Kandahar. El Encuentro

Habían sido dos Highball y tres Manhattan. Hasta ahi recordaba con precisión enferma cada palabra dicha, cada ataque de risa  y dónde había escondido las llaves del automóvil para no ceder a la tentación de salir del departamento. Luego del cuarto Manhattan, no había nada más. Sólo la profunda sequedad de la boca y la sensación de ir saliendo de un barco. Los brazos le anclaban a la cama. Encendió la luz. Vio la fotografía magnífica con que Michael había ganado aquel premio que había cambiado todo. La puerta del baño estaba abierta y entonces recordó.

Rafael acababa de bajarse del avión. Eso dijo apenas la vió. Su cara era la misma, su voz era la misma. Por segundos le observó hasta situarlo en la última escena en que le recordaba.  Algo, sin embargo, había cambiado. Tal vez eran las líneas de la comisura de los labios, tal vez eran las nuevas canas que brillaban con la luz del mediodía. Tal vez era su pelo que empezaba a ralear de la frente. Aún usaba el mismo anillo de matrimonio en el dedo anular. Eso no había cambiado, como no había cambiado esa risa altisonante y tonta que siempre aparecía junto con el sarcasmo sin tregua de sus conversaciones.

Dijo que venía llegando de Kandahar, con la misma soltura de quien dice que viene del supermercado. Así era él. Viajaba a los lugares más ignotos y parecía,  por sus palabras, que no era nada. La fascinación infantil de Michael por los viajes contrastraba groseramente con la parquedad en la experiencia de Rafael. Su voz. Su voz seguía siendo la misma. Pausada, clara, grave, con aquellas expresiones vulgares que rompían el molde de su discurso siempre correcto. Las medallitas de bautizo que colgaban de su cuello, estaban donde mismo. En ese cuello maldito que tanto amaba. Podía respirarle. Podía recordar claramente el olor de su piel, más allá de los perfumes comprados en cada Duty Free donde paró, en esta vuelta nueva al mundo. Vengo llegando de Kandahar, dijo nuevamente y acarició nervioso su barbilla. ¿Quieres un café?, preguntó por decir alguna cosa y juntos enfilaron al primer Starbucks que había en la avenida. Hablaron por dos horas, sin parar. Dejaron en silencio los teléfonos móviles y callaban por segundos, para escrutarse con ojos inquisidores. ¿Aún sigues con el gringo? preguntó intespestivamente a lo que ella contestó, ¿aún sigues con tu esposa? ¿Cómo están tus hijos? ¿Cómo está tu gato y los sobrinos? rebatió él. Rieron.

Kandahar estaba tomada por las tropas de las Naciones Unidas. Varios bunkers de soldados se levantaban aquí y allá. Cientos de mercenarios había aparecido apenas comenzaron las hostilidades. Como guardaespaldas. Como constructores. Como plomeros. Incluso como traductores en una babel extraña y difícil. No es necesario dominar ninguna lengua, dijo Rafael. Estuve cómodamente por tres meses, sin que me esforzara un ápice en hacerme entender. No había mucho de entretenido, pero en una zona en guerra, ¿qué puedes pedir?. Un café de Starbucks replicó ella. Sí, eso sí.

Por años Rafael había trabajado administrando los negocios de su padre, hasta que mandó todo al diablo, en un arranque que él mismo no supo explicar. Desempolvó su diploma de periodista, tomó el primer avión a la zona en guerra de entonces  y empezó a escribir. Escribió con mucho dolor, con mucha valentía y con mucha verdad. Eso lo decía siempre, dando por sentada su propia leyenda. Escribió hasta que le dolieron las coyunturas y se averió el teclado de su ordenador. Escribía día y noche. Escribía, dijo entonces, por todas las voces que estaban ahi. Por todas las historias que no podían ser contadas a los medios tradicionales. Por todos aquellos que no sabían si sobrevivían otro día más. Escribía. Escribía. Escribía.

Vendió sus artículos a revistas y se hizo conocido. Hubo otro conflicto y partió. La adrenalina de ser corresponsal de guerra se le metió duro entre pecho y espalda y no hubo forma de sacarla más. Nunca consumió drogas. No tomaba alcohol, pero estaba definitivamente envenenado con el horror y las balas. Con el polvo de los jeep militares y la rudeza de las tropas. El ruido de los fusiles. Los bombardeos de colores. Con el dolor. Con las mismas preguntas repetidas hasta el infinito en todos los conflictos armados.

Quiero salir de aquí ahora, dijo de pronto. Y ella lo miró. No podía acompañarle. No podían ser los amantes recurrentes que habían sido hasta entonces. Michael estaba en casa. Tienes doce llamadas perdidas de tu mujer. Quiero verte sin ropa, dijo Rafael. Debo irme. Debo irme ahora, dijo ella. Pero mañana. Veámonos mañana. Y alli estaban de nuevo. De acuerdo. La frialdad del plan. La traición premeditada. La calentura espesándoles la sangre.  De nuevo. Como siempre. Ella llegó a casa y preparó el primer Highball. Michael aún no llegaba. Quiero lamer tus pezones, decía el mensaje de texto. Sonrió y apuró el sorbo. Mañana, dijo en voz alta. Mañana.

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