el aire que se escapaba de entre sus dedos en la cálida atmósfera del verano. Está todo tan claro ahora, casi demasiado.

No hay sorpresas ya, y ella resiente de ese grave error, que le parece imperdonable y básico. Dónde él ha estado es la tierra del dolor y la frustración, de los recuerdos contenidos y las explicaciones forzadas y pragmáticas que no son suficientes. Ella siente su espíritu y le llama en silencio. Tranquiliza su propio corazón escucharle hablar y sentir. Ella también viene de vuelta, pero se confiesa más entera, la experiencia la asume con otra mentalidad.  Son tan distintos, pero tan similares.

Él es energía, palabra, hechos, ideas. Ella es sentimientos, espacios, quietud. La pasión se ha repetido en el tiempo con regularidad. Se acostumbran a ella, como se acostumbran a la naturaleza de sus cuerpos. Dejarán de verse por un tiempo prolongado y aún así, al verse, acercarse y sólo olerse, estarán nuevamente conectados.

Eres mi hermano y mi amigo, dice ella en la despedida. Eres mi amante y mi mejor compañera, reconoce él silencioso y complicado. Así se verán más adelante. En una mezcla de roles sin sentido para nadie, sólo para ellos.

-Envenenarás mi mente y mi corazón- dice ella, haciendo dramático el adiós -cada vez que te recuerde, será la misma bocanada de aire tibio del verano que nos conocimos…

-Ven acá – dice él decidido – Esto es lo que queda de mí, aprovecha ahora -afirma pegándola a su sexo. Ríen divertidos. Comparten la noche como siempre. Se alejarán silenciosos al amanecer, al aire suave de la madrugada, donde todo es puro y fresco, sus olores confundidos, como la vida.

La Canción

Se acercan lentamente en un abrazo esperado por ambos. Ruedan despacio por la alfombra mientras la cadencia de la canción que más les representa suena de fondo, suavemente:

«I gave you all the love I got
I gave you more than I could give
I gave you love
I gave you all that I have inside
And you took my love
You took my love
Didn’t I tell you
What I believe
Did somebody say that
A love like that won’t last
Didn’t I give you
All that I’ve got to give baby

I keep crying
I keep trying for you
There’s nothing like you and I baby

This is no ordinary love
No ordinary Love
This is no ordinary love
No ordinary Love

When you came my way
You brightened every day
With your sweet smile

Didn’t I tell you
What I believe
Did somebody say that
A love like that won’t last
Didn’t I give you
All that I’ve got to give baby

This is no ordinary love
No ordinary Love
This is no ordinary love
No ordinary Love

Keep trying for you
Keep crying for you
Keep flying for you
Keep flying I’m falling»

No hay más que agregar. Todo lo demás lo inicia un beso, al arrullo de la música que se extingue.

Amanecen abrazados, se besan furtivos y delicados. Ella abandona la habitación.

Conversaciones

Es la primera que se sientan a conversar como dos personas normales, sin que la pasión los domine de buenas a primeras. Es increíble todo el tiempo que ha pasado y sin embargo, ella sigue sintiendo cosquillas en su estómago cada vez que está cerca de él. Esta no es la ocasión para hablar de romance ni aventura. Un trágico suceso los convoca y explica la importancia de su encuentro; un amigo común se ha suicidado y ellos han quedado, como todos los demás que  conocían al occiso, estupefactos, choqueados, con un profundo sentimiento de la sinrazón de la vida y lo trágica de esta decisión.

Se hace rotundamente inexplicable y circulan diversas versiones, que es típico  en sucesos como estos. Cómo pudieron ser tan ciegos y cómo pudo ser tan absurda la decisión es la pregunta recurrente. Intercambian opiniones, él se molesta por la liviandad que ella le asigna al tema, porque creen distinto. Él siempre se ha empeñado en luchar, en no abatirse y esta decisión que ha tomado su amigo, le parece tan increíble. Ella es más pragmática y opina que mientras no se junten todas las piezas, que será bastante improbable en un futuro; nadie sabrá exactamente el por qué. Así discuten dialogadamente y concluyen innumerables cosas, ese día y los venideros, que acercan sus almas, más que otra cosa.

Es así que ella descubre que en minutos de sin razón, como este día en particular, su presencia será el mejor catalizador. Él nunca lo ha mencionado, sin duda nunca lo dirá. Pero existe un punto de referencia, una causa y un efecto. Muchos llaman amistad a este nexo. Ellos no saben cómo llamarlo todavía, probablemente no lo nombren nunca.

En un futuro próximo él dirá que la esencia del amor está basada en la palabra Amistad, ella pensará entonces qué afortunados somos de llamarnos de esa forma. Sin embargo, no estará segura si es bastante o muy poco, así como hoy no está segura si la decisión trágica del amigo fue acertada en su esencia o un arranque irracional producto de una situación insostenible. Así concluye, que la fuerza del espíritu muchas veces no es suficiente, así como en este momento no le es suficiente ser amiga.

Yo también te quiero

Se miran nuevamente, como el primer día y se hablan despreocupados y secretos. Nadie más alcanza en este espacio reservado para ellos. Se miran. Él expone teorías graciosas y profundas acerca de la vida, ella responde con sarcasmo, a veces, con atención las más, con risas que ambos comparten.

Ella discute que él no escucha, que no maneja más tiempo que su tiempo. Él se disculpa e inicia un largo discurso, que es cortado antes de empezar por un comentario que se hará oportuno y constante a lo largo de sus vidas. Ella dice – no quiero explicaciones, no soy tu madre.

Ríen ambos y él insiste en la explicación. Ella corta sus palabras con un beso y se abrazan en la oscuridad del living. Ella quisiera un mundo entero de rutas abiertas, grandes posibilidades de soñar juntos o de al menos preservar este momento por un rato más largo. Él lascivo y visceral, acaricia sus caderas, aprieta su espalda y ella retrocede incomprendida.

¿Qué pasa? Pregunta él, con expresión de abandono. Tengo sueño dice ella, debo volver. Quédate aquí, lo has hecho antes, sugiere risueño. Ella se levanta, hace un comentario, una mueca de ofensa, que parece una charada y se marcha.

Antes de cerrar la puerta, en la última chance antes de la despedida, él insiste en su oferta; ella volverá a insistir en la urgencia de dormir. Él acepta que esta vez ha perdido, sin embargo, no puede evitar el comentario: Yo también te quiero…

Juegos

Escuchan por tercera vez la seguidilla de canciones, saben que lo que han decidido no cambiará jamás el curso de sus vidas, que existen otras vidas que deberán o simplemente decidirán vivir. Salen separados. Un beso furtivo y ya está.

La escena se repetirá varias veces ese verano, el calor y la locura de la estación ayudará a asentar este amor que exuda rabioso y permanente, que se palpa en el sudor de sus espaldas, que les hará vivir juntos y desear no haberse conocido, que les hará tener un destino en común que al cabo de los años les convertirá en amantes, amigos y hermanos. Todo junto en una sola amalgama que otros llaman vida. Compartirán un sino equivalente y por lo mismo absurdo, se amarán en cada oportunidad, porque se conocen, porque lo saben y porque pueden, con rabia, con pasión, con resignación, con olvido y con el corazón. No importará quién esté de por medio, sólo esta fuerza irrefrenable les unirá miles de veces a lo largo de sus vidas, pero ellos no lo saben en este punto. Lo sabrán más tarde o tal vez ni siquiera se den cuenta…

La celebración del carnaval ha comenzado. No han acordado nada, pero irremediablemente llegarán al mismo punto de reunión. El lugar está abarrotado, miles de brazos expectantes se alzan al compás de las canciones, Muchos se besan furtivos en las esquinas y se abandonarán al terminar la noche.

Ella llega tarde pero entera, con su grupo de amigas ruidosas y desafiantes. Atraviesan el túnel que conduce al salón principal. De pronto flashes de fotografías golpean sus ojos que recién se acostumbran a esta media luz.

Ella lo divisa a lo lejos, ebrio y decidido, rodeado de sus amigos que ríen, beben, se abrazan cariñosos, en una hermandad que extraña y primordial existirá después de este día.

Bailan todos. Juntos. Por separado. Beben todos. De pronto ella siente otro flash molestoso en sus ojos, siguiendo la luz ve que él ha escondido la cámara en su bolsillo. ¡Payaso! Dice ella molestada. Él no reparará del comentario y fingirá no haberla enfocado. Ni siquiera hablan. Ese día no se irán juntos ni se verán. Han empezado a aceptar su destino como tal y no se persiguen.

Ella sale tarde y abruptamente con sus amigas, una pelea ha empezado. Alcanzan a ver nítidamente como las sillas vuelan por las cabezas de los danzantes. Es él y sus amigos, a puñetazos con quién sabe quién. Ríe fastidiada y se marcha.

Años más tarde descubrirá las fotografías en la habitación de él y se dará cuenta de muchas cosas que hasta ahora ha pasado por alto.

Certezas

Amanecen abrazados en la playa, con el sol golpeando fuerte sus cabezas y los pájaros cantando alegres hace rato. Lento se dirigen a la casa donde él se hospeda.

Luego de una ducha y un escuálido desayuno, se dirigen a la cama, frescos y sonrientes. Se miran, se tocan, se abrazan, se aman nuevamente y luego una vez más.

Él decide traer una jarra con agua fresca en caso de necesidad. Ella ríe divertida la ocurrencia y se pasean desnudos por la habitación, con el sol entrando a raudales por la ventana. Es medio día.

La música acompaña el momento y no hay preguntas ni frases comprometedoras. Sólo la fresca proximidad de sus cuerpos y su conversación certera y animada. Nada más existe, nada más existirá nunca más.

Ella lo entiende tan simple y llanamente, como si hubiera sido un secreto a voces, por mucho tiempo guardado en su cabeza. Todo lo anterior, el sufrir, el cuestionar, el dolor, todo aquello desaparece a la evidente presencia de esta conclusión. Cuando él empieza a contar lo que ha sucedido en este tiempo de ausencia, ella cierra sus labios con un beso. Realmente no importa ya.

Acaricia la cadena con el mapa de la tierra que él juró defender y piensa que no hay necesidad de sentir celos de una quimera, representada tan sencillamente. No hay necesidad de hilar más fino esta historia, porque lo que el tiempo les tenga reservado, será siempre de la misma forma. Porque ambos lo han permitido, porque también existe medida en este amor que se profesan, porque ambos han aprendido en este día soleado de verano que no hay nada más allá de este momento. Que siempre estarán juntos como están en este minuto de sus vidas, y que no importa nada más. Permanecerán juntos largo tiempo, este día y los venideros, porque así lo han decidido, porque no hay amor más grande que la libertad de poder amarse, sin preguntas, sin mañana, sin ayer y sin quizás. Así lo escriben con besos y voces entrecortadas esa tarde de verano. Pronto se dan cuenta que el agua de la jarra se ha ido. Ríen y él, amable y servicial, trae más.

Sin Palabras

Han pasado los días y las semanas. Todo parece haberse acomodado de una forma novedosa y que no molesta, que pareciera que siempre estuvo allí. De amor nadie muere ha repetido ella hasta el cansancio y ha logrado creer en la premisa.

El verano, macho, tórrido y volátil se asienta en el pueblo una mañana, sin que a nadie haya pedido permiso. Todo está olvidado, todo está pasando, todo volverá a suceder.

Se acicalan las jóvenes amigas. Esa noche, la fiesta empieza temprano. El calor de la tarde las ha llenado de energía. Avanzan decididas, con olor a agua dulce, bronceador, arena y sol. El pequeño camping donde se apiñan demasiadas carpas huele a tragos trasnochados, floripondios, mate, humo y marihuana. Todos están ahí, en un crisol de ideas, modas, poses y peinados, con un mismo objetivo, vivir una vez, a todo pulmón.

Se dirigen las amigas, preparadas para lo que venga, con unas pocas monedas en el bolsillo y menos ropa todavía a la discoteca del momento, en el pequeño pueblo estival.

Ella ríe, por primera vez sinceramente, como hace rato no lo hacía. Ayudan a esa risa contagiosa las tres cervezas consumidas en la playa y las pitadas de marihuana que comparten, escondidas y apuradas.

Entran a la disco. La música ensordecedora, las luces, el humo de cigarrillo y todos sus amigos apostados en distintos lados del local, llenando los espacios, como pequeños primates estableciendo territorio.

Bailan desenfrenadas, felices, ebrias, alucinadas. Comparten más droga y más alcohol. Voy cruzando el río, sabes que te quiero… suena la canción y cantan a todo pulmón, en un paroxismo de euforia que efectivamente sólo se vive una vez.

Ella entra al baño rapidito, se acomoda el breve top y regresa a la pista. Al salir, y justo frente a ella, con su sonrisa ancha, su voz sonora y su cadena con el mapa de la tierra que juró defender, ¡frente a ella!, nuevamente la figura nítida de él, completa, palpable, ideal. Su suéter acompaña su bronceado. Ella no puede hablar, no sabe qué decir. Él la toma por la cintura y le planta un beso sonoro en su mejilla, preguntando burlón, ¿qué haces aquí tan desnudita?

Vine con mis amigas, dice ella por toda defensa y argumento. Él se acerca nuevamente y le ordena, déjate de leseras de amigas y bailemos.

Los parlantes de la disco justo detrás de sus cabezas y de pronto, la canción más en boga de ese verano, suena atronadora a sus espaldas:   No sabes cómo te deseo, no sabes cómo te he soñado….

Se abrazan y se funden en un beso.

El humo cubre su salida, los besos evitan las preguntas…